El Brasil de Bolsonaro: incógnitas y certezas

Nota Internacional CIDOB 209
Data de publicació: 12/2018
Autor:
Anna Ayuso, investigadora sénior, CIDOB y Julimar da Silva Bichara, Universidad Autónoma de Madrid
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En las primeras dos décadas del siglo XXI, Brasil pasó de la euforia de ser una de las potencias emergentes que dieron vida al grupo de los BRICS (junto a Rusia, India, China y Sudáfrica) al desencanto provocado por la crisis económica, que se agudizó en 2014 y encadenó dos años de recesión y otros tantos de bajo crecimiento. En ese tiempo, se pasó de la esperanza de acabar definitivamente con la pobreza y el hambre a constatar la vulnerabilidad de las nuevas clases medias por el desempleo. La crisis también puso al descubierto una trama de corrupción ramificada por las instituciones que afectó a políticos de todo signo e implicó a las grandes empresas llamadas “campeonas nacionales”, símbolos de la potencia económica emergente del país. Esos contrastes ponen de manifiesto debilidades estructurales que afloraron ante una coyuntura desfavorable con consecuencias políticas y sociales. En los cuatro años que van desde las elecciones de 2014 hasta las de 2018 el país ha sufrido una crisis multidimensional que dio un vuelco al panorama político. El Partido de los Trabajadores (PT), que lideró el Gobierno durante 13 años, fue desalojado del poder mediante un proceso de destitución traumático y se ha quedado en la oposición. Pero el ganador de la partida no fueron las fuerzas de alternancia tradicionales sino un movimiento de difícil definición encabezado por el capitán en la reserva, Jair Bolsonaro, que ha capitalizado el enfado y la desilusión de una parte de la ciudadanía con la clase política.

Aunque su súbita emergencia fue imprevista, los ingredientes para que surgiera se fueron concretando en un entorno de crispación e incapacidad de las élites para dar respuestas a las demandas de la población. Las elecciones presidenciales, parlamentarias y de gobernadores que se celebraron en Brasil en octubre de 2018 han dejado un panorama complejo para la gobernabilidad dada la gran fragmentación en el Congreso y el Senado. Por otra parte, aunque la economía del país da signos de una leve recuperación, sigue teniendo problemas estructurales que exigen reformas de alto calado que necesitarán la formación de mayorías amplias, difíciles de aglutinar. El Brasil que desde el 1 de enero de 2019 liderará Jair Bolsonaro ofrece muchas incógnitas sobre cuáles van a ser sus prioridades, pero también hay algunas certezas sobre los previsibles obstáculos que deberá afrontar entre los que destacamos algunos de los más relevantes.

Polarización y crisis del sistema de partidos

El nuevo presidente de la República va a encontrar un país donde la polarización política ha llegado a cotas inéditas desde la recuperación de la democracia. Esta polarización ha sido alimentada desde la derecha radical, pero también ha sido utilizada desde el otro extremo del arco político. Las elecciones presidenciales de 2014 que ganó la candidata del PT a la reelección, Dilma Rousseff, por un estrecho margen del 51,64% frente al 48,36% de su contrincante, Aécio Neves, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), abrió una brecha que estalló en protestas en las calles. Las manifestaciones masivas agruparon a sectores descontentos con el resultado de la elección presidencial, pero también a los que protestaban por la adopción de medidas económicas que contradecían las propuestas electorales. El malestar se disparó, sobre todo, cuando salieron a la luz los graves casos de corrupción de la trama conocida como Lava Jato, que implicaba a las grandes corporaciones como Petrobras u Odebrecht. El descontento social fue más allá del Gobierno y arrastró al conjunto de la clase política y al descrédito de las instituciones democráticas.

El proceso de destitución contra la Presidenta Dilma Rousseff permitió a la población ver retransmitidas en directo las connivencias y traiciones entre las diferentes fuerzas políticas. El Gobierno de Temer, que surgió tras la caída de Rousseff, arrancó con tan baja popularidad que acabó pasando factura a los partidos de la coalición. Pero, también el PT acumuló una buena parte del rechazo social por su relación con los casos de corrupción durante sus años en el poder. El proceso penal al expresidente Lula da Silva, sumado a la acusación de golpistas a los que contribuyeron a la destitución de Rousseff, alimentó la movilización de los sectores afines al PT, pero no consiguió reducir el sector anti-petista que lo vinculaba con la corrupción y que rechazaba su regreso al poder. A todo ello hay que añadir que los medios de comunicación no siempre usaron la misma vara de medir al airear las distintas tramas de corrupción.

En los meses previos a la elección de 2018, parecía que la candidatura de Lula mantenía el tirón popular. El PT apeló a la adhesión que aun despierta en amplias capas de la población más humilde y, sobre todo, en los estados del nordeste más beneficiados de los programas de transferencia de recursos que los gobiernos petistas extendieron a más de 45 millones de personas. Con ese capital político, Lula da Silva mantuvo su candidatura a la presidencia a pesar de estar preso y con una condena por corrupción que le impedía presentarse a la elección por aplicación de la ley de “Ficha limpia”. En lugar de apostar por una amplia coalición de izquierdas, como algunos propusieron, Lula mantuvo su pretensión hasta el último día posible y, solo cuando se desvaneció su intento, el PT lanzó a Fernando Haddad como sustituto. El que fuera ministro de Educación entre 2005 y 2012 y alcalde de Sao Paulo entre 2012 y 2016 basó su campaña, en la primera vuelta, en descalificar a las instituciones acusándolas de golpistas y en denunciar la connivencia de las élites económicas y los medios de comunicación contra el PT. 

Geraldo Alckim, el candidato del PSDB, tradicional rival del PT, no consiguió despegar en la intención de voto con un partido también acechado por denuncias de corrupción. Los demás candidatos moderados como Marina Silva, que ya concurrió en la anterior elección, tampoco consiguieron convencer. La desunión entre los representantes del centro derecha les condenó a la irrelevancia. Solo Ciro Gomes, del progresista Partido Democrático Laborista (PDT), que había tratado de liderar una candidatura de izquierdas de consenso (descartada por la estrategia partidaria del PT) logró una digna tercera posición con un 12,5% de los votos. Al final, el voto útil se concentró en el único que parecía tener opciones de batir al PT y que se presentaba con el halo de incorruptible a pesar de su discurso extremista y políticamente incorrecto. De ser un aspirante marginal, con una campaña alejada de los grandes medios, vehiculada a través de las redes sociales, Bolsonaro pasó a convertirse en el candidato de la alternancia. Poco a poco fue consiguiendo apoyos y tejiendo complicidades con importantes grupos de presión que mantienen el contacto con las élites, pero también con las bases populares desencantadas. Su baza más importante fue el favor de la mayoría de la iglesia evangelista, que constituye una de las bancadas más influyentes en el Congreso. Su apoyo a Bolsonaro en la recta final de la primera vuelta por la defensa de los valores familiares y ultraconservadores fue determinante para conseguir pasar de un apoyo cercano al 20% a superar el 40%. Pero, Bolsonaro también supo atraer al sector agroexportador con su discurso contra lo que consideran excesos medioambientalistas y con su estigmatización del activismo del Movimiento Sin Tierra (MST) que reclama un reparto más equitativo de la propiedad. A estos bloques se unió el grupo de “la bala” que proclama el uso libre de las armas y la mano dura con la delincuencia. Seguridad y lucha contra la corrupción han sido los dos principales caballos de batalla de Bolsonaro frente al desorden del que acusa a sus oponentes y muy específicamente al PT. La segunda vuelta se dirimió entre Bolsonaro, que partía de un 46% de los votos, y Haddad, que con su 28% trató de convencer al resto del electorado de que era la apuesta por la democracia frente al autoritarismo y el riesgo de involución que suponía su contrincante. En el balotaje pesó tanto el grado de simpatía que despertaban los candidatos, como el rechazo que producían, en ambos casos superior al 40%, aunque se redujo en la recta final en favor de Bolsonaro. El resultado fue un triunfo de éste por más de 10 puntos, con el 55% de los votos frente al 44,8% de Haddad.

Panorama post-electoral y juego de las alianzas

La existencia de un gran número de partidos y la dispersión del voto son rasgos del  presidencialismo de coalición que caracteriza al sistema político brasileño. Esa fragmentación se ha incrementado en los últimos comicios. El Congreso de los Diputados, compuesto por 513 escaños, contará con la presencia de 30 partidos. El PT sigue siendo el partido más votado pero se queda con 56 diputados de los 61 que tenía, lo que significa poco más del 10% de la cámara. El segundo partido es el de Bolsonaro, el Partido Social Liberal (PSL), que pasó de una presencia simbólica al segundo lugar, pero está por debajo del 10% de escaños. Lo que le obligará a buscar pactos.

La composición de la cámara, mucho más conservadora que en anteriores legislaturas, puede facilitar algunos acuerdos ahí donde haya consensos amplios. También es favorable para la gobernanza que haya habido una alta tasa de renovación, pues el voto de castigo ha mermado a las principales fuerzas políticas tradicionales. El MDB de Temer ha caído de 55 a 34 escaños (6% del electorado). El que fuera partido de alternancia, el PSDB, ha pasado de 54 a 29 escaños (5,7%). Más de la mitad de la cámara estará compuesta por nuevos electos y muchas figuras de la vieja política pasarán al retiro. En el Senado la caída de los partidos tradicionales ha sido menor, el MDB (con 12 escaños) y el PSDB (con 8) son los más votados, aunque no serán determinantes en el total de 81 escaños. La presencia de hasta 21 partidos dificultará las coaliciones. Además, los equilibrios de fuerzas no son iguales en ambas cámaras.

Tradicionalmente, las coaliciones post electorales han determinado la composición del ejecutivo con un reparto de ministerios. Cuanto mayor era la coalición, más reparto de carteras. El primer gobierno de Lula tuvo una coalición de seis partidos, el último de Dilma y el de Temer, nueve. Bolsonaro ha establecido una nueva estrategia, de gobierno outsider, con 22 ministros. La mayoría son militares y funcionarios tecnócratas, pero también ha contado con una pastora evangélica, una minoría de políticos - particularmente de su partido, el PSL, y del de su jefe de campaña, el DEM - y dos superministerios, el de economía y el de justicia.

Se trata, por lo tanto, de un gabinete muy vinculado a su círculo de confianza, con fuerte presencia militar en las carteras estratégicas de defensa y seguridad. Aparte del vicepresidente electo, el general de reserva Antonio Hamilton Mourão, otros nombramientos vinculados con el ejército son el ministro de Defensa, el General Fernando Acevedo e Silva, o el ministro de Seguridad Institucional, el General Augusto Heleno Ribeiro Pereira, que lideró la misión de Paz de Naciones Unidas en Haití. El astronauta Marcos Pontes, de la fuerza aérea en la reserva, será el responsable del Ministerio de Ciencia y Tecnología. En la Secretaría de Gobierno estará el General Carlos Alberto dos Santos Cruz, y el ministro de Energía es el Almirante Bento Costa Lima Leira de Albuquerque, que ha sido director del programa nuclear brasileño. El Ministerio de Infraestructura, que incluye transportes, estará finalmente comandado por el ingeniero Tarcisio Gomes de Freitas, graduado en el Instituto Militar de Ingeniería.

Otro de los puestos clave es el superministerio de Economía, Hacienda, Industria y Planificación, ya anunciado en campaña para ganarse el favor de los mercados. El ultraliberal Paulo Gedes, con un ideario de manual de la escuela de Chicago, va a ser el encargado de dar respuesta a los problemas económicos del país y promete recortes del gasto público, privatizaciones y reducción de impuestos. Los nombramientos de Joaquim Levy para dirigir el Banco de Desarrollo de Brasil (BNDES) y de Roberto Campos Neto, un ejecutivo del Banco Santander, para el Banco Central de Brasil, confirman esa línea de corte liberal. Sin embargo, Bolsonaro no oculta ciertas reticencias a una agenda ultraliberal y mantiene la necesidad de un fuerte control del Estado sobre las industrias estratégicas.

También es un cargo con peso estratégico el de ministro de la Casa Civil, que está asignado al diputado Onix Lorenzoni del partido Demócratas (DEM), activista en contra de la corrupción que apoyó tanto la destitución de Rousseff, como después el intento de hacer lo mismo con Temer. Del mismo partido es la futura ministra de Agricultura, Tereza Cristina Corrêa da Costa Dias, y el futuro ministro de la Salud, Henrique Mandetta. Estos tres nombramientos del DEM apuntan hacia una coalición de gobierno con los partidos del Centrão (Grupo parlamentario de centro derechas, que hoy tendría alrededor del 40% de los diputados de la cámara). Además, ha nombrado a la pastora evangélica Damares Alves, como un claro guiño al numeroso grupo parlamentario de los evangélicos.

La decisión de nombrar a Sergio Moro, instructor de la Operación Lava Jato y responsable del encarcelamiento del expresidente Lula, ha sido polémica, pues arroja dudas sobre su imparcialidad en el proceso. Si bien es cierto que sus pesquisas no han afectado únicamente al PT, también lo es que ha tenido un papel muy destacado y algunas de sus decisiones han sido controvertidas. Para el ministerio de Exteriores, Bolsonaro se pronunció por Ernesto Araújo, diplomático de carrera, aunque sin gran experiencia, ya que ni siquiera ha sido Embajador. Se define como contrario al globalismo y ha escrito elogios a Trump. Estos nombramientos van configurando un gobierno liberal en lo económico, conservador en los principios sociales y religiosos, y seguidor de la política exterior de los Estados Unidos de Trump.

También hay incógnitas sobre el papel de la oposición. Las diferentes estrategias que adoptó la izquierda y especialmente el intento del PT de capitalizar el voto progresista ha dejado resquemor en otros partidos, sobre todo en la iniciativa liderada por Ciro Gomez del PDT, que pretendía una renovación de la izquierda con una convergencia más amplia. Fuera del gobierno, el PT verá cuestionado aún más su liderazgo en la izquierda. Esas divisiones en la oposición pueden facilitar la vida al nuevo ejecutivo.

Claroscuros en la economía

La economía brasileña que encontrará el nuevo presidente es de un elevado, y quizás peligroso, desequilibrio interno: baja tasa de crecimiento económico, elevada tasa de desempleo, déficit público elevado e insostenible y, en consecuencia, una deuda pública creciente. La buena noticia, sin embargo, es la dinámica de la inflación, que sigue una trayectoria controlada y, en principio, no representa una amenaza a corto plazo. El frente externo es bastante más confortable para el nuevo equipo económico, con un elevado y creciente superávit comercial, elevada atracción de empresas extranjeras para inversión directa y, en consecuencia, elevados y crecientes niveles de reservas internacionales.

Las medidas del nuevo presidente deberán, en primer lugar, cambiar la trayectoria errática y raquítica que la economía brasileña viene sufriendo desde la crisis financiera internacional de 2008. La situación se agudizó en 2014 por la incertidumbre política derivada del enfrentamiento entre el poder ejecutivo y el legislativo tras la reelección para un segundo mandato de la presidenta Dilma Rousseff, que culminó con su destituciónen 2016. Las previsiones de crecimiento para 2018 y 2019 del Banco Central de Brasil son del 1,4% y del 2,4%, respectivamente, demasiado débil para reactivar el empleo de forma suficiente. La tasa de paro ascendió al 11,7% en el tercer trimestre de 2018, según el IBGE, y la previsión es de una ligera bajada al 11% al final de este mismo año, hasta llegar al 10% en 2019. El nivel de desempleo actual en Brasil es el más elevado desde los años 1980, lo que demuestra la presión sobre el nuevo equipo económico para implementar políticas que promuevan el crecimiento y el empleo.  

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En el cuadro macroeconómico interno, la otra variable relevante, que ha ocasionado muchos quebraderos de cabeza a los presidentes precedentes, es la inflación. El actual objetivo del 4,5% para 2018 se va a cumplir sin grandes tensiones, ya que actualmente está incluso por debajo de este límite, en el 4,3%. Para 2019 la meta es del 4,25% y las expectativas apuntan hacia un 4,20%. Gran parte del éxito de la política monetaria del Banco Central brasileño, a pesar de la fuerte crisis política y de las tensiones cambiarias, se debe a su actuación eficiente en el mercado, manteniendo las expectativas de los agentes económicos y la credibilidad de los mismos. Ha ayudado, el elevado volumen de reservas internacionales, lo que le permite a la Autoridad Monetaria brasileña actuar para frenar cualquier indicio de movimiento especulativo en el tipo de cambio del real brasileño. El equipo económico del nuevo presidente ha prometido mantener la independencia del Banco Central de Brasil e, incluso, ha nombrado a un hombre del sistema financiero para dirigir la Autoridad Monetaria brasileña, lo que transmite confianza y credibilidad al sistema financiero nacional e internacional.

El principal desafío será la situación de las finanzas públicas y su trayectoria explosiva que, además, exigirá un esfuerzo significativo del gobierno para la aprobación de medidas de política económica austera. Los factores determinantes de esa trayectoria son, por un lado, el enorme déficit público nominal, de alrededor del 7% del PIB en 2017; explicado, sobre todo, por el pago de intereses de la deuda pública, que actualmente alcanza más del 80% del PIB. Lo más preocupante es el curso de la deuda en los últimos tres años y su expectativa de que pueda llegar al 100% del PIB en los próximos 5 años, si no se realizan reformas en la estructura de gastos e ingresos públicos.

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Reformas pendientes y previsibles obstáculos

La situación de las finanzas públicas es el talón de Aquiles económico del futuro presidente, y el “superministro”, Paulo Guedes, será el encargado de capitanearla. Alcanzar una solución urgente, a lo largo de los primeros seis meses de gobierno, será imprescindible para la estabilidad económica y política del país, pero sobre todo del ejecutivo. Su consecución no será tarea fácil si consideramos la atomización del legislativo brasileño, puesto que necesitará 3/5 partes de apoyo de las cámaras (308 votos de los diputados y 49 senadores) para aprobar una reforma de la seguridad social, fundamental para cambiar la trayectoria deficitaria de las finanzas públicas.

Además, el programa económico de Bolsonaro es definido como “liberal con Estado fuerte”, manteniendo la tríada de política económica que ha logrado con éxito el control de la inflación en los últimos años: metas de equilibrio fiscal y de inflación, con tipo de cambio fluctuante. Para alcanzar el equilibrio fiscal, el equipo económico ya ha avisado que colocará sobre la mesa un amplio programa de privatización y una profunda reforma fiscal para aumentar los ingresos.

Paradójicamente, en su trayectoria política previa, Bolsonaro siempre se mostró claramente contrario a las privatizaciones y favorable a una cierta capacidad de control del Estado sobre las estrategias empresariales. Esta opinión la comparte, además, con sus principales asesores castrenses. Tradicionalmente, los militares en Brasil son favorables al intervencionismo en la economía y a una política industrial activa. El proceso de industrialización brasileña, muy intervencionista y proteccionista, se aceleró en los años 60 y 70, durante el régimen militar. Por ello, no se espera de momento un proteccionismo a la Trump (Brasil ya es bastante proteccionista) o una estatización a la venezolana. Lo que sí existe es una contradicción entre el discurso de los principales asesores económicos (liberales) de Bolsonaro, su historial militar y sus declaraciones (¡Brasil ante todo!).

La reforma de la Seguridad Social resultará un gran desafío para el Gobierno y aprobarla en el legislativo no será fácil. La propuesta, todavía sin detalles, es cambiar el sistema brasileño de reparto por el modelo de capitalización, a la chilena, pero por ahora ha recibido muchas críticas, sobre todo por la falta de información. Además, es poco probable que se pueda llevar a cabo si se tienen en cuenta los elevados costes que debería asumir el Estado en la transición de un modelo a otro. Sin embargo, es una de las reformas más urgentes por el riesgo de quiebra del sistema por su insostenibilidad financiera.

En lo que se refiere a la reforma fiscal, la idea es reducir el número de impuestos, racionalizando la estructura fiscal, pero no existe aún una propuesta definida. Los rumores revelan que el equipo económico de Bolsonaro tiene preferencia por una propuesta de impuesto único, de un tipo uniforme del 20% sobre la renta. El objetivo, en cualquiera de los casos, es incrementar los ingresos públicos para cambiar la trayectoria explosiva de la deuda pública.

La seguridad como prioridad

Uno de los grandes pilares del discurso de Bolsonaro ha sido devolver el orden al país y hacerlo mediante políticas de mano dura contra la delincuencia, con propuestas que incluyen una flexibilidad del acceso y uso de las armas por parte de la población, o la autorización de tirar a matar para la policía y fuerzas del orden. Además del daño a los derechos humanos que pueden acarrear estas medidas, la experiencia en otros países de la región y en el mismo Brasil muestra que este tipo de políticas han sido ineficientes e incluso dañinas.

Es cierto que el incremento de la violencia es un grave problema en Brasil. Durante 2017 se produjeron 63.880 homicidios, un promedio de 175 al día, 7,2 por hora. Es un récord histórico de violencia que sitúa al país entre las diez naciones más violentas del mundo. Sin embargo, la estadística varía mucho dependiendo de las regiones. En Sao Paulo, el estado más rico y poblado de Brasil, es de 10,7 homicidios por cada 100.000 habitantes, mientras que Rio Grande do Norte, uno de los más pobres, tiene el peor indicador y alcanza hasta los 68 homicidios por cada 100.000 habitantes. Rio de Janeiro se ha convertido en una de las ciudades más violentas. Tras la contención del período olímpico, el problema regresó con la crisis que afectó especialmente al estado carioca hasta el punto que el presidente Temer autorizó en febrero de 2018 que las Fuerzas Armadas asumieran la responsabilidad de la Seguridad en el Estado de Rio.

El incremento de los homicidios se debe, en parte, a la acción del crimen organizado y a la intensificación de las disputas entre bandas rivales, pero también a la escalada de muertes como consecuencia de intervenciones policiales. Los civiles muertos en operaciones de la policía aumentaron más del 20% y Rio de Janeiro fue el estado con mayor número de muertes durante una intervención policial en 2017, con 1.127. El Fórum Brasileño de Seguridad Pública identificó también un crecimiento de la violencia contra la mujer, con 1.133 feminicidios en 2017.

La mayoría de víctimas de la violencia son jóvenes de origen pobre, en gran medida afrodescendientes, que viven en favelas donde la guerra de las pandillas ha escalado. El abandono de los favelados y su condena a la marginación tuvo un episodio crítico con el asesinato de la concejala de Rio Marielle Franco, procedente de la favela y activista por los derechos humanos. Este capítulo muestra como las políticas de mano dura tienen poca eficacia más allá de aquellos que se pueden pagar la seguridad privada. Las asociaciones de derechos humanos y el papel de los tribunales serán determinantes en el giro que tome la política de seguridad y es una de las principales preocupaciones del programa político de Bolsonaro.

Inquietudes en el frente exterior

La campaña de Bolsonaro se ha centrado básicamente en temas nacionales, con Brasil como eje de su discurso y el lema “Brasil por encima de todos y Dios por encima de todo”, con el que emuló el eslogan de “América primero” de Donald Trump. La utilización del escenario que vive Venezuela como amenaza si ganaba la izquierda fue uno de los pocos temas internacionales de la campaña, especialmente en la segunda vuelta. Sin embargo, tras su victoria surgen las incógnitas de hacia dónde va a evolucionar su política exterior. La rápida felicitación de Trump y su invitación a visitar el país marcan una intensificación del acercamiento a Estados Unidos, que ya se inició de forma pragmática con Temer. El anuncio de un posible traslado de la embajada de Brasil en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, tal como hizo Trump, va en esa línea, pero ya ha tenido una reacción adversa entre los socios árabes y comportó la suspensión de la visita del actual ministro de Exteriores a Egipto.

Este episodio pone sobre aviso de las consecuencias de una política exterior errática, que puede dañar la excelente reputación de la que hasta hoy goza la diplomacia brasileña. También incomodó la declaración del futuro Ministro de Economía, Paulo Guedes, sobre la falta de prioridad que iba a dar a Mercosur, a pesar de que Argentina es su principal socio comercial en la región y Mauricio Macri es un presidente del ala liberal. En cambio, anunció una visita a Chile, con cuyo presidente Sebastian Piñera siente más afinidad. Sobre Venezuela, se ha mostrado partidario de tomar medidas contra el Gobierno, pero desmintió una posible intervención en el país, recuperando el discurso de no injerencia que impregna la política exterior brasileña. Fuera de la región se ha mostrado dispuesto a seguir haciendo negocios con China, a pesar de previas declaraciones respecto a las inversiones de empresa chinas (“China está comprando Brasil”) y de su visita a Taiwán en el periodo pre-electoral. Todo ello ha motivado un editorial del China Daily llamándole “Trump tropical” y alertando de los riesgos económicos de seguir una política exterior desafiante con China o de romper los acuerdos comerciales suscritos por los dos países.

No hay muchas pistas sobre las relaciones con Europa. El desinterés por Mercosur aleja el cierre del acuerdo de Asociación con la UE que lleva negociándose 20 años. Por otra parte, el enfoque más liberal de la economía podría facilitar los intercambios. Más temor causa el anuncio de rebajar la adhesión de Brasil a los Acuerdos sobre protección del Medio ambiente y lucha contra el cambio climático, que era uno de los temas de mayor convergencia con Europa frente a la posición de Estados Unidos. Brasil fue uno de los impulsores de la agenda medioambiental que tuvo un punto de inflexión en la Cumbre de Rio de 1992 y que fue reiterado en la Cumbre de Rio+20. Abandonar una senda en la que Brasil ha sido un referente es una pérdida de poder blando que una potencia emergente no debería permitirse. De todos modos, dado que las prioridades van a estar en el frente interno, es muy posible que la agenda exterior quede relegada, pero eso también tiene consecuencias en la proyección global del país. La inesperada elección de Bolsonaro ha generado atención internacional porque, sin duda, por sus dimensiones y complejidad, lo que ocurra en Brasil tendrá repercusiones en la región y en la relación de ésta con el mundo.

 

Palabras clave: Brasil, Bolsonaro, Lula, Rousseff, Haddad, PT, Temer, BRICS, polarización, trumpismo, seguridad

 

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012