Haití: entre terremotos naturales y no tanto
Mariana Foglia
Coordinadora del Programa América Latina del Centro Argentino de Estudios Internacionales (CAEI), y miembro de la Cámara de Especialistas en Ciencia Política y Relaciones Internacionales (CeCPRI) de Rafaela (Argentina).
Barcelona, 11 de febrero de 2010 / Opinión CIDOB, n.º 60
Dicen que algunos países están “condenados al éxito” y, por corolario, otros al fracaso, como si una especie de “mala suerte” o fatalismo crónico explicara el caso haitiano: pobreza extrema, corrupción constante, inestabilidad política, drama social y, por si fuera poco, catástrofes naturales devastadoras. Introducirse en el pasado y presente de Haití es recorrer una crónica de desdichas, al punto que el país caribeño vive actualmente un triple terremoto: el previo, el terremoto social cotidiano de un país sumido en la pobreza y en una carencia de institucionalidad política que le convierte en paradigma de “estado fallido”; el terremoto natural que no dio tregua al país caribeño situado en un área geográfica propensa a sufrir los embates de la naturaleza y, por último, el terremoto humanitario al que estamos asistiendo ante la falta de coordinación y eficiencia de la ayuda internacional.
El pueblo haitiano supo ser una de las colonias más prósperas del “nuevo mundo”, siendo el segundo país del continente americano detrás de EEUU en declarar su independencia y el primero en realizar una exitosa revolución antiesclavista que condujo a la formación de la primera república negra en el mundo. Sin embargo, 200 años después, este pequeño país de 9 millones de habitantes lejos ha estado de ocupar los primeros lugares en los rankings internacionales. Según el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, Haití es el país más pobre de América con un ingreso promedio anual de 560 dólares por persona, ubicándose en el puesto 146 de 177 países en todo el mundo. El 80% de la población sobrevive por debajo de la línea de pobreza y es también uno de los países con peor distribución del ingreso en todo el mundo. El 80% de la población está desempleada y el salario promedio no supera los 50 dólares mensuales. Si a esto le sumamos que sólo el 52,9% de la población está alfabetizada, el 75% de las casas no tienen saneamiento y tan sólo el 40% de la población tiene acceso a agua potable, no cabe duda de que las condiciones de vida en el país caribeño reflejan un retrato del horror cotidiano. Como telón de fondo, Haití depende especialmente de las remesas (representan el 40% de su PIB) y de la asistencia financiera exterior, la cual constituye más del 50% del presupuesto nacional y proviene especialmente de EEUU, la Unión Europea y el Banco Mundial.
Al drama social se suma otro flagelo que recorre la historia de Haití: la instaurada corrupción y la endeblez institucional. Según el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de Transparency International (TI), Haití lidera año tras año el lamentable puesto de país más corrupto del continente y uno de los mayores del mundo. Tras décadas de dictadura, intervencionismo extranjero y embargos económicos internacionales -que pretendían castigar a la clase gobernante pero sólo consiguieron empeorar la situación social- Haití sigue siendo un hervidero político. Recién en 1999 el pueblo haitiano pudo elegir a su primer presidente mediante elecciones libres, Jean-Bertrand Aristide, quien fuera derrocado un año después, abriendo otro ciclo de debilidad institucional que condujo al envío de una fuerza de estabilización por parte de Naciones Unidas en 2004. Esta misión internacional pretendía restaurar el orden en el país caribeño, si es que alguna vez existió tal condición. Desde mayo de 2006 Haití está gobernado por el presidente René Préval, quien pocos avances ha podido introducir ante los desafíos multidimensionales que afronta el país.
Ante este desolador escenario, y como si fuera posible un panorama peor, el terremoto más intenso sufrido en 240 años sacude la capital de Haití, enmudeciéndonos como espectadores ante tamañas imágenes de desesperación y muerte. El caos lo invade todo, los muertos se apilan, el hambre aumenta, la atención médica escasea, y nada queda ya de la pobre administración pública haitiana.
¿Mala suerte?, ¿fatalismo crónico?, ¿injusticia divina? Parte del enigma tiene una respuesta incuestionable: zonas geográficas como el Caribe son zonas proclives a catástrofes naturales y Haití es uno de los países más propensos a sufrir este tipo de desastres por su ubicación en zonas tropicales. El movimiento de las placas tectónicas no ha tenido piedad con el país y de hecho desde hace varios años los desastres naturales ya han dejado miles de muertos y personas sin hogar en el mundo, los llamados “desplazados ambientales”. Sin embargo, otras culpas no son tan fáciles de echar. La pobreza, la falta de infraestructura, la ausencia de gobernabilidad y debilidad institucional, no son fenómenos naturales sino fruto de una mala administración política que desde hace décadas compromete al desarrollo haitiano. El terremoto artificial que vive el pueblo haitiano desde hace décadas enmarca al terremoto natural que conmueve al mundo. El desastre no era evitable, pero conviene subrayar que la mayoría de las estructuras colapsaron por lo viejas que son, y por haber permanecido sin mantenimiento prácticamente desde la época de su construcción, tal como el propio primer ministro reconoció.
En medio de la tragedia, el tercer sismo: el terremoto humanitario que asola a los sobrevivientes ante la falta de coordinación en la distribución de la ayuda internacional. Mientras Francia y Estados Unidos se pelean por el protagonismo, crece la desesperación e impaciencia de las víctimas al ritmo de los saqueos y la aplicación de justicia por mano propia, como el reciente linchamiento público a un saqueador en las calles de Puerto Príncipe. Como antes del devastador terremoto, todo está por construirse en Haití. La ayuda internacional, especialmente la de Naciones Unidas, deberá redoblar esfuerzos para ayudar a los haitianos a autogobernarse, encarando un proceso de estabilización política con eje en la construcción del Estado, el fortalecimiento de la democracia y un desarrollo económico y social sustentable.
No se pueden evitar fenómenos naturales de esta magnitud pero sí se pueden anticipar sus riesgos y administrar sus consecuencias. El pueblo haitiano merece, con creces, un mejor gobierno nacional y una mayor responsabilidad de la comunidad internacional para detener su cronología de fatalidades.
Mariana Foglia
Coordinadora del Programa América Latina del Centro Argentino de Estudios Internacionales (CAEI), y miembro de la Cámara de Especialistas en Ciencia Política y Relaciones Internacionales (CeCPRI) de Rafaela (Argentina).