La nueva agenda para el Mediterráneo de la Unión Europea

Anuario Internacional CIDOB 2021
Data de publicació: 07/2021
Autor:
Eduard Soler i Lecha, investigador sénior, CIDOB y Daniela Huber, responsable del programa para el Mediterráneo y Oriente Medio del Istituto Affari Internazionali (Roma)
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El 25 aniversario del Proceso de Barcelona quedó eclipsado por la pandemia, que impidió llevar a cabo los grandes eventos presenciales que debían dar un nuevo impulso político al marco de cooperación entre los países europeos y los del sur y del este del Mediterráneo. Sin embargo, la pandemia sirvió de pretexto para que la Unión Europea volviera a revisar sus prioridades e instrumentos.

¿Cuál fue el resultado de esta revisión? En noviembre de 2020 se reiteró el papel central de la Unión por el Mediterráneo como espacio para esta cooperación y, en febrero de 2021, la Comisión Europea y el alto representante publicaron una Comunicación conjunta que sentaba las bases de una nueva agenda de cooperación con los países del sur. El documento reflejó el impacto de la COVID-19. Más allá de incorporar la salud en la agenda euro-mediterránea –tema que había tenido una presencia testimonial hasta entonces– el foco se puso en la necesidad de la recuperación económica. Por eso, dicha nueva agenda se acompañó de un plan económico y de inversión que identificó una serie de iniciativas prioritarias en las que la UE intentará movilizar recursos propios y de otros actores. Entre estas iniciativas destacan la digitalización, la sostenibilidad o la conectividad, que la UE ha ido identificando como asuntos clave para su propia transformación. En otras palabras, las instituciones europeas están haciendo un esfuerzo para alinear su agenda de cooperación en el Mediterráneo con sus grandes transiciones verde y digital. No solo porque considera que éstas son estratégicas, sino porque de este modo debería serle más fácil movilizar los recursos que necesita la cooperación en el Mediterráneo para tomar un nuevo impulso.

Estas ideas van en la buena dirección y, por lo tanto, es una buena noticia que se debata sobre cómo vigorizar de nuevo las relaciones euromediterráneas y que se haga con una lógica constructiva y propositiva. Esto supone un gran avance respecto a la anterior revisión, de 2015, que fue un ejercicio de naturaleza más reactiva –incluso podría decirse que defensiva, y que priorizó la estabilización y relajó la presión sobre los socios para que iniciaran reformas.

Hasta aquí la parte positiva del balance. El principal problema de la nueva agenda mediterránea de las instituciones europeas no es lo que se lee en los textos oficiales, sino más bien lo que se omite, bien por miedo a soliviantar a sus socios, bien por temor a comprometerse con cambios que no puedan realizarse con éxito. Sin embargo, hay algunos temas sobre los que no es posible pasar de puntillas. Nos referimos, muy especialmente, a las causas profundas del malestar ciudadano entre diversos sectores sociales de nuestros vecinos del norte de África y de Oriente Medio. Este malestar es muy visible, y su impacto potencial para la UE y los marcos de cooperación euromediterránea es significativo.

En primer lugar, las causas del malestar político son hoy tan o más visibles que en el contexto de las primaveras árabes iniciadas en 2011. En la última década, buena parte de las esperanzas de cambio se han visto frustradas, pero la energía transformadora de una parte de la población sigue viva. De hecho, antes de la irrupción de la pandemia, los países árabes estaban experimentando una segunda ola revolucionaria, con el Hirak en Argelia, la revolución sudanesa y la rabia contra el clientelismo confesional en Irak y Líbano. Todo esto reforzaba la idea de que lo que se inició en 2011 no fue un shock coyuntural sino el inicio de un período de convulsión de largo recorrido, del cual solo hemos visto los primeros episodios. La pandemia confinó y silenció estas protestas, pero es muy probable que resurjan con fuerza a medida que sea más difícil utilizar la carta sanitaria para contener este malestar.

En segundo lugar, estas protestas, las de 2011 y las que se iniciaron en 2019, no obedecen solo a un malestar político, sino muy especialmente al empeoramiento de las condiciones materiales de vida de la mayoría de la población de la orilla sur del Mediterráneo. Hay colectivos especialmente vulnerables: los jóvenes que no encuentran un empleo de calidad que les permita emanciparse, las mujeres que sufren distintos niveles de discriminación, o los habitantes de zonas rurales, en las que las oportunidades son todavía menores que en contextos urbanos. La COVID-19 comporta un desafío añadido para unos países que, en su inmensa mayoría, partían ya de condiciones desfavorables. Aquellos que dependían en mayor medida del turismo son los más afectados, pero no son los únicos. Es cierto –y es positivo– que en los documentos de las instituciones europeas se identifiquen el desempleo, la formación o la creación de condiciones favorables para la atracción de inversión y la expendeduría. Pero en este punto la UE debe hacer un esfuerzo adicional para plantear en qué y con quién quiere invertir. La idea de promover una recuperación verde y que ésta sea compartida con los países vecinos es sugerente, siempre que dentro de este “color verde” se introduzcan criterios de inclusividad y equidad.

En tercer lugar, la brecha emocional entre el norte y el sur del Mediterráneo ha ido acrecentándose en las últimas décadas. Las sociedades europeas, al calor del auge del populismo de derechas, han visto cada vez más a sus vecinos del sur como un contenedor de riesgos y amenazas, sensación que se ha acrecentado a causa de la emergencia sanitaria de la COVID-19, con discursos a favor de la implantación de fronteras sanitarias.

En cuarto y último lugar, los conflictos aún presentes en la zona representan una amenaza latente, no solo para la estabilidad y el progreso de la zona, sino para la necesaria revitalización de la cooperación regional.

En este ejercicio de evidenciar la otra agenda mediterránea, aquella que no se ha querido o podido afrontar todavía, la investigación desde el campo de las ciencias sociales tiene mucho que aportar. CIDOB y el IAI han liderado y contribuido a distintos proyectos colaborativos con otros socios europeos y de la región. En este esfuerzo de investigación extraemos algunas conclusiones que merecen ser escuchadas: en primer lugar, es un error ver la falta de cambio como estabilidad; de hecho, la ausencia de cambio, o incluso de la posibilidad de cambio, puede provocar un colapso de la gobernanza e intensificar conflictos dentro de las sociedades que rápidamente pueden internacionalizarse. En segundo lugar, es necesario escuchar con más atención las demandas y preocupaciones de las sociedades del sur del Mediterráneo, particularmente en cuestiones como la inequidad, la injusticia social, las deficiencias de los servicios públicos, la corrupción y la impunidad, temas que a menudo no figuran entre las prioridades de la UE. Y, por último, la UE puede haber perdido peso relativo en los países vecinos, pero está lejos de ser un actor irrelevante. Todo lo que la UE diga o haga tiene un impacto en países que no solo están geográficamente cerca, sino con los que también está vinculada a través de la historia, el comercio y las relaciones interpersonales.