La paradoja de la política exterior de Joe Biden

Revista CIDOB d'Afers Internacionals nº 132
Data de publicació: 12/2022
Autor:
Juan Tovar Ruiz
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Juan Tovar Ruiz. Profesor titular de Relaciones Internacionales, Universidad de Burgos. jtovar@ubu.es. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4433-688X

Aparentemente, la victoria de Joe Biden frente a Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2020 debería haber devuelto a Estados Unidos a los cauces usuales que han marcado su política internacional. Sin embargo, a pesar de la pervivencia de una visión muy tradicional de la política exterior estadounidense, la política exterior de la Administración Biden ha mantenido importantes continuidades respecto a la precedente, las cuales han quedado reflejadas en la política seguida hacia China o la retirada de Afganistán. Y ello, en parte, debido a las constricciones producidas como resultado de la profunda división existente a nivel doméstico. Este artículo pretende desentrañar los elementos fundamentales de la política exterior de Biden focalizándose en posibles elementos ideológicos y doctrinales, sus prioridades estratégicas, así como las continuidades y cambios respecto de su predecesor.

El 24 de noviembre de 2020, en el acto de presentación de su equipo de seguridad nacional tras la victoria sobre el presidente Donald Trump, el presidente electo Joe Biden afirmó que «Estados Unidos está de regreso para liderar el mundo y no retirarse de él, para sentarse en la cabecera de la mesa». Este mensaje fue repetido en su discurso del 4 de febrero de 2021, ya como presidente de los Estados Unidos. En ambos casos, el presidente Biden pretendía distanciarse de su predecesor y enfatizar una política exterior marcada por la defensa de las alianzas y de los valores democráticos estadounidenses en su país y en el mundo (Biden, 2020a y 2021a). Sin embargo, ¿estas declaraciones reflejan verdaderamente su política exterior? Y esta, ¿está siendo realmente tan diferente de la que el presidente Donald Trump llevó a cabo en una pluralidad de aspectos?

Aunque por las limitaciones de un trabajo de estas características no se pretenda realizar un estudio dirigido a sistematizar o estudiar en profundidad cada una de sus variables, a nivel teórico este artículo puede enmarcarse en el ámbito de corrientes como el realismo neoclásico o el análisis de política exterior (APE). Ello a la luz especialmente de la importancia concedida a aspectos como el proceso interno de toma de decisiones, el papel que juega la política doméstica, las tradiciones estratégicas e ideológicas domésticas o el papel de líderes políticos concretos y no solo a los aspectos sistémicos; elementos que hay que tener en cuenta necesariamente para explicar la política exterior estadounidense1.

Este artículo tiene tres objetivos que marcarán la división de su estructura en tres partes, además de las correspondientes conclusiones. El primer objetivo es hallar los principales cambios y continuidades de la política exterior de Joe Biden respecto a la de su predecesor, así como sus tendencias actuales. El segundo es identificar ciertos fundamentos del proceso de toma de decisiones de la Administración actual, como serían los decisores más relevantes y sus preferencias ideológicas; un punto importante al lidiar con una Administración en ejercicio que permite predecir relativamente su comportamiento en política exterior. Asimismo, se examina el rol que el presidente Joe Biden ocupa dentro de este proceso decisorio. Finalmente, el artículo trata de dilucidar cuáles serían las prioridades estratégicas más relevantes de la política exterior de Biden, así como la posible existencia de una estrategia, doctrina o ideología que marque la política internacional que este está llevando a cabo. 

Crisis de la política exterior de Trump y elecciones presidenciales de 2020

La política exterior de la Administración Trump atravesó un momento de crisis durante el último año de su mandato marcada, especialmente, por la irrupción de la pandemia de la COVID-19 y sus implicaciones a nivel doméstico e internacional.

Para combatir la pandemia, se pusieron en marcha políticas exitosas como el impulso a la operación Warp Speed para la creación de una vacuna contra el virus o el paquete de ayuda conocido como Cares Act. Sin embargo, también se incurriría en una gestión caótica en la que se minusvaloró la incidencia del virus y que acabaría contraponiendo a aquellos sectores de la población que defendían priorizar los derechos y libertades individuales con aquellos que querían priorizar la lucha contra la pandemia. Un punto que se reflejaría de manera general en la diferencia entre las medidas tomadas por los estados que tenían gobernadores republicanos y los que tenían gobernadores demócratas (Casa Blanca, 2020; Fukuyama, 2020). Este debate se producía, además, en un contexto de la política doméstica donde las divisiones y la polarización política se estaban ampliando desde los mandatos de Barack Obama. Como consecuencia, las instituciones estadounidenses se venían enfrentando a una creciente disfuncionalidad por la falta de colaboración entre los dos principales partidos (Fukuyama, 2014: 19-26).

A medida que la pandemia fue incrementando sus efectos y Estados Unidos aparecía como el país desarrollado más afectado por esta (OMS, 2021), las repercusiones en la política exterior estadounidense se incrementaron. Si en un principio la Administración Trump se había mostrado comprensiva con China, país de origen del virus, ello cambió rápidamente a medida que su incidencia aumentaba en la sociedad estadounidense. Ya en abril de 2021, el presidente Trump comenzó a referirse en público y en sus diferentes discursos a la COVID-19 como el «virus chino», acusando al gigante asiático de permitir su expansión a otros estados. China y Estados Unidos se atacarían mutuamente utilizando diversas teorías de la conspiración. La hostilidad bilateral alcanzó su cénit con el discurso del secretario de Estado, Mike Pompeo, de julio de 2020, en el que se especulaba con una nueva Guerra Fría; o con el discurso del 22 de septiembre de 2020 del presidente Trump ante la Asamblea General de Naciones Unidas, en el que defendía exigir responsabilidades a China por la expansión del virus (Pompeo, 2020; Trump, 2020). Al mismo tiempo, la valoración de la gestión estadounidense de la pandemia caía en picado entre la opinión pública de sus principales aliados (Wike et al., 2020).

Sin embargo, no toda la política exterior de la Administración estadounidense durante este período se centró en las consecuencias del coronavirus o la competición frente a China. El presidente Trump también destacó por algunos éxitos no revertidos por su predecesor. En especial cabe destacar la firma de los conocidos como Acuerdos de Abraham, que implicarían el reconocimiento de Israel por estados árabes como Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Marruecos y Sudán. Unos acuerdos que permitirían incrementar la cooperación en diferentes ámbitos entre sus principales aliados regionales, unidos por la rivalidad común frente a Irán (Departamento de Estado, 2020). Este fue un punto al que se dio preeminencia frente a otros hechos, como el escándalo que salpicó al príncipe heredero saudí, Mohammed Ben Salman, por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul.

Mientras la crisis del coronavirus hundía la reputación y el poder blando estadounidense, los candidatos demócratas, procedentes de líneas ideológicas muy diversas, celebraban sus propias primarias para decidir quién se enfrentaría al presidente Trump. Merece la pena subrayar que pocos destacaron en su programa por sus posiciones en materia de política exterior. Aunque uno de ellos fue Joe Biden, a la luz de su experiencia política previa. También destacarían Tulsi Gabbard, Bernie Sanders y, en menor medida, Elizabeth Warren. El resto de los candidatos plantearon mayoritariamente una agenda de política exterior limitada y circunscrita a algunos aspectos de consenso dentro del partido, como podían ser la retirada de Afganistán o la lucha contra el cambio climático (Biden, 2020b; Sanders, 2019; Warren, 2019).

Biden, vinculado al establishment de la política exterior estadounidense2 de las últimas décadas y muy crítico con la política exterior del presidente Trump, defendió el retorno a una política exterior clásica para los estándares estadounidenses. En su propuesta, la competición frente a otras grandes potencias venía acompañada por desafíos transnacionales como el cambio climático y la defensa de valores e ideales como la democracia liberal. Aunque no se defendía una política wilsoniana de expansión de la democracia liberal como había sucedido con presidentes anteriores, sí se hacía en su fortalecimiento a nivel interno y en el ámbito internacional. Otro punto destacado sería la revitalización del sistema de alianzas estadounidense, dañado por el presidente Trump a juicio del candidato demócrata. Sanders, por su parte, se centró más en la necesidad de acabar con las guerras interminables y se mostró más cercano a algunos de los principales postulados del presidente Trump en ámbitos como el proteccionismo. Respecto a Tulsi Gabbard, este coincidía también con algunos de estos puntos, en tanto que Elizabeth Warren, con una agenda algo más clásica que la de Sanders, defendía igualmente confrontar los desafíos del capitalismo a nivel global. Pero el apoyo de los candidatos moderados garantizó la victoria de Biden y su consiguiente enfrentamiento con Trump en las elecciones presidenciales.

Las elecciones presidenciales de 2020 no fueron una excepción respecto al papel residual que suele ocupar la política exterior en las campañas electorales. Este papel fue más destacado en el segundo debate entre candidatos a la Presidencia que en el primero, centrándose en tres cuestiones que no se llegarían a analizar de manera profunda: a) la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016, b) la política hacia China y c) la cuestión de Corea del Norte. Sobre estos tres puntos, el candidato Biden sostuvo que haría que países como Rusia pagasen por vulnerar la soberanía estadounidense, afirmó que obligaría a China a comportarse con acuerdo a las reglas y rechazó reunirse con el líder de Corea del Norte, Kim Yong-Un, salvo que renunciase a su programa nuclear (C-SPAN, 2020).

Finalmente, la derrota –no sin resistencia– del presidente Trump permitió el acceso al poder del candidato Joe Biden. Acontecimientos como los disturbios del Capitolio del 6 de enero de 2021 protagonizarían su toma de posesión, en unos Estados Unidos marcados por la polarización y las divisiones, aspectos que a priori no parecían ser el mejor marco para el desarrollo de una política exterior coherente. Así, la apelación a una nueva unificación del país constituiría la base de su discurso de toma de posesión (Biden, 2021b). 

Los decisores más relevantes de la era Biden y sus posiciones ideológicas3

En la Administración Trump, el proceso decisorio estuvo marcado por la disfuncionalidad y las críticas. Incluso algunos de sus integrantes habían destacado que no siempre los decisores cumplían con las preferencias del presidente (Bolton, 2020: 1-2). Con el cambio de Administración, se preveía que Biden volvería a un proceso decisorio de competición entre agencias federales más ordenado. Además, también que la pluralidad de procedencias y preferencias ideológicas que había caracterizado a la Administración Trump (Tovar, 2018: 266-269), con todos sus defectos, sería sustituida por un elenco procedente de manera abrumadoramente mayoritaria del establishment de la política exterior estadounidense que había estado presente en administraciones demócratas anteriores, a menudo con una larga experiencia de servicio y con vínculos de confianza con el nuevo presidente. Aunque esto no ha exonerado a la Administración Biden de críticas por razones de lentitud, falta de éxitos claros e incluso tendencia hacia el groupthink de unos decisores con posiciones muy similares y basadas en ideas anticuadas procedentes de la Guerra Fría (Walt, 2022).  

Entre estos decisores principales cabe destacar al secretario de Estado, Antony Blinken, que ocupó los cargos de consejero de Seguridad Nacional del vicepresidente Biden o de secretario de Estado adjunto en la misma Administración Obama. Asimismo, había trabajado con Biden cuando este presidió el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. Por sus preferencias ideológicas, destaca su vinculación con posiciones liberales intervencionistas, caracterizadas por la defensa de valores e ideales a través del uso de la fuerza. Blinken apoyó tanto la guerra de Irak de 2003 como la intervención en Libia de 2011. No obstante, otros decisores de la Administración Obama le identificaban como un pragmático y un «constructor de consensos» (Allen, 2013).

Otro de los dirigentes más destacados de la Administración Biden es Jake Sullivan, nombrado consejero de Seguridad Nacional. Es una de las figuras de la Administración más cercanas al presidente y que también había trabajado dentro de la Administración Obama, primero como director de la Oficina de Planificación de Políticas y luego como consejero de Seguridad Nacional del vicepresidente Biden, pese a su pasada condición de protegido de Hillary Clinton. Asimismo, Sullivan puede ser considerado un integrante del establishment de la política exterior estadounidense, habiendo trabajado para el think tank Brookings Institution. Sus visiones claramente se escoran hacia el liberalismo, tal y como explicitó en su crítica publicada en la revista Foreign Affairs (Sullivan, 2019b) sobre las obras más recientes de autores realistas tan destacados como Stephen Walt o John Mearsheimer, caracterizadas precisamente por su crítica al desempeño de las élites de la política exterior estadounidense. Además, se ha mostrado favorable al concepto de excepcionalismo estadounidense, aunque algo rebajado; un aspecto relevante, dado que a este concepto tan tradicional en la visión del mundo estadounidense se le había atribuido parte de la arrogancia que había conducido a los graves errores de su política exterior cometidos en las décadas más recientes (ibídem, 2019a).

El secretario de Defensa, Lloyd Austin, por su parte, también es uno de los dirigentes más significados. Este nombramiento no quedó exento de controversia, dado que entre las principales prioridades de la Administración Biden estarían los desafíos planteados por grandes potencias como Rusia o China. En cambio, la experiencia de Austin habría estado más bien orientada hacia la lucha contra insurgentes en escenarios como Irak o Afganistán, y no tanto hacia la competición con otras grandes potencias. Además, se planteó el cuestionamiento de la subordinación del poder militar al civil como consecuencia de la continuada presencia de miembros del Ejército al frente de este Departamento. Cabe destacar que llegó a ser a ser el primer afroamericano en presidir el Mando Central de los Estados Unidos (CENTCOM), sucediendo precisamente al exsecretario de Defensa, James Mattis. Con todo, a diferencia de Mattis o de otros militares destacados como Herbert McMaster, la experiencia de Austin parece haber estado más bien orientada hacia lo operativo más que al ámbito político e intelectual; circunstancia que impide tener una visión clara sobre sus preferencias ideológicas. No obstante, cabe plantear su cercanía a posiciones realistas –por la popularidad de estos planteamientos en el estamento militar estadounidense y por la prioridad otorgada a la protección del personal militar estadounidense–. Biden justificaría su nombramiento por el excelente desempeño de este militar durante su servicio en el marco de la Administración y por la relación de confianza existente, quedando también patentes las motivaciones políticas derivadas del nombramiento del primer afroamericano en este puesto (Biden, 2020c).

Algo parecido sucede con Linda Thomas-Greenfield, la embajadora de Estados Unidos en Naciones Unidas. Diplomática de carrera y especialmente vinculada a la representación estadounidense en el continente africano, se la percibe como una diplomática discreta que será leal a la política de Biden. En cualquier caso, su vinculación a cuestiones humanitarias o de defensa de los derechos humanos la acercarían al ámbito liberal. También ha sido criticada por no haber sido específicamente dura con el rol de China en África a raíz del discurso formulado en una conferencia organizada por el Instituto Confucio (Lynch y Gramer, 2021).

De la carrera diplomática también procede el director de la CIA, William Burns, una figura de cierto interés que tuvo un papel destacado en las negociaciones del acuerdo nuclear con Irán y que, además, se ha mostrado crítico con la expansión de la OTAN, así como con la guerra de Irak o con intervenciones como la de Libia. Estuvo sirviendo tanto en administraciones republicanas como en la Administración Obama. También se le atribuye una posición crítica con la política enérgica hacia potencias como China y se le conoce por ser defensor del papel del derecho internacional. Mezclaría, por tanto, elementos realistas de crítica al intervencionismo liberal de las décadas anteriores con posiciones más liberales en lo que respecta al derecho internacional o las organizaciones internacionales (Burns y Fallows, 2019; Oficina de Publicaciones del Gobierno de Estados Unidos, 2022).

Asimismo, merece la pena mencionar a otros miembros de la Administración Biden con cierta experiencia en asuntos internacionales y que ocuparon posiciones de relevancia en la Administración Obama. Este es el caso de Samantha Power y Susan Rice, la primera nombrada directora de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) y la segunda directora del Consejo de Política Doméstica (DPC, por sus siglas en inglés). Ambas están muy vinculadas a posiciones liberales intervencionistas, tal y como demostraron en operaciones como la de Libia o en diversas publicaciones. Aunque sus respectivos cargos no les permitan a priori ejercer tanta influencia en la materia como en el pasado, no puede descartarse que Biden las escuche a la luz de su experiencia previa (Rice, 2019: 14 y 151-153; Power, 2019: 118-130).

Por último, cabe mencionar como decisor el papel destacado del propio presidente Biden, quien cuenta con una amplia experiencia en los asuntos internacionales, aunque no siempre ha estado exento de críticas por su desempeño, como las del exsecretario de Defensa Robert Gates (2014: 288). Tal y como ya se ha comentado, el presidente Biden posee una carrera política de varias décadas, como senador, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y luego vicepresidente antes de llegar a ser presidente de Estados Unidos. Por ello, tiene una posición propia en diversos asuntos de la agenda internacional, aunque muy tradicional y vinculada con el papel que Estados Unidos debería jugar según el establishment de la política exterior estadounidense, al que pertenece. Su visión se ha caracterizado esencialmente por un cierto pragmatismo que, en su evolución política, lo ha hecho transitar desde posiciones liberales en lo que respecta a apoyar la intervención estadounidense en los Balcanes durante los años noventa, o la guerra de Irak de 2003, hasta posturas más cercanas al realismo político como oponerse al incremento de tropas en Afganistán, planteando una mayor utilización de los ataques con drones y operaciones con las fuerzas especiales. También se opuso a las intervenciones en Libia o Siria durante su etapa como vicepresidente (Draper, 2020; Mann, 2012: 135; Gates, 2014: 511). A esto cabe añadir elementos como el apoyo a las alianzas o la defensa de los valores estadounidenses como la democracia liberal (Biden, 2020a y 2021a). 

Prioridades estratégicas de la Administración Biden

Las grandes potencias: China y Rusia

China

La Guía Interina de Seguridad Nacional de la Administración Biden (2021) especificaba que la estructura de poder en el sistema internacional estaba cambiando, creando nuevas amenazas; concretamente China, que había sido una de las principales prioridades de la Administración Trump. El documento recoge que este país se estaba volviendo rápidamente más asertivo y se le identificaba como «el único competidor capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para plantear un desafío sostenible a un sistema internacional abierto y estable». Asimismo, en él se afirma que «tanto China como Rusia han invertido fuertemente en esfuerzos para comprobar la fortaleza estadounidense y prevenir que Estados Unidos defienda a sus aliados e intereses alrededor del mundo» (Casa Blanca, 2021a: 8). Este punto se confirmaría en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2022, cuando se plantea que «la República Popular China es el único competidor con la intención de reformar el orden internacional y, cada vez más, el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para hacerlo» (Casa Blanca, 2022a: 23) Lo mismo sucede con la nueva Estrategia Nacional de la Defensa, donde se recoge que «el Departamento actuará con urgencia para mantener y fortalecer la disuasión con la República Popular de China, como nuestro competidor estratégico más importante» (Departamento de Defensa, 2022: 1).

Así, el discurso y las acciones de la Administración Biden resaltan el desafío que plantea China para la posición estadounidense en el sistema internacional y, concretamente, en la región del Indopacífico. La primera reunión bilateral entre los representantes de ambas potencias se celebró en marzo de 2021 en Alaska, y fue encabezada por el secretario de Estado Blinken y el exconsejero de Estado y miembro del Comité Permanente del Politburó, Yang Yiechi. A pesar de que pudieron encontrarse algunos puntos esenciales de cooperación en asuntos como el cambio climático, el plan nuclear de Irán o el desafío de Corea del Norte, la reunión estuvo marcada esencialmente por las diferencias en temas clave de la región del Indopacífico, como los conflictos territoriales de China con sus vecinos, Taiwán o la política comercial o tecnológica (Blinken et al., 2021).

Los objetivos políticos de la Administración Biden, junto con algunos asuntos heredados de su predecesor y otros novedosos, ayudan a explicar la continuidad de esta postura enérgica estadounidense. En este sentido, cabe destacar algún tema polémico como el de la política económica y comercial, un ámbito clave entre los electores de estados que en 2016 habían dado la victoria a Trump y en 2020 al propio Biden, por lo que la insatisfacción doméstica al respecto era patente. En este campo, China sería uno de los principales competidores, tal y como destacó el presidente estadounidense en su primer discurso sobre el Estado de la Unión, al defender la necesidad de «nivelar el campo de juego» (Biden, 2022a). También cabe considerar elementos de naturaleza sistémica y de seguridad; entre ellos –como explicita la Guía Interina de Seguridad Nacional–, «la necesidad de conseguir una distribución de poder favorable para disuadir y prevenir a los adversarios de amenazar directamente a Estados Unidos y a sus aliados»; un elemento, en esencia, claramente fundamentado en el realismo político. Entre los aspectos novedosos cabe mencionar diversos elementos ideológicos de naturaleza liberal como el sostenimiento de un orden internacional basado en reglas y de las propias alianzas estadounidenses, así como la defensa de la democracia liberal en el mundo (Casa Blanca, 2021a: 9).

Estos objetivos también pueden observarse en la Estrategia sobre el Indopacífico de Estados Unidos, un documento que reconoce a la región como vital para los intereses estadounidenses y que defiende como un espacio «libre y abierto, conectado, seguro y resiliente». Si bien no hay demasiadas menciones expresas a China, los elementos de poder duro se combinan con los blandos en el documento. Aunque no se pronuncie con la misma claridad que la Guía Interina de Seguridad Nacional, su mera existencia denota la importancia del Indopacífico para la política exterior estadounidense. Además, el planteamiento relacionado con el fortalecimiento de diversas alianzas regionales como el Aukus (acrónimo con el que se designa el pacto establecido entre Australia, Reino Unido y Estados Unidos) o el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (conocido como el Quad) –el acuerdo de seguridad entre Estados Unidos, Japón, la India y Australia– no deja lugar a dudas para identificar la principal preocupación deEstados Unidos en la región: la República Popular China (Casa Blanca, 2022b: 7 y 15-16).  

Tras el estallido de la guerra de Ucrania, la Administración Biden mantuvo oficialmente la prioridad otorgada a China, a la que identificó como «el desafío más serio a largo plazo para el orden internacional basado en normas». Sin embargo, esta política no estaría exenta de contradicciones. El secretario de Estado Blinken (2022) anunció una estrategia fundamentada en la inversión en las fuentes de poder propias, el alineamiento con los aliados, así como la competición frente a China en ámbitos de discrepancia como los conflictos de los mares del este y sur de China o Taiwán; también en lo que respecta a sus prácticas comerciales, consideradas injustas. En la Cumbre de Madrid de la OTAN de junio de 2022 (2022: 5), China fue recogida por primera vez entre los desafíos de seguridad para la alianza dentro de su Concepto Estratégico.

Rusia

Al igual que sucedía con China, la Guía Interina de Seguridad Nacional estadounidense afirmaba sobre Rusia que «sigue determinada a incrementar su influencia global y jugar un rol disruptivo en la escena mundial» (Casa Blanca, 2021a: 8). A pesar de todo, la Administración estadounidense parecía pretender continuar inicialmente la senda marcada por el presidente Obama en lo que respecta a los acuerdos de desarme, teniendo en cuenta que el presidente Biden tiene una visión más tradicional que sus dos inmediatos antecesores y mucho más favorable a la OTAN y a la relación transatlántica. Las declaraciones de Biden sobre Putin fueron contradictorias en un inicio y, si bien en una referencia inicial le calificó de asesino, más tarde puntualizó que sería un adversario «digno, brillante y duro» (Heath, 2021). En su primera cumbre conjunta, en junio de 2021, el presidente Biden enfatizó en su discurso aquellos puntos donde las negociaciones entre ambas potencias podrían ser beneficiosas para sus respectivos intereses nacionales. Como ejemplos, cabrían la situación en Siria y Afganistán, el acuerdo nuclear con Irán, los acuerdos de desarme e incluso la aplicación de los acuerdos de Minsk. La focalización principal de la Administración estadounidense en China parecía haberla llevado a un posicionamiento más negociador con Rusia (Biden, 2021c).

Aunque, sin duda, toda relación positiva que pudiese haber habido en la relación con Rusia se hundió con la invasión de Ucrania, finalmente producida en febrero de 2022. Desde un inicio, la Administración Biden hizo públicas sus inquietudes con relación al desencadenamiento del conflicto, a la luz de la información de la que disponía, y estuvo en estrecho contacto con sus principales aliados del otro lado del Atlántico. En el proceso decisorio, a pesar de la baja relevancia estratégica de Ucrania para Estados Unidos, no se ha tenido constancia de que se produjeran grandes debates sobre la forma de actuar dentro de la Administración. Tampoco la ha habido sobre negociaciones diplomáticas serias relativas a fijar el propio estatus de Ucrania. A este respecto, y más por razones ideológicas que estratégicas, entre ellas la defensa del orden liberal internacional, el presidente marcó la línea de actuación con el único límite relativo al mantenimiento de un equilibrio que evitase el conflicto directo con Rusia (Harris et al., 2022). En este sentido, muy pronto pondría en marcha una política de aislamiento fundamentada en sanciones en el ámbito político, económico y social, seguida –con algunas limitaciones– por sus aliados europeos y a la que no se incorporaría ninguna de las principales potencias emergentes. Asimismo, ofrecería asesoramiento en materia de inteligencia, asistencia económica y entrega de armas ofensivas al Gobierno ucraniano a efectos de lograr un incremento de costes para el Gobierno ruso y mejorar la posición ucraniana en las negociaciones diplomáticas subsiguientes (Biden, 2022b).

Las acusaciones del presidente Biden calificando a Putin de criminal de guerra situarían la relación bilateral «al borde de la ruptura», según las autoridades rusas. El deterioro pudo confirmarse con su discurso de 26 de marzo de 2022 en Polonia, donde reafirmó su política de aplicar costes a Rusia e incluso llegó a plantear que el presidente ruso no podía seguir en el poder, situándose la guerra de Ucrania en el marco de una narrativa dicotómica de inspiración wilsoniana en el que se contraponen la democracia y la autocracia. En dicho discurso amenazó con reaccionar en caso de que se atacase suelo cubierto por la protección de la OTAN, reafirmando el carácter «sagrado» del artículo 5 de su tratado fundacional (ibídem, 2022c). De esta forma, la invasión rusa de Ucrania también se incorporaría a la Estrategia Nacional de la Defensa, en la que se recoge que Rusia plantea «graves amenazas», por lo que se debería fortalecer la disuasión, y se resalta la unidad y el papel de las alianzas como una fortaleza en la respuesta (Departamento de Defensa, 2022: 1-2). Además, tal y como era previsible, fue incorporada al Concepto Estratégico de la OTAN en la Cumbre de Madrid de junio de 2022 como «la amenaza más significativa y directa para la seguridad de los aliados y para la paz y la estabilidad en la zona euroatlántica» (OTAN, 2022: 4). 

Asuntos de seguridad global

Afganistán

Otro de los aspectos más controvertidos de la política exterior de la Administración Biden fue el del fin de la guerra de Afganistán. Un ejemplo central de lo que en el debate estadounidense venía a identificarse como «guerras interminables»; conflictos en los que la presencia estadounidense tendía a eternizarse sin demasiados resultados tangibles y con una creciente oposición por parte de la opinión pública. A pesar de que en 2001 la razón de la participación estadounidense estaba clara, tal y como había puesto de manifiesto el veterano diplomático Richard Haass, su continuidad la había convertido en una guerra de elección, a pesar de los esfuerzos de la Administración Obama por caracterizarla como un conflicto de necesidad (Haass, 2010: xxi). Además, la retirada era una cuestión prácticamente de consenso entre todos los candidatos demócratas en las elecciones presidenciales, en coherencia con la posición de Biden en su etapa como vicepresidente.

No debería haber sido, pues, ninguna sorpresa que el presidente Biden optase por la retirada de este conflicto –rechazando que la misión se hubiese convertido en un proceso de statebuilding– defendiendo su decisión en su discurso del 8 de julio de 2021. En dicho discurso, el presidente estadounidense afirmó que continuar indefinidamente un conflicto que requeriría seguir remitiendo soldados a una guerra civil afgana y en un momento donde la actividad terrorista también estaba presente en otros estados «no está en el interés estadounidense», resaltando que no pasaría el conflicto a un quinto presidente estadounidense. Se optó, por tanto, por una retirada que marcaba una clara continuidad con los deseos de su predecesor (Biden, 2021d).

Aunque la fecha de retirada fue fijada para el 31 de agosto, los talibanes aceleraron la ofensiva apoyándose en la desmoralización del Ejército afgano y el hundimiento de su Gobierno. Para el 15 de agosto, ya habían tomado la ciudad de Kabul, aunque las tropas estadounidenses continuaron en el aeropuerto coordinando y protegiendo la evacuación de los colaboradores afganos y del personal civil y militar estadounidense y de países aliados. Fue una retirada que, llegando a ser comparada con lo acontecido en Saigón en 1975, fue ampliamente criticada por su falta de planificación a pesar del mayoritario apoyo estadounidense a la decisión.

El plan nuclear iraní

Otro aspecto destacado de la agenda de Biden ha sido el restablecimiento por parte del grupo 5+1 (los cinco miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, más Alemania) del acuerdo nuclear con Irán tras la retirada del presidente Trump y la imposición de la política de 12 puntos que Irán debía implementar para la retirada de las sanciones. A pesar de la cercanía a un nuevo acuerdo, ciertos escollos –como la sospecha estadounidense de que Rusia pudiese burlar las sanciones impuestas por la Guerra de Ucrania gracias a este mecanismo, el ofrecimiento de garantías en caso de que Estados Unidos volviese a retirarse o el mantenimiento de la Guardia Revolucionaria Iraní en la lista estadounidense de grupos terroristas– han retrasado su confirmación. Se mantiene, además, la oposición de los principales aliados regionales de Estados Unidos, Israel y Arabia Saudí, así como de numerosos legisladores estadounidenses. En cualquier caso, la no inclusión en dicho acuerdo de las intervenciones iraníes en los conflictos regionales, ni de su programa de misiles balísticos, además de su mantenimiento como acuerdo político y no tratado según la legislación estadounidense, lo hacen enormemente vulnerable a una nueva retirada estadounidense (Pompeo, 2018; Filseth, 2022; Carlin, 2022).

El sistema de alianzas

Una de las principales preocupaciones de Biden ha sido revitalizar el sistema de alianzas estadounidense que, según su punto de vista, había sido puesto en riesgo por el presidente Trump. Estas alianzas se habrían fortalecido con relación a la competición con los principales rivales de Estados Unidos en Asia y Europa: China y Rusia.

En el caso de Asia, la Administración Biden otorgó una especial relevancia a la ya referida alianza Quad, que celebró una reunión en la propia Casa Blanca en septiembre de 2021. Por su parte, la también mencionada alianza Aukus generó una enorme controversia con la decisión del Gobierno australiano de cancelar el contrato para la provisión de submarinos por parte de Francia y que sería sustituido por un contrato con Estados Unidos y Reino Unido en el que se incorporaría tecnología nuclear. Esta decisión llevaría a la protesta de Francia, que llegó a convocar a consultas a su embajador y compararía la actitud de la Administración Biden con la de su predecesor, revitalizando su defensa de una «autonomía estratégica» europea frente a Estados Unidos y la OTAN (Muzergues, 2021).

En el ámbito europeo, sin embargo, la invasión rusa cambiaría notablemente la actitud estadounidense hacia los aliados europeos, lo que propició una relativa unidad que no se veía desde hacía años. Ello quedó demostrado con la política de sanciones a Rusia, con la notable excepción del ámbito energético por sus repercusiones en Europa. La transparencia ejercida a la hora de compartir información de inteligencia con sus aliados, así como el apoyo mostrado con el incremento de tropas estadounidenses y de la OTAN en el este europeo, revitalizarían el papel de esta organización y de la propia relación transatlántica. Por parte de la Unión Europea, y a pesar de la aprobación del documento conocido como Strategic Compass for Security and Defence, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, llegó a declarar que fortalecer a la OTAN era fortalecer la seguridad en Europa (Gómez, 2022). Asimismo, países europeos anteriormente reticentes, como Alemania y España, declararon la intención de cambiar el rumbo en lo que respecta a las inversiones en defensa (Peralta, 2022). La Cumbre de Madrid de junio de 2022 –marcada incluso por la solicitud de adhesión de Suecia y Finlandia– pareció respaldarlo. Así, a la luz de la tendencia marcada por la guerra de Ucrania y a pesar del triunfalismo prematuro de algunos líderes como el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell (2022), sobre una suerte de «nacimiento de la Europa geopolítica», no parece que esta tendencia vaya a revertirse en los próximos años.

Respecto al espacio de Oriente Medio, la reanudación de las negociaciones nucleares con Irán, así como el escándalo Khashoggi y la guerra en Yemen, llevaron a un cierto deterioro de la relación estadounidense con sus principales aliados regionales, especialmente con Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. Punto patente ante el rechazo de estos países a apoyar los esfuerzos estadounidenses por reducir el impacto de las sanciones a Rusia en el mercado energético global (Asseri, 2022), que forzarían la visita del presidente Biden a pesar de sus declaraciones anteriores enormemente críticas con el heredero saudí (Biden, 2022d). 

Desafíos transnacionales e ideológicos

Si bien los desafíos transnacionales han tenido una focalización considerablemente menor que en el caso de la competición entre grandes potencias o las cuestiones de seguridad internacional, cabe mencionar que algunos de ellos han tenido un lugar en la agenda de la Administración Biden. Un ejemplo es el de la lucha contra el cambio climático: uno de los aspectos de los que los principales candidatos demócratas hicieron bandera y que enlaza con los planteamientos de la Administración Obama, suponiendo una importante ruptura con la posición de su predecesor. Entre los puntos a destacar de la política climática de Biden es preciso mencionar una de sus primeras ordenes ejecutivas: la reincorporación al Acuerdo de París. A esto cabe añadir el planteamiento del objetivo de cero emisiones para 2050 y las inversiones a realizar en su programa Build Back Better (Casa Blanca, 2021b).

Este punto de ruptura respecto a la Administración precedente, sin embargo, no ha sido acompañado por otros ámbitos como el migratorio, pese a las decisiones iniciales, si bien se adoptó una política de desarrollo más ambiciosa orientada a los países de América Central. En esta área, la vicepresidenta Kamala Harris tendría un papel protagónico, aunque no necesariamente en favor de su popularidad (Departamento de Estado-USAID, 2022: 37-39). Asimismo, en el ámbito comercial, marcaron la postura de Biden el descontento con la política liberalizadora del comercio y la tradición proteccionista en el Partido Demócrata, especialmente en su ala izquierda. Los cambios se han traducido, principalmente, en una serie de gestos con los aliados más cercanos, como los países de la Unión Europea, con la suspensión por cinco años de los aranceles sobre el aluminio y el acero mientras proseguían las negociaciones (Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos, 2021). Lo mismo ha sucedido en la lucha contra el coronavirus, objetivo que había perdido ya importancia a mitad de su mandato por la bajada de contagios y la extensión de la vacuna, pero que ha seguido teniendo una cierta relevancia en la política de cooperación para el desarrollo de la potencia norteamericana (Departamento de Estado-USAID, 2022: 7-9).

Finalmente, en el ámbito de la democracia liberal, cuyo fortalecimiento a nivel interno y externo fue uno de los puntales del presidente Biden desde la campaña electoral, dio lugar a una controvertida Cumbre por la Democracia celebrada los días 9 y 10 de diciembre de 2021, donde se excluía a países como Hungría o Turquía mientras se invitaba a otros como Polonia o Ucrania (Chowdhury, 2021). Más allá del toque retórico de una iniciativa que recuerda a un sistema internacional muy diferente del actual, como fue el de los años noventa del siglo pasado, y a iniciativas parecidas como la Comunidad de Democracias de la exsecretaria de Estado, Madeleine Albright, este discurso se revitalizó a raíz de la guerra de Ucrania (Biden, 2022b). 

Conclusiones

Una vez analizados los aspectos generales de la política exterior de la Administración, corresponde responder a las preguntas recogidas en la parte introductoria.

En primer lugar, en lo que respecta a los cambios y continuidades cabe resaltar una primera e importante paradoja. A pesar de que muchos analistas y el propio presidente Biden se esforzaron en mostrar las importantes rupturas y cambios entre su Administración y la de su predecesor, hasta el punto de elaborar una Guía Interina de Seguridad Nacional, algo insólito en la política exterior estadounidense, la realidad es que las continuidades han sido muchas y se han focalizado en las cuestiones especialmente relevantes. Entre ellas, cabe destacar tanto la política exterior dirigida a las grandes potencias como China o Rusia como la relativa a las guerras interminables. En ambos casos, la Administración del presidente Biden ha profundizado en las líneas de su predecesor y en sus motivaciones.

A este respecto, los cambios serían realmente de matiz, como sucede con el enfoque multilateral que la Administración estadounidense ha querido dar a la competición con China y el apoyo en sus aliados. Sin embargo, ni siquiera el ámbito de las alianzas ha estado exento de controversia o comparaciones con su antecesor. A modo de ejemplo, cabe resaltar las quejas francesas y europeas por la cancelación del acuerdo francés con Australia para la provisión de submarinos, o la actuación unilateral estadounidense en la retirada de Afganistán. Por supuesto, también existen importantes cambios en algunas áreas: la lucha contra el cambio climático, la negociación del acuerdo nuclear iraní con el consiguiente enfriamiento de la relación con sus principales aliados regionales o un enfoque retórico más centrado en el fortalecimiento de la democracia. Sin embargo, no ayudan a superar la relevancia de las continuidades, señaladas incluso por miembros del establishment de la política exterior estadounidense con pesar y cierto toque nostálgico por el pasado perdido (Haass, 2021).

En lo que respecta al proceso decisorio, cabe mencionar dos aspectos fundamentales. El primero, es la relevancia de la figura del presidente Biden en el proceso decisorio, condicionando las decisiones a adoptar de manera determinante. Como se señaló antes, Biden es un dirigente pragmático con una visión tradicional de la política exterior estadounidense que, en los años recientes, combina posiciones liberales con algunas preferencias realistas. El presidente acabará, así, decantando la decisión a tomar según su parecer, ocasionalmente contra las preferencias mayoritarias de los diferentes miembros de su Administración y, en muchas otras –como el caso de Ucrania ejemplifica–, sin excesivo debate. Esto último respalda las acusaciones de groupthink que han recaído sobre esta Administración, a la luz de la relativa homogeneidad de ideas y procedencias de sus integrantes.

En segundo lugar, ciertamente, se encuentran las constricciones impuestas por la política doméstica en el margen de maniobra de una Administración que, en otro contexto, podría haber actuado de una manera más desinhibida; un punto especialmente visible en asuntos como la disfuncionalidad y polarización que afecta al sistema político estadounidense, las guerras interminables o la política comercial. La dilatada experiencia política de Biden, con el consiguiente cálculo político motivado por los costes que estos factores suponen, condiciona al presidente a actuar de una manera más prudente.

En lo que respecta a los aspectos doctrinales e ideológicos, no parece que Biden vaya a cambiar el curso de sus dos inmediatos predecesores y formular algún tipo de doctrina de política exterior o de estrategia mínimamente coherente. A raíz de los asuntos prioritarios, a nivel ideológico puede observarse una mezcolanza de elementos realistas –China, fin de las guerras interminables– y liberales –democracia, multilateralismo–. Durante los dos primeros años de la Administración, los realistas han pesado generalmente más que los liberales. Con todo, en el marco de una competición cada vez más descarnada frente a China y Rusia, los argumentos liberales relativos al desafío que ambas potencias suponen para un «orden internacional basado en normas» o la contraposición entre democracias y autocracias han ido ganando peso, cuanto menos como instrumento legitimador. Su presencia no es ninguna novedad. Algunos elementos ya habían sido recogidos en el discurso del secretario de Estado Pompeo sobre China de 2020. Sin embargo, las convicciones liberales de gran parte de los miembros de la Administración Biden plantean ciertas incógnitas sobre la importancia que podrían tener de cara a futuro.

De entre las prioridades estratégicas principales de esta Administración, China y la focalización en la región del Indopacífico sería la más evidente, a raíz del discurso estadounidense y de lo recogido en sus principales documentos estratégicos. Sin embargo, el desencadenamiento de la guerra de Ucrania lleva a plantearnos varias preguntas y una segunda paradoja. Pese a la citada relevancia de China como prioridad número uno, desde el estallido de la guerra, el grueso de la atención, los recursos y el interés de la Administración se han focalizado en Rusia. La invasión rusa y la política occidental orientada a su aislamiento han llevado a una importante ruptura con un actor clave en los equilibrios de poder globales cuyas consecuencias solo estamos comenzando a ver. De hecho, el secretario de Defensa Lloyd Austin situó entre los objetivos de Estados Unidos el debilitamiento de Rusia para evitar acciones similares. Una estrategia arriesgada que podría conducir a la escalada del conflicto o a una confrontación directa entre ambas potencias.

Dada la preocupación de que sus dos principales rivales pudieran unirse y pese a las declaraciones previas, China quedó convertida de repente en un socio fiable con el que hacer negocios más allá de asuntos como el cambio climático; por eso, se difundió por parte de la Administración y los medios una imagen de China como potencia defensora de la soberanía y preocupada por su crecimiento económico a pesar de las acusaciones  previas de asertividad y revisionismo en la región del Indopacífico. Acusaciones reforzadas por las maniobras militares chinas «sin precedentes» producidas después de la visita de la presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, Nancy Pelosi, a Taiwán.

Por otro lado, a pesar del punto positivo del estrechamiento de lazos con sus principales aliados europeos y, en menor medida, asiáticos, la focalización estadounidense en un escenario de relevancia estratégica menor –tal y como definió a Ucrania el presidente Obama en 2016– amenaza los objetivos estratégicos estadounidenses a largo plazo y facilita los objetivos de China. En este sentido, Estados Unidos habría perdido toda posibilidad a corto y medio plazo de separar a Rusia y China, incentivando la cooperación entre ellas y con otros actores considerados marginales hasta ahora como son Irán o Corea del Norte, y expuesto la posición pasiva, cuando no crítica, de las potencias emergentes con el «orden liberal internacional». Además, ello profundiza en la tendencia hacia un sistema internacional de bloques más inestable y marcado por una competición cada vez más descarnada entre grandes potencias, a la desglobalización y el desacoplamiento que han protagonizado algunos de los principales debates en política internacional de los últimos años.

Los elementos ideológicos liberales también plantean problemas añadidos al introducir la posibilidad de una competición condicionada por elementos rígidos y esencialistas, como pueden ser la confrontación entre democracia y autocracia. En el mejor de los casos, este posicionamiento haría que la Administración estadounidense incurriese en cierta hipocresía, como ha sucedido con la visita del presidente Biden a Arabia Saudí, dada la necesidad de tratar con líderes de estados autocráticos. En el peor, se dificultaría cualquier tipo de entendimiento con potencias autocráticas como China o Rusia frente al pragmatismo y la flexibilidad que podría aportar un enfoque realista. Un punto parcialmente reconocido en la propia Estrategia de Seguridad Nacional de 2022, al distinguir entre las autocracias con política exterior revisionista como China y Rusia, que supondrían una amenaza, y aquellas que supuestamente apoyan el orden internacional basado en normas (Casa Blanca, 2022a: 8).

La situación doméstica estadounidense, además, marcada por la polarización, la disfuncionalidad y las crecientes divisiones no facilitará las cosas y se mantiene la incógnita de cómo responderá la Administración Biden en caso de que la población estadounidense se vea afectada por la política de sanciones. Un 62% de la población piensa que la invasión no se habría producido de haber estado Trump en el poder, según una encuesta de la Universidad de Harvard. De hecho, ante la creciente impopularidad de Biden, un retorno en 2024 del expresidente estadounidense u otro dirigente con posiciones ideológicas similares como Ron DeSantis, no puede ser en absoluto descartado. Además, las posiciones jacksonianas siguen siendo fuertes dentro del Partido Republicano al igual que sucede con el sector progresista dentro del Partido Demócrata.

En definitiva, a pesar de la autoproclamada experiencia de su equipo de política exterior y de seguridad nacional, el presidente Biden afronta retos descomunales a nivel doméstico y sistémico, los cuales no se veían desde el final de la Guerra Fría. El éxito de su gestión condicionará el papel de Estados Unidos en las próximas décadas en un mundo cada vez más competitivo e inestable. 

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Notas:

1-  Aunque existe un debate todavía vigente y no superado entre los defensores de que el realismo neoclásico sea considerado una mera teoría realista dentro de la subdisciplina del APE o una corriente teórica diferenciada, con aparentes cambios de posición incluidos en sus principales autores, no parecen existir incompatibilidades metodológicas serias entre ambas para poder enfocarlas de una manera conjunta, e incluso los críticos con la identificación de ambas corrientes encuentran ámbitos de coincidencia (Ripsman et al., 2009: 4; Ripsman et al., 2016:1-32 y 171-173; Hudson, 2014: 4 y 205-207; Tovar, 2018: 231-234).

2-  Denominado también como «la comunidad de política exterior» o, despectivamente, como el Blob. Sería, esencialmente, el conjunto de organizaciones gubernamentales, así como grupos e individuos relacionados con la política exterior como parte de sus actividades habituales, que trataba de permear la opinión pública al respecto o influir en la acción de gobierno; aspecto que incluiría una cierta pluralidad de ámbitos que irían desde el propio gobierno hasta las actividades de lobby, think tanks o la academia (Walt, 2018: 95-96).

3-  Si bien liberalismo y realismo juegan un papel importante como teorías que tratan de explicar la realidad internacional, en este caso, y dada su popularidad entre las élites de la política exterior estadounidense, nos referiremos a dichas posiciones ideológicas como ideologías o «conjunto de ideas más o menos coherente que sirve de base para la acción política organizada» (Heywood, 2007: 11).

Palabras clave: Estados Unidos, Administración Biden, política exterior, China, Rusia, doctrina, Afganistán 

Cómo citar este artículo: Tovar Ruiz, Juan. «La paradoja de la política exterior de Joe Biden». Revista CIDOB d’Afers Internacionals, n.º 132 (diciembre de 2022), p. 195-219. DOI: doi.org/10.24241/rcai.2022.132.3.195

Revista CIDOB d’Afers Internacionals, nº 132, p.195-219
Cuatrimestral (octubre-diciembre 2022)
ISSN:1133-6595 | E-ISSN:2013-035X
DOI: https://doi.org/10.24241/rcai.2022.132.3.195

Fecha de recepción: 26.04.22  ; Fecha de aceptación: 15.09.22