Etiopía: potencial (des)estabilizador en el cuerno de África

Opinion CIDOB 651
Data de publicació: 01/2021
Autor:
Oriol Puig Cepero, investigador, CIDOB
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El Gobierno de Etiopía dio por finalizada la intervención militar en la región de Tigray el pasado mes diciembre, tras cinco semanas de conflicto abierto contra el Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT). La crisis, lejos de finalizar, corre el serio riesgo de enquistarse y convertirse en una guerra de guerrillas. La inestabilidad interna, y la tensión diplomática creciente con Sudán y Egipto, hacen de la Etiopía de Abiy Ahmed un potencial desestabilizador del cuerno de África y el conjunto del continente.  

Etiopía no es cualquier país. Etiopía es un espejo que plasma bondades y desventuras de todo el continente africano. Lejos de las hambrunas de los años 80 que subyacen en nuestro imaginario, Etiopía crece hoy económicamente por encima de la media africana y del mundo; posee voz propia, resistiendo injerencias extranjeras, y presume de orgullo patrio por ser el único territorio no colonizado de África. Sede de la Unión Africana, la llegada al poder en 2018 del Primer Ministro, Abiy Ahmed, reconocido en 2019 con el Premio Nobel de la Paz por finalizar el conflicto duradero con la vecina Eritrea, encarnó la esperanza africana para este siglo. Sólo un año más tarde, el país se erige en foco de inestabilidad interna, regional e internacional. 

Impulsado por una agenda transformadora y las reivindicaciones de su comunidad, la oromo, mayoritaria del país y excluida del poder hasta entonces, la toma de posesión de Ahmed fue en sí misma un hito. Como primer mandatario de este grupo en liderar Etiopía, sus atrevidos primeros pasos fueron aplaudidos alrededor del mundo: acuerdos de paz con insurgentes internos, liberación de presos políticos, aperturas en materia de libertad de prensa y asociación, o nombramiento de la primera presidenta del país. Pronto llegaron las resistencias de sectores políticos, económicos y comunitarios y, con ellas, repliegues sobre los propios avances:  más represión, persecución de la disidencia y limitación de la libertad de información. Una vuelta al punto de partida, aunque con correlaciones de fuerzas distintas.

Una de las causas fundamentales del actual conflicto en Tigray responde a la percepción de pérdida de poder y privilegios de las élites de esa región semiautónoma, constructoras del actual estado etíope. Ellas, junto a jerarquías amhara y oromo, reunidas en el Frente Democrático del Pueblo de Etiopía Revolucionario (EPRDF, por sus siglas en inglés) derrocaron al dictador Mengistu en 1991 y edificaron el vigente modelo de federalismo étnico, un sistema de equilibrio comunitario para procurar apaciguar demandas étnicas. Tras funcionar –o contribuir a la disfunción, según se mire– durante tres décadas, el modelo parece ahora colapsar. El intento de abordar el rol de la etnia en el seno del estado fue a la par arriesgado y meritorio, pero comportó finalmente la departamentalización comunitaria de la administración pública y su patrimonialización por parte de las élites dominantes[CC1] .

Las medidas promovidas por Ahmed a favor de liberalizar el sector público; la  superación de la parcialización tribal mediante una nueva herramienta política, el Partido de la Prosperidad; y un discurso nacional basado en la Gran Etiopía de imperios pasados, fueron percibidas por las élites tigray como una afrenta. Los líderes de la región se declararon en rebeldía y rechazaron asumir mandatos del gobierno central. Un ataque a una base militar fue el pretexto idóneo para iniciar el conflicto. Una muestra más de que las nuevas políticas calentaron los ánimos de los de arriba sin conseguir calmar las reivindicaciones de los abajo, ni atajar la creciente desigualdad. Los recelos étnicos se agravaron y el descontento y la insatisfacción inflamaron el lugar, no sólo en el norte sino también en el sur, en la región de Oromiya, sobre todo tras el asesinato de un conocido activista y cantante. Demasiados frentes abiertos para un joven líder con aires de grandeza.

El bloqueo informativo sobre la guerra en Tigray, la vulneración de derechos humanos por ambas partes en conflicto, según la ONU, y el repliegue, no la derrota, de las autoridades insurgentes, invitan a pensar que lo acontecido en la zona septentrional del país es sólo el principio de una larga inestabilidad en el interior de Etiopía que podría expandirse por la región. La contienda ha desplazado a más de 50.000 refugiados hacia Sudán, y ha revitalizado disputas fronterizas entre los dos estados, con enfrentamientos abiertos y varias muertes. Asimismo, ha evidenciado una nueva alianza, hasta ahora insólita, entre Ahmed y la Eritrea autoritaria de Isaias Afewerki, antigua archienemiga del estado etíope liderado por los tigray, y que ha dado cobertura bélica en los combates contra el FLPT. Errarían los enfoques geopolíticos si obviaran la importancia de las cuestiones étnicas en las susodichas tiranteces. Y es que menospreciar el constructo étnico como herramienta social o confundirlo con etnicismo, que deriva en exclusión o supremacías, no aplaca las identidades, sino que las refuerza. La Gran Etiopía de Ahmed avanza y con ella la escalada de violencias, que podría alcanzar cuotas inimaginables si no se encauza por vías diplomáticas el mayor desafío para la zona en los últimos tiempos: la Gran Presa del Renacimiento.

La construcción y puesta en marcha de esta macro infraestructura construida por Etiopía sobre aguas del Nilo Azul amenaza con detonar un conflicto regional de consecuencias imprevisibles si nadie lo remedia. El gobierno de Ahmed ha empezado a llenar el embalse, el más grande y potente de África, en lo que supone una enmienda a la totalidad al reparto colonial de la gestión de las aguas del río Nilo, basada hasta ahora en acuerdos del Imperio británico de 1929 que favorecían a Egipto y Sudán, con reparticiones del 75% y el 25% respectivamente, y poder de veto sobre el levantamiento de cualquier presa. Etiopía ha dado así un golpe sobre la mesa consciente del tablero geopolítico regional y mundial, en el que históricamente se ha movido con habilidad. Aliado tradicional de Estados Unidos en los últimos años ha intensificado sus relaciones con China y Rusia, y ha tejido sinergias con monarquías del Golfo Pérsico como Arabia Saudí o Emiratos Árabes Unidos, que le apoyaron en su conflicto interno. Qatar se inclinó por los insurgentes. A la espera de si Joe Biden revertirá la retirada de tropas en Somalia ordenada por Trump, donde también se juega en gran medida el futuro de África oriental, la carrera meteórica de Ahmed mantiene interrogantes sobre su capacidad de resistencia interna, dependiente de su política de alianzas y, sobre todo, en relación a sus posibilidades –o intereses- en escalar aún más el conflicto con Egipto o Sudán por el agua[CC2] .

Ambas incógnitas son clave para desentrañar si Etiopía acabará representando un remanso de estabilidad regional o, por el contrario, como se augura, podría terminar catalizando viejos fantasmas de violencia étnica y disputas post y neocoloniales. El momento es grave y todos los escenarios están abiertos. Los países del Golfo, la nueva administración estadounidense, Rusia y China, seguro tendrán un papel en lo que acontezca, a pesar de los alardes etíopes de no interferencia. Ahmed, por su parte, queriendo emular a Menelik II, emperador etíope del que se considera heredero, por lo pronto será juzgado por la historia como el Primer Nobel de la Paz en iniciar más rápidamente una guerra.

Palabras clave: Etiopía, Tigray, Abiy Ahmed, África, Sudán, Egipto

 

 

E-ISSN: 2014-0843