Multilateralismo sanitario: se busca gobierno para la salud global

CIDOB Report nº 7
Data de publicació: 07/2021
Autor:
Rafael Vilasanjuan, director de análisis y desarrollo global, ISGlobal
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La pandemia es la manifestación abrupta de una crisis anunciada. Ha habido deficiencias en la coordinación internacional y ha fallado el mecanismo encargado de prevenir estas urgencias: la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha sido incapaz de investigar las causas, controlar su propagación o imponer una actuación conjunta. Tras esta experiencia traumática, ¿estamos mejor preparados ahora que intuimos un horizonte diferente? ¿Quién gobernará la salud global tras la pandemia?

La salud, del desarrollo a la seguridad global

Hay que reconocer que este coronavirus ha cambiado la agenda global y no únicamente la de salud. Durante más de un año la economía se ha hundido a nivel mundial, con enormes consecuencias negativas a nivel local; se han cerrado fronteras en medio mundo; se ha confinado a centenares de millones de personas, incluso en las democracias occidentales, donde una medida así tal vez se hubiera contemplado para casos de guerra exclusivamente. La pandemia se ha convertido en un campo de batalla global. La salud mundial ha dejado de ser un bien al servicio de los países con economías más avanzadas, para convertirse en el principal activo de la seguridad mundial ¿Quién podía prever una emergencia así? ¿Quién estaba en condiciones de coordinar sus efectos? La respuesta es sorprendente porque, mientras que nadie puede negar que había múltiples informes que anunciaban la posibilidad de que una epidemia vírica hiciera saltar por los aires todas las barreras protectoras, lo que ha quedado en evidencia es la escasa preparación para hacerle frente. 

Vayamos por partes, desde que en 2014 el virus del Ébola rompió la barrera que mantenía la epidemia aislada en pequeñas zonas rurales de África para alcanzar las principales ciudades de Guinea, Sierra Leona o Liberia, las voces que anunciaron la posibilidad de una epidemia global fueron en aumento. Los argumentos que mejor describen la crisis que se avecinaba los encontramos en el informe anual de 2019, el primero del comité para preparación de emergencias creado por el Banco Mundial y la OMS. Tan solo seis meses antes de que el virus irrumpiera en la localidad china de Wuhan, los codirectores del informe, Gro Brundtland y Elhadij As Sy, arrancaban su primer párrafo alertando de que «aunque las enfermedades han sido parte de la experiencia humana, una combinación de factores globales, incluida la inseguridad y el clima extremo aumentan el riesgo (…) Los brotes han ido en aumento durante las últimas décadas y el espectro de una emergencia sanitaria mundial se cierne de manera cada vez mayor (…) Existe una amenaza muy real de una pandemia altamente letal y en rápido movimiento de un patógeno respiratorio que podría matar entre 50 y 80 millones de personas y reducir la economía mundial en un 5%. Una pandemia global de estas dimensiones sería catastrófica, generaría estragos, inestabilidad e inseguridad. El mundo no está preparado». Palabras tan premonitorias tuvieron efecto inmediato tras la irrupción de un virus nuevo, el SARS-CoV-2, que a diferencia de otros anteriores como el SARS 1 que se quedó en Asia, o el MERS que apenas fue capaz de salir de Oriente Medio, este sí viajaría desde China a otros lugares de Asia, para luego llegar hasta Italia, haciendo escala en el mapa europeo, para expandirse después por la geografía global. 

Desde la aparición del virus, la OMS empezó un trabajo exhaustivo con el fin de evitar sus peores consecuencias. Sin embargo, los expertos de esta agencia de Naciones Unidas no pudieron acceder a Wuhan hasta el 29 de enero de 2020, más de un mes tras conocerse los primeros casos. El trabajo en emergencias de la OMS está amparado en las Regulaciones Internacionales de Salud, un marco legal que obliga a los estados miembros a informar de brotes epidémicos tan pronto como aparezcan; pero China no lo hizo, y la OMS no encontró la manera para forzarla a hacerlo. De hecho, desde el inicio de la pandemia, el Gobierno chino nunca permitió que se llevara a cabo ninguna investigación que no estuviera bajo su control. Esa es una de las principales limitaciones de un organismo como la OMS, que toma sus decisiones por consenso y está sometido a la voluntad y el poder de los gobiernos de sus estados miembros. Ante el silencio de su director, Tedros Ghebreyesus, la Administración estadounidense con Donald Trump a la cabeza no tardó en considerar que la organización había fallado en su misión de prevenir y frenar la pandemia y anunció, en abril de ese mismo año, que suspendía la financiación. La agencia de Naciones Unidas quedaba sometida a una presión existencial sin precedentes, su supervivencia estaba en riesgo. 

El nuevo mapa de actores

Aunque el trabajo de la OMS frente a la COVID-19 está lejos de ser perfecto, ha habido logros reseñables. La OMS no logró que China aportase información precisa, ni que Beijing diera respuesta más contundente en el inicio de la pandemia –dando así argumentos a todo tipo de teorías conspirativas–, pero durante la expansión del virus por las principales economías occidentales, fue esta organización la que definió marcos de intervención; se movilizó para facilitar tratamientos, diagnósticos y vacunas; trabajó un marco de comunicación para aplacar la infodemia inherente a todas estas crisis; y buena parte de sus consejos han sido seguidos por una mayoría de ministerios de salud del mundo. Hacer frente a la peor pandemia en generaciones hubiera requerido una OMS mejor y más fuerte en vez de intentar acabar con ella como parecía querer Donald Trump. Pero esta organización sufre desde hace tiempo de una estructura excesivamente dependiente de los recursos financieros para su funcionamiento, y del consenso político para la toma de decisiones, algo que casi siempre ralentiza la respuesta a unas emergencias sanitarias que suelen extenderse con rapidez: dos velocidades que no siempre van de la mano. El dinero sin duda es su principal problema. Con un presupuesto de algo más de 2.500 millones de dólares, tres veces menos que el gasto sanitario en Cataluña, es difícil pretender que haga frente a todos los problemas de salud global. Por si fuera poco, solo un 20% de ese presupuesto son contribuciones garantizadas que llegan sin vinculación a proyectos o encargos concretos, y el principal financiador, antes de la decisión de Donald Trump de cerrar el grifo, era Estados Unidos.

Frente a la magnitud de la emergencia, por primera vez, algunos líderes empezaron a hacer referencia a la necesidad de pensar en un Gobierno global en materia de salud. En marzo de 2020 el exprimer ministro británico, Gordon Brown, llevó una propuesta al G-20 para crear un grupo de trabajo permanente que incluyera líderes mundiales, expertos en salud y representantes de las principales organizaciones internacionales con poder ejecutivo para coordinar la respuesta global. En la práctica este «Ministerio de Salud del Mundo» era inviable. Sin embargo, la presión política permitió avanzar en compromisos para crear una nueva plataforma multilateral capaz de progresar en el desarrollo de diagnósticos, tratamientos y vacunas, haciéndolas accesibles de manera equitativa a todos los países. La nueva plataforma colaborativa se denomina Acelerador de Herramientas contra la COVID-19 (ACT-a, por sus siglas en inglés) y tiene cuatro pilares: uno para diagnósticos, para tratamientos, para la inmunización y para la conexión de los sistemas de salud. 

En la trastienda de esta operación, la OMS quedaba como maestro de ceremonias, definiendo e impulsando marcos de actuación en los cuatro pilares, pero dejando el papel ejecutivo predominante a organizaciones fiduciarias. Entre estas destacan el Fondo Mundial, la Alianza para Diagnósticos (FIND) o la Alianza Global para la Vacunación y la Inmunización (GAVI). Alianzas público-privadas capaces de obtener los recursos necesarios a partir de proponer prioridades concretas, se convierten así en los nuevos actores multilaterales a quienes se entrega el mandato de conseguir una respuesta equitativa y en particular de proveer herramientas para combatir la emergencia sanitaria a los países de renta baja.

Estas organizaciones tienen en común que fueron creadas con la Agenda del Milenio, a partir del año 2000, y que funcionan con unos nuevos mecanismos y procesos de toma de decisiones donde los gobiernos ya no tienen el monopolio. En la mesa de negociación sobre cómo responder a las emergencias sanitarias se han incorporado expertos, organismos internacionales, bancos de crédito al desarrollo, filantrópicas, industria y sociedad civil. Se ha iniciado un nuevo capítulo en la construcción de la gobernanza de la salud global.

Cooperación o nacionalismo: la carrera por la vacuna 

Desde que se descifró el código genético del virus hasta que se inyectó la primera vacuna de Pfizer a una mujer en Coventry (Reino Unido) –una vez concluidos los ensayos y regulada–, solo pasaron 333 días, un dato que pasará a la historia. Nunca se había conseguido tener una vacuna desde el inicio de la investigación en menos de cinco años. La inmunización fue desde el inicio la estrategia prioritaria para frenar la carrera del virus. Tras su aparición, el escenario apocalíptico de ciudades fantasma, sin peatones ni trafico o el cielo sin aviones, llevó a un consenso en torno a la necesidad de priorizar vacunas sobre el resto de estrategias. 

El mundo se lanzó a la carrera para conseguirlas lo antes posible. Jamás se habían liberado tantos fondos para una emergencia sanitaria. Y de la misma manera que las economías más avanzadas desplegaron todo su potencial para financiar la investigación, aumentar la producción y garantizarse las primeras dosis, también se creaba COVAX, el pilar de la nueva plataforma ACT-a para vacunas, en apenas dos meses, con el objetivo de asegurar que las dosis no quedaran únicamente en manos de los países más ricos. El propósito de conseguir vacunas para todos chocaba frontalmente con la estrategia acaparadora de la mayoría de países occidentales y la escasez de producción. Se necesitan 15.000 millones de dosis para cubrir a toda la población mundial, pero en un año, si todo funcionase a la perfección, solo se podría producir un tercio de esta cantidad. 

La competencia por hacerse con un bien escaso es el principal obstáculo con el que se topa COVAX. Por un lado, los laboratorios se han dedicado a proveer bajo el lema de servir al primero que paga. Por otro, actitudes nacionalistas –nosotros primero– para hacerse con las primeras dosis han castigado especialmente a esta organización, en concreto por la situación en la India, país donde COVAX realizaba las mayores compras. India es el mayor productor mundial, pero también un país especialmente azotado por su segunda ola de la pandemia. Ante el aumento de casos, el Gobierno indio decidió restringir la exportación de vacunas que tenían como principal destino los países de renta baja o media.

Un primer balance

La puesta en marcha de COVAX fue un éxito en sí mismo, pero un año después está lejos de conseguir los objetivos que se había marcado. En este intento de hacer balance, es necesario compararlo con emergencias previas y preguntarse dónde estaríamos sin este y otros mecanismos de cooperación internacional. Por ejemplo, a diferencia de la respuesta a la epidemia de SIDA, cuando los tratamientos tardaron una década en llegar a África, solo pasaron tres meses entre el inicio de las campañas de vacunación contra la COVID-19 en Occidente y la llegada de las primeras vacunas al continente africano –en cantidades todavía irrisorias, eso sí–.

Sin un mecanismo de compra y coordinación conjunta como COVAX, el riesgo de que la mayoría de gente se quedara sin ningún tipo de protección frente a la COVID-19 era enorme. El reto es aumentar el ritmo de distribución para frenar cuanto antes el avance global del virus; y más teniendo en cuenta que sus nuevas variantes podrían afectar también a los países ya vacunados. Para ello, COVAX aspira a distribuir 2.000 millones de dosis gratuitas entre los 92 países de renta baja y media baja que forman parte de su nómina de países subvencionados, antes de que acabe el año. El dinero proviene principalmente de las agencias de cooperación de las economías más avanzadas, pero también de la filantropía y, a medida que avanzan las campañas de vacunación en Estados Unidos, la UE y Reino Unido, las donaciones de excedentes se añadirán a este mecanismo de reparto, según lo acordado en la reunión del G-7 en junio, que concluyó con el compromiso de facilitar mil millones de dosis a través de este mecanismo multilateral.

Mientras esto no suceda, el mundo se divide nuevamente entre los que tienen y los que no, en este caso, vacunas. Una división sanitaria, económica y políticamente peligrosa; de ahí que asistamos a un mayor activismo de organizaciones y foros multilaterales como el G-7, pidiendo que se garanticen dos tercios de los 66.000 millones de dólares que se calcula se necesitarán para cubrir a la población de todo el mundo en los próximos dos años. Y, como explica Joan Bigorra en su capítulo, en la Organización Mundial del Comercio (OMC) también está sobre la mesa el debate sobre la liberalización temporal de las patentes para aumentar la producción. Está en juego la inmunidad de grupo. No solo de esos países, sino global.

Con todas sus carencias, COVAX ha recaudado en solo un año 21.000 millones de dólares, casi diez veces más que el presupuesto anual de la OMS. Estamos asistiendo a nuevas formas de acción multilateral, encarnadas por una organización en cuyo comité de dirección solo 28 personas tienen derecho de voto, algo bien distinto de lo que sucede en la OMS. Y COVAX es solo uno más de los actores emergentes en el ámbito de la salud global. 

Conclusión 

Las estrategias globales para reforzar sistemas de salud muy precarios en países de renta baja y media, promover guías y protocolos basados en la evidencia científica y facilitar el acceso a medicamentos esenciales, son retos fundamentales. Lo eran antes de la pandemia, pero esta crisis sanitaria ha demostrado que la salud global debe ser una prioridad para garantizar la seguridad de todos y el desarrollo económico.

Solo las pérdidas económicas se cuentan en billones de euros, o lo que es lo mismo, en millones de millones. Una cifra inimaginable, cuya cola arrastra doce ceros. Eso sin contar los daños familiares, emocionales o políticos que va dejando en el camino. Un panorama tan desolador puede repetirse. Evitarlo requiere avanzar en una nueva forma de concebir la salud global capaz de hacer frente a un problema de seguridad colectiva.

La Segunda Guerra Mundial vio nacer un entramado de organizaciones multilaterales nuevas. La mayoría de ellas están enfocadas a promover el desarrollo desde una visión de seguridad que parte del enfrentamiento y la competencia entre estados. Mecanismos excesivamente frágiles cuando el enemigo es compartido y la amenaza es la misma para todos los países.

El camino para empezar a definir nuevas formas de gobernanza global está en marcha. No podemos hablar de que la salud global esté viviendo una revolución, pero sí que está experimentando un movimiento sísmico del que todavía quedan réplicas por conocer.

No hay alternativa. Necesitamos una gobernanza diferente, más inclusiva y con capacidad de ejecución, si queremos evitar situaciones tan o más dramáticas que la actual. Ahora que además conocemos las consecuencias globales de actuar tarde y que la salud se ha convertido en una de las principales estrategias para garantizar la seguridad de nuestras vidas –también en Occidente–, tal vez consigamos que el resultado sea más equitativo. O eso, o estaremos abocados a sufrir crisis similares con escasa capacidad de respuesta colectiva.