Eurasia emergente y evanescente: identidades y rivalidades geopolíticas en Asia Central

Nota Internacional CIDOB 154
Data de publicació: 07/2016
Autor:
Nicolás de Pedro, investigador principal, CIDOB
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La idea de Eurasia resurge con fuerza. El proyecto para una nueva Ruta de la Seda impulsado por China ha revitalizado los debates y las expectativas en torno a la posibilidad de articular una macrorregión de Lisboa a Shanghái. Un asunto del que se lleva hablando más de una década en el Asia Central ex soviética, particularmente en Kazajstán, principal aspirante a consolidar para sí un papel como puente en la conexión terrestre de China con la Unión Europa. A diferencia de iniciativas previas parcialmente coincidentes, el plan chino viene respaldado tanto por la capacidad financiera como por la firme voluntad política de Beijing. Dos elementos que, sin duda, justifican el interés generado y multiplican las opciones para que el plan tenga un impacto real y decisivo.

Los esfuerzos del Gobierno chino por promocionar este proyecto -conocido popularmente como “Una Franja, Una Ruta” (One Belt, One Road, OBOR en sus siglas en inglés)- están propiciando un creciente consenso sobre el éxito de la iniciativa. La publicación sistemática de mapas, plagados de puertos renovados, nuevas líneas férreas y carreteras atravesando Eurasia, fortalece esta impresión . Sin embargo, el éxito no está ni mucho menos garantizado. Ni siquiera las ingentes reservas financieras de China (4 billones de dólares) parecen suficientes para su plena realización. El plan requiere, pues, la participación activa de muchos otros actores y su compromiso a medio y largo plazo.

Las autoridades chinas presentan esta nueva ruta de la seda como un proyecto de naturaleza comercial, ideológicamente neutro y libre de dimensión geopolítica. Pero aun sin ponerlo en cuestión, cabe mencionar que entraña una profunda transformación potencial del panorama estratégico eurasiático, significativamente para un Asia Central redefinida y destacada en el esquema de la nueva ruta de la seda. Además, la confluencia y/o solapamiento en la región con otros proyectos impulsados por otros actores permite abordar sus interacciones y ofrece un marco de análisis propicio para evaluar la dimensión geopolítica y conceptual de estos proyectos. En primer lugar, de la Unión Eurasiática liderada por Rusia, pero también de planes de cooperación regional promovidos por EEUU, la Unión Europea o India, a quien el fin del aislamiento internacional de Irán abre nuevos horizontes en la región.

A pesar de este panorama complejo y dinámico, la mayor parte de los análisis tienden a abordar separadamente cada uno de los proyectos y a considerar escasamente sus interacciones. Es decir, se estudia cada iniciativa, particularmente la nueva ruta de la seda impulsada por China, exclusivamente en su propia lógica, disociada de otras dinámicas y asumiendo algunas premisas –voluntad y capacidad de los países de tránsito por una progresiva integración, interés económico a largo plazo, convergencia estratégica entre China y Rusia– que merecen mayor atención. De igual forma, suelen ignorar los aspectos conceptuales e identitarios, que son, sin embargo, de igual relevancia que todo lo referido al desarrollo de las infraestructuras y la conectividad regional.

 

¿De qué hablamos cuando hablamos de Eurasia y del espacio eurasiático?

Eurasia es un término de utilización cada vez más frecuente, pero su significado resulta impreciso y variable según cuándo y quién lo emplee. En Europa Occidental, se suele utilizar para referirse de forma neutra –es decir, sin connotaciones geopolíticas– a la gran masa continental que separa aquello que identificamos claramente como parte o de Europa o de Asia, excluyendo a India y a Oriente Medio. Así, Eurasia abarcaría una región desde Turquía hasta Xinjiang (China) pasando por el Cáucaso, Siberia y Asia Central. Pero en ocasiones se emplea como adjetivo (euro-asiático) con un sentido completamente distinto para hacer referencia a los procesos de cooperación interregional entre la UE y Asia-Pacífico (sea el foro ASEM o el diálogo UE-ASEAN), lo que, sin duda, añade confusión.

En el contexto postsoviético, y particularmente en Asia Central, la idea de Eurasia es cualquier cosa menos neutra y remite, sobre todo, a la posición hegemónica de Rusia, tanto desde el punto de vista geopolítico como cultural e ideológico. El término fue acuñado a finales del siglo XIX, conceptualizando Eurasia como un tercer continente claramente diferenciado de Europa y Asia, aunque de límites imprecisos. La idea de Moscú como tercera Roma es una de las múltiples derivadas de estos debates y la articulación del eurasianismo como doctrina política de tintes mesiánicos una consecuencia, probablemente, inevitable.

El pensamiento neo-eurasianista actual es de ideología tradicionalista, ultranacionalista y fascistizante, y su figura más visible es el conocido intelectual Aleksandr Dugin. En el contexto presente, si bien resulta debatible el grado de aceptación real de esta ideología por parte del Kremlin, el eurasianismo es, fundamentalmente, un vehículo para legitimar las aspiraciones hegemónicas de Rusia en el espacio postsoviético y, complementariamente, para atraer el apoyo de grupos nacional-revolucionarios (de izquierda y derecha) en Occidente.

De igual forma, en Kazajstán existe también un eurasianismo propiamente kazajo, pero inspirado, fundamentalmente, en la obra del pensador ruso (soviético) Lev N. Gumilev y su heterodoxa y controvertida teoría de la etnogénesis eurasiática. Con Gumilev se alcanza el apogeo intelectual de la vocación centroasiática rusa por asumir el legado de la estepa y de las civilizaciones nómadas budistas y tengrianistas asimiladas. Esta corriente ha sido impulsada oficialmente en Kazajstán por el presidente Nazarbáyev desde la independencia en 1991, pero ha ido evolucionando paulatinamente hasta convertirse en una variante poética y telúrica del etnonacionalismo kazajo, escasamente compatible con la versión rusa.

La idea de Eurasia también ha calado en el mundo anglosajón, aunque a diferencia de lo que sucede en Rusia y Kazajstán, desde una perspectiva exclusivamente geopolítica y despojada de aspectos culturales y metafísicos. La teoría del heartland y la relevancia del pivote continental –identificado como el territorio de la Rusia asiática desde el Ártico hasta Asia Central– para la supremacía global aparecen perfiladas por primera vez en 1904 en el mítico artículo “The Geographical Pivot of History” de Halford J. Mackinder. Años después lo sintetizaría en su famoso aserto: “Who rules East Europe commands the Heartland/ Who rules the Heartland commands the World-Island /Who rules the World-Island commands the World”. Mackinder ha ejercido una poderosa influencia en pensadores y estrategas diversos. En tiempos recientes, resulta obligado citar al influyente Zbigniew Brzezinski –quien popularizó la fórmula de los Balcanes eurasiáticos para referirse a Asia Central– o al superventas Robert D. Kaplan como autores destacados en difundir de nuevo el concepto de Eurasia.

También conviene referirse al término Gran Asia Central propuesto por el respetado académico S. Frederick Starr en un artículo publicado en 2005 en la revista Foreign Affairs. En él, se propone la conceptualización de una región más amplia que vincule Asia Central y Meridional y la promoción de las infraestructuras y el comercio como vía de estabilización y prosperidad, con Afganistán como hub regional destacado. Siguiendo la lógica de esta propuesta, el Departamento de Estado de EEUU fusionó en 2006 dos unidades para crear el Buró de Asia Meridional y Central. Dada la prevalencia de lógicas de suma cero en las percepciones de los actores regionales (la narrativa del nuevo Gran Juego), esta propuesta y reordenación del organigrama institucional fue recibida con suspicacia por los demás actores al entenderse que “arrastrar” la región hacia el sur implica “alejarla” del norte (Rusia) y el este (China). La polémica fue lo suficientemente intensa como para que tres años después, en 2008, el propio Starr publicara un informe significativamente titulado En defensa de la Gran Asia Central.

China, por su parte, no ha producido a lo largo del tiempo un pensamiento específico sobre la cuestión de Eurasia como tal. Lo que no es óbice para que, como vemos, pueda jugar un papel central en la redefinición conceptual y geopolítica del Asia Central y el espacio eurasiático actuales. De hecho, nada ha cambiado tanto ni evolucionado tan deprisa en estos 25 años desde la desaparición de la Unión Soviética como la relación de las repúblicas centroasiáticas con China.

 

Algunas ideas sobre las iniciativas de cooperación e integración regional en Asia Central

La idea de la cooperación y eventual integración ha estado muy presente en los debates centroasiáticos desde las independencias nacionales. Si bien con resultados muy escasos. La falta de cooperación efectiva se mantiene como uno de los principales déficits para abordar los grandes desafíos regionales (degradación medioambiental, migraciones, narcotráfico, terrorismo, etc.), para aprovechar oportunidades comerciales y superar el aislamiento y alejamiento de los mares abiertos. Desde un punto de vista económico y racional, los incentivos para esta cooperación deberían pesar más que los obstáculos. Pero las repúblicas centroasiáticas no suelen cooperar si no es bajo el liderazgo de una gran potencia. Las razones que explican esta falta de cooperación tienen que ver con la naturaleza de sus sistemas políticos, caracterizados por los mecanismos informales de gobernanza y la corrupción; también con aspectos geopolíticos -desconfianza mutua, enfoques de suma cero en la gestión de recursos hídricos compartidos-; e ideológicos -procesos de construcción nacional en marcha, etnonacionalismo y fricciones fronterizas y territoriales determinadas por estas premisas conceptuales-.

Sin embargo, en una más de las paradojas postsoviéticas, las repúblicas centroasiáticas forman parte de numerosos foros e iniciativas destinadas a fomentar esta cooperación regional o subregional (si el marco de actuación de la iniciativa excede el espacio centroasiático). Entre otras se puede citar la Comunidad de Estados Independientes (CEI); la desaparecida Organización de Cooperación Centroasiática (CACO en sus siglas en inglés); la en teoría aún existente Comunidad Económica Eurasiática (EurAsEC); la actual Unión Económica Eurasiática (EAEU); la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS); la Conferencia para la Interacción y las Medidas de Creación de Confianza en Asia (CICA); el Consejo de Cooperación de los Países de Lengua Túrquica (Consejo Túrquico); el Programa Especial para las Economías de Asia Central (SPECA impulsado por Naciones Unidas); la Organización de Cooperación Económica (ECO); el Programa de Cooperación Regional Económica en Asia Central (CAREC, promovido por el Banco Asiático de Desarrollo); el Corredor de Transporte Europa Cáucaso Asia (TRACECA, respaldado por la Unión Europea). Una auténtica ensalada de siglas que ha producido docenas de encuentros, declaraciones y memorandos de entendimiento, pero magros resultados concretos hasta la fecha. Cabe destacar que los objetivos del CAREC y el TRACECA son claramente coincidentes con los del proyecto OBOR, aunque aún está por ver si se generan sinergias en Asia Central. Si nos atuviéramos a los precedentes, no cabría albergar demasiadas expectativas, pero Beijing dispone del potencial para transformar esta escasa predisposición centroasiática para la cooperación real y efectiva más allá de las fotos de familia en las cumbres.

La OBOR es en parte una respuesta a problemas internos chinos -excesiva capacidad de su sector de la construcción y necesidad de internacionalizarlo-, pero es, sobre todo, una manifestación de la creciente ambición y confianza de China en sí misma en el escenario internacional. La OBOR muestra la voluntad de Beijing por definir el espacio y las reglas de juego. Y aunque es un asunto sujeto a debates encontrados -la perspectiva varía mucho si se comparan, por ejemplo, la política que implementa hacia Asia Central o el mar del Sur de China-, Beijing se esfuerza por presentar el plan como inclusivo, no geopolítico y como parte de su ascenso pacífico y de beneficios mutuos para el resto de los 65 países que potencialmente pueden participar.

Desde esta perspectiva, la conceptualización elegida -la revitalización de la Ruta de la Seda- resulta propicia ya que evoca, fundamentalmente, la idea de los intercambios amistosos y el beneficio mutuo, en línea con los principios de coexistencia pacífica con los que China legitima su acción exterior. Con ello pretende, además, mitigar los temores que su potencial -económico, político, militar y demográfico- despierta entre sus vecinos centroasiáticos. China ofrece enormes oportunidades económicas y ha contribuido a que el grueso de los ciudadanos de Asia Central pueda acceder a bienes de consumo. Pero, al mismo tiempo, desincentiva la producción propia. El desarrollo de Xinjiang, sus infraestructuras y, en suma, su transformación en los últimos quince años, visto desde Asia Central, simplemente, apabulla y hace de Urumqi, capital de esta provincia china, el polo de referencia regional.

En este sentido, la OBOR, en su dimensión terrestre, representa la culminación de los grandes planes de desarrollo de la zona oeste lanzados por Beijing a principios de siglo. Y esta voluntad decidida por fortalecer la integración de Xinjiang con el resto de China, y sus vínculos con las repúblicas vecinas, se explica, en buena medida, por el deseo de disipar el auge del malestar uigur. El diagnóstico de Beijing sobre este asunto -la existencia de un desequilibrio en términos de desarrollo entre las regiones costeras y el interior de China- es correcto. No obstante, el sesgo étnico que introducen las políticas de Beijing en favor de los chinos han no hace sino alimentar el malestar uigur y un conflicto que no amenaza la integridad territorial de China, pero sí la estabilidad del oeste del país.

El lanzamiento de la OBOR ha venido acompañado de toda una batería de medidas financieras de gran calado: el anuncio de la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras con un capital inicial de 100.000 millones de dólares (octubre 2014); el establecimiento del Fondo de la Ruta de la Seda con 40.000 millones de dólares (diciembre 2014); y el anuncio por parte del Banco Chino de Desarrollo de su plan de ofrecer financiación por un importe de 900.000 millones de dólares para más de 900 proyectos en el marco de la OBOR (junio 2015). En palabras de los analistas Mario Esteban y Miguel Otero, la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras “señala el inicio de una nueva era en el sistema financiero internacional, en la que las potencias tradicionales ya no llevan la iniciativa a la hora de adaptar el sistema a los cambios estructurales que se están produciendo en la economía global”. Todo ello ha motivado que se tracen paralelismos entre la OBOR y el Plan Marshall y el sistema sinocéntrico de la China imperial, comparaciones que, según estos mismos autores, “confunden más que explican”. Pero, como apunta la sinóloga Christina Müller-Markus, estos movimientos no dejan de reflejar la visión de renacimiento y grandeza nacional impulsada por el presidente chino Xi Jinping.

También se dan, por supuesto, visiones más escépticas sobre la OBOR. En un reciente artículo, el columnista de Bloomberg, David Fickling, cuestiona la idoneidad de apostar por el ferrocarril sobre el flete marítimo, dada la considerable diferencia en costes y volumen de carga, pese a la mayor rapidez de la vía terrestre frente a la marina. De igual forma, afirma con rotundidad que, salvo las infraestructuras relacionadas con el transporte de gas y petróleo “las inversiones que China planea en Asia Central parecen tener una lógica económica reducida”. Y no deja de resultar cierto que, en su conjunto, el Asia Central ex soviética es un mercado pequeño, fragmentado regionalmente, con unos niveles de renta bajos, donde -con la excepción, incluso discutible, de Almaty, Astaná y Tashkent- no existen grandes urbes que ofrezcan economías de aglomeración. A lo que cabe añadir la lejanía y las deficientes conexiones con los flujos comerciales globales. Es decir, la OBOR, pese a todo, no puede disociarse ni de los aspectos domésticos referidos -sector de la construcción, integración nacional, cuestión uigur- ni de su relevancia geopolítica como mecanismo de proyección hacia Asia Central y Meridional.

Este tipo de visiones escépticas no son demasiado frecuentes estos días en los debates europeos. Abatida por el ensimismamiento y la tendencia al autoflagelo, la UE padece además una suerte de síndrome de Marco Polo que le lleva a maravillarse y, en consecuencia, a asumir como inevitable el éxito de toda iniciativa que venga de China. Pero, ni la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) destila únicamente vitalidad, ni la UE sólo decrepitud. Una lectura posible del Brexit no es la decadencia del proyecto europeo, sino la profundidad y densidad de la interdependencia construida a lo largo de décadas de integración. Algo de lo que la OCS -o cualquier otra iniciativa que englobe Asia Central- está aún muy lejos de alcanzar. Conviene no perder de vista que una cosa es la relación bilateral de China con cada uno de los miembros de la OCS y otra los resultados y procesos reales dentro del marco multilateral de esta organización.

Por su parte, la visión de la UE sobre Asia Central ha oscilado significativamente en estas dos últimas décadas. Así, inicialmente se apostó por la progresiva integración regional (TRACECA) bajo el paradigma de la transición democrática y de mercado de las repúblicas como principio orientador. Posteriormente, se han aplicado simultáneamente dos enfoques difíciles de compatibilizar: por un lado, la idea de Asia Central como “vecinos de nuestros vecinos” en el marco de la perspectiva transformadora de la Política Europea de Vecindad y con énfasis en la cuestión de los valores; y por el otro lado, la lógica securitaria en el esquema de los “vecinos del norte de Afganistán”. Como era previsible, las contradicciones entre ambos enfoques, sumados a la agenda de intereses contrapuestos de los diferentes estados miembros, han terminado por anular la política de la UE hacia Asia Central, a pesar de las estrategias adoptadas y los esfuerzos diplomáticos de Bruselas.

La política de Rusia hacia Asia Central también ha variado notablemente en este mismo periodo: ha pasado de percibir Asia Central, fundamentalmente, como un lastre económico en la segunda mitad de los años ochenta y un problema de seguridad en la década de los noventa, a querer recuperar su posición hegemónica desde la llegada de Putin al Kremlin. No obstante, también ha habido vaivenes en este periodo. Así, de acuerdo con la idea lanzada por Putin en octubre de 2011, el proyecto de Unión Eurasiática (EAEU) nacía inspirado en otros procesos de integración regional como la UE, NAFTA, APEC o ASEAN, y con la aspiración de ser “una parte esencial de la Gran Europa unida por los valores compartidos de la libertad, la democracia y la leyes del mercado”.

Sin embargo, a la luz de la guerra en Ucrania, el proyecto ha adquirido una dimensión neoimperialista y étnica que provoca incertidumbres y profundos temores en los otros dos miembros fundadores (Bielarús y Kazajstán). La incorporación de la idea del “mundo ruso” (Russkiy Mir) como uno de los ejes discursivos de la acción exterior del Kremlin rompe los consensos postsoviéticos y pone en cuestión la vigencia de las fronteras formalmente reconocidas frente a unas difusas fronteras históricas, civilizatorias o espirituales. De ahí las crecientes reticencias de Minsk y Astaná a profundizar en el proceso de integración económica y su rechazo a cualquier paso que conlleve una dimensión política. A pesar de este pobre desempeño hasta la fecha de la EAEU, el presidente Putin parece apostar ahora por la “Gran Eurasia”, propuesta a principios de 2016 por el presidente kazajo Nazarbáyev que englobe la Unión Eurasiática, la OBOR y la Unión Europea en un “proyecto único de integración para este siglo XXI”.

En el contexto actual, es fácil perder de vista que la EAEU (gestada en el marco de la Unión Aduanera constituida en enero de 2010) era, en buena medida, una iniciativa para hacer frente a la capacidad comercial y productiva de China. Para Kazajstán, por ejemplo, el establecimiento de la Unión Aduanera con Rusia implicó un aumento considerable de los aranceles impuestos a las importaciones procedentes de China. Tanto Rusia como las repúblicas centroasiáticas han rechazado de plano sucesivas propuestas de Beijing para establecer una zona de libre comercio (ZLC) en el marco de la OCS. Dada esta hostilidad, el asunto de la ZLC ha quedado pospuesto –más allá de las zonas económicas especiales en la frontera con Kazajstán- a pesar de ser, junto con la eliminación de las barreras no arancelarias, parte del acervo de la OBOR.

Un aspecto clave en esta posible integración de proyectos eurasiáticos es la relación entre Rusia y China. Un asunto que va mucho más allá del escenario centroasiático y atañe a la redefinición del orden internacional. En palabras del presidente del Comité de Asuntos Exteriores del Congreso de la RP China, Fu Ying, se trata de una “asociación estratégica [strategic parnertship] estable y en ningún caso un ‘matrimonio de conveniencia’ […] No obstante, China no tiene interés en una alianza formal con Rusia, ni tampoco en la formación de un bloque anti-EEUU o antioccidental de ninguna clase” (diciembre 2015). Y a Beijing tampoco se le escapa que, por razones de tipo económico, geopolítico, pero también identitarias y culturales, Moscú, pese a todo, sigue situando a Washington y Occidente en su conjunto como su primer referente.

En cualquier caso, es su posición común frente a la hegemonía global de Washington lo que ha impulsado el progresivo acercamiento entre Beijing y Moscú en estos últimos años. Para Rusia, China ofrece una alternativa potencial a su dependencia, en términos de inversión y comercio, con la UE. Si bien no ha alcanzado de momento las expectativas anunciadas, el denominado pivote de Rusia hacia Asia ha sido útil para el régimen de Putin para mostrar su capacidad de romper el aislamiento impuesto por Occidente a raíz de la anexión de Crimea y la intervención militar en Ucrania. Y aquí cabe mencionar los grandes acuerdos firmados en mayo de 2014 y 2015 (este último, relativo a la apuesta por la integración entre la EAEU y la OBOR). Estos dos proyectos, como apunta un informe del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR) “no son ni estrictamente compatibles ni estrictamente competitivos”. El escenario queda abierto y es importante destacar que, en función de su evolución, la OBOR puede permitir a China evitar el tránsito por Rusia. Así, en noviembre de 2015, China, Kazajstán, Azerbaidzhán, Georgia y Turquía acordaron crear un consorcio para el transporte de mercancías entre China y Europa.

A pesar de que la presencia de Estados Unidos en Asia Central –particularmente durante el tiempo que estuvieron operativas las bases de Karshi-Khanabad (Uzbekistán) y Manás (Kirguizstán)– ha sido el motor de la convergencia entre Rusia y China, lo cierto es que la política y agenda de Washington en Asia Central no ha sido ni particularmente audaz ni ambiciosa. De hecho, ha estado excesivamente mediatizada por la operación en Afganistán. Así, la Iniciativa de Nueva Ruta de la Seda anunciada en julio de 2011 por la entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton, resultaba poco prometedora desde el principio, por la evidente falta de compromiso financiero y político real y por concebir a Afganistán como el futuro hub de integración regional en la Gran Asia Central. La nueva Administración que surja de las elecciones presidenciales en noviembre, deberá decidir si EEUU necesita o no una estrategia clara para el espacio eurasiático y cuáles son su agenda e intereses. De momento, y al igual que sucede con la UE, el acercamiento es fundamentalmente reactivo y sin demasiada profundidad conceptual.

Por último, cabe mencionar que el fin del aislamiento de Irán abre para India una prometedora vía de acceso a Asia Central a través del puerto iraní de Chabahar. En palabras del influyente analista indio, C. Raja Mohan, “Chabahar permite a India superar las limitaciones geográficas impuestas por la Partición y la duradera hostilidad con Pakistán”. India muestra interés por la OBOR y el Gobierno del primer ministro Modi confía en atraer inversiones chinas para sus grandes planes de desarrollo doméstico y subregional (eje China, Myanmar, Bangladesh, India). Sin embargo, Nueva Delhi observa, con preocupación e irritación, el plan de desarrollo de un corredor económico, energético y logístico que conecte el sur de Xinjiang (Kashgar) con los puertos pakistaníes de Karachi y Gwadar (a apenas 72 kilómetros de Chabahar). La desconfianza estratégica y la creciente rivalidad entre Beijing y Nueva Delhi en la cuenca del Indo-Pacífico conforman uno de los ejes fundamentales en la configuración de un nuevo orden (euro)asiático y global.

Hasta la fecha, en los procesos de cooperación e integración eurasiáticos ha prevalecido la lógica Oeste-Este, liderada por China (y de la que la reorientación de la exportación de los hidrocarburos de la cuenca del mar Caspio es un buen ejemplo), frente a las lógicas Este-Oeste, impulsadas por Rusia y la UE, y Norte-Sur por EEUU. Veremos si la progresiva irrupción de India consigue modificar esta dinámica. Tenemos así las Eurasiasemergentes impulsadas por Beijing -y veremos si también por Nueva Delhi (y Teherán)- y las Eurasias evanescentes representadas por Moscú, Washington y Bruselas. Pero aún queda mucho nuevo Gran Juego por delante en la aparentemente estable, pero previsiblemente convulsa Asia Central.

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012