De la CSCE a la OSCE: ¿es el mundo actual más seguro?

Nota Internacional CIDOB 122
Data de publicació: 07/2015
Autor:
Pere Vilanova, catedrático de Ciencia Política, Universidad de Barcelona e investigador senior asociado, CIDOB
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Notes internacionals CIDOB, núm. 122

Pere Vilanova

Catedrático de Ciencia Política, Universidad de Barcelona, e Investigador Senior Asociado de CIDOB

Europa y la seguridad en un mundo fragmentado

La Cumbre de Helsinki de la CSCE (Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa) de 1975 tuvo lugar hace cuarenta años, en un mundo notablemente distinto al de hoy en términos de seguridad. ¿Es el actual más seguro que el de 1975? Sí y no. Es más seguro o más inseguro según se mire, pero es útil volver la mirada a 1975 con los lentes de hoy, para ver de qué sirvió y en qué no alcanzó sus objetivos.

Dicha cumbre tuvo lugar en plena vigencia del sistema bipolar, intensamente tensionado en el eje Este-Oeste y cruzado por un eje Norte-Sur, fuertemente convulsionado por las guerras de descolonización, conflictos como los de Próximo Oriente, Vietnam, y otros. Desde este punto de vista, la Cumbre de Helsinki fue, por el solo hecho de producirse, un exitoso ejercicio de diplomacia multilateral, propiciado –esto sí—por las dos superpotencias (sin las cuales Helsinki no se hubiese producido). Por primera vez desde 1946, los 34 países de la OTAN (Estados Unidos y sus aliados), el Pacto de Varsovia (la Unión Soviética y sus aliados) y los países neutrales de Europa (como Austria, Finlandia, Suiza, Suecia o Yugoslavia) se juntaban con ánimo de establecer unas reglas más estables de relaciones entre  estados. El escepticismo de muchos expertos parecía justificado, y el rendimiento de las llamadas “tres cestas” de acuerdos no parecía a corto plazo muy esperanzador: a) acuerdos sobre seguridad en Europa (sometida a la fuerte tensión de la terrorífica carrera de armas nucleares); b) acuerdos sobre cooperación en temas económicos y tecnológicos; y c) cooperación en materia de derechos humanos. Huelga recordar que la URSS estaba muy interesada en el segundo bloque, y muy poco en el tercero, mientras que el bloque occidental afirmaba su interés por el tercero, pero usaba el segundo como incentivo y castigo en las negociaciones. Al final, el primer bloque, la seguridad, es el que objetivamente interesaba a todas las partes porque nadie se podía permitir ignorarlo, y es el que dio –visto desde hoy—algún resultado, al menos a título de seguridad preventiva.

Otro aspecto esencial de la CSCE fue innovador. Empezó deliberadamente con un perfil bajo, “conferencia” en lugar de “organización”, se trataba de acordar un modo de funcionamiento duradero pero no formalizado como organización internacional, para ver si el llamado régimen de encuentros producía resultados, y aunque con altibajos, así fue durante los casi quince años siguientes. A pesar de la tensión de la llamada “Segunda Guerra Fría” (1979-1990), la simple existencia de la CSCE y sus conferencias sucesivas, tanto plenarias como sectoriales (Madrid, Belgrado, Viena), mantuvo un régimen de relaciones entre los bloques de gran importancia estratégica. Y no es casual que la CSCE al final se convirtiese en OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) en dos etapas: la Carta de París para una nueva Europa, de 1990 (donde se conserva aún el nombre de CSCE), y la fundación formal de la OSCE en Budapest en 1994, con sus instituciones formales y permanentes. Ello permite entender por qué en la actualidad, la OSCE, que ha pasado a tener 57 miembros, es una organización cuya importancia no puede ser ignorada. Algunos argumentan que su rendimiento es limitado, por ejemplo en relación a la crisis ruso-ucraniana. Bien, la ONU tampoco parece poder hacer gran cosa, dada la naturaleza de estas organizaciones y del derecho internacional público en materia de conflictos. Pero la OSCE ha jugado un papel crucial en el espacio post-soviético desde 1994 hasta en hoy, en materia de mediación, observación electoral, promoción de la democracia y otros aspectos.

Pongámonos en perspectiva, y para ello analicemos el mundo actual, a la luz del pasado, o para ser más precisos, a la luz de la herencia de la Segunda Guerra Mundial. Ello es condición necesaria para entender el contexto en el que se produjo la Cumbre de Helsinki de 1975, y su balance posterior.

El actual sistema internacional, la globalización, la mundialización de la economía, todo esto no empezó ni con la caída del Muro de Berlín ni con el 11-S de 2001. Es un sistema cuyos fundamentos fueron negociados y calculados durante la segunda mitad de la Segunda Guerra Mundial por parte de los futuros vencedores. La Guerra Fría, más que un paréntesis en esta lógica, fue una encorsetamiento temporal (aunque duró cuatro décadas) del mundo globalizado, en base a un equilibrio de poderes entre Estados Unidos y la Unión Soviética que acabó en 1989. Pero sigue reapareciendo, no en base a un antagonismo ideológico globalizado (capitalismo contra comunismo), sino en base a una lógica mucho más antigua: competición por el poder y la influencia en sus múltiples formas. Y la globalidad de dicha competición empezó… en 1941, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética entraron en la Segunda Guerra Mundial.

Las grandes instituciones internacionales de la gobernanza mundial actual fueron creadas durante los dos últimos años de la guerra. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial (en Bretton Woods en 1944) y Naciones Unidas (en San Francisco en 1945) son en teoría instrumentos para lidiar con los problemas del mundo contemporáneo, no un museo en el que “visitar el pasado”. Para mejor entender el mundo actual, es esencial intentar entender el mundo de entonces, la coyuntura en la que se tomaron esas decisiones. Los fundadores no veían el futuro, no tenían bola de cristal, pero tenían la vista puesta en dos referencias: la propia Segunda Guerra Mundial, sus costes, sus consecuencias a escala global, y la certeza de que el mundo de la posguerra no sería de ninguna manera comparable al anterior. La jerarquía de poder entre estados, la potencia económica de unos y otros, el fin de ciclo de fenómenos como la descolonización, todo ello y mucho más dibujaban un panorama ante el que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial querían blindar sus respectivos intereses. La Guerra Fría tardó aún dos años en empezar, pero todas las contradicciones estaban servidas. Naciones Unidas, incluso hoy, es un paradigma de todo esto. Sus fundadores tenían un ojo puesto en todo lo antedicho, y en otro elemento más: qué no repetir de los errores del pasado inmediato. Es decir, qué no copiar del desastre de la Sociedad de Naciones, que en sus veinte años de vida, entre las dos guerras mundiales, no pudo ni evitar ni resolver los conflictos que llevaron a la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, el Senado de Estados Unidos se negó a ratificar dicho Tratado, y la lección es que Estados Unidos sería siempre reacio a asumir obligaciones internacionales permanentes sin cortafuegos para defender su “interés nacional” (según formulación del Presidente Truman). Posición que, entre los vencedores, aceptan de inmediato los demás miembros que gozarán del llamado “derecho de veto” y el estatus de miembro permanente del Consejo de Seguridad.

Desde este punto de vista, quizá se pueda considerar que la Cumbre de Helsinki de 1975 y la puesta en marcha de la CSCE fue una especie de “reset” de las relaciones entre Estados Unidos y la URSS después de casi treinta años de tensión bipolar, concentrada sobre todo (aunque no exclusivamente) en Europa. Se trataba de reformular las reglas de la Guerra Fría en términos de “competición racionalizada”, de riesgos controlados. No en vano la década de los setenta vio además los dos primeros grandes acuerdos sobre armas nucleares, SALT I y SALT II. Se acuñó también el término de “medidas de confianza y seguridad” en el ámbito militar, tanto convencional como nuclear. Esto no terminó con los conflictos en el mundo, pero encapsuló algunas de las cuestiones más sensibles en esta materia.

 

Conflictos armados: ¿continuidad o cambio?

Cuando se aborda la cuestión de los conflictos armados durante la Guerra Fría y en la actualidad, conviene tener en cuenta un primer dato: la persistencia de las guerras (o conflictos armados de uno u otro nivel), así como de la dificultad de acabar con ellas, ha sido y seguirá siendo una componente estructural del sistema mundial. Durante la Guerra Fría se produjeron 135 conflictos armados en 43 años, y desde la caída del Muro de Berlín (1989) el número de guerras en el mundo ha oscilado entre 52 y 34 por año. ¿Por qué? Las diversas tesis explicativas serían demasiado largas para las dimensiones de este artículo, pero al menos podemos explorar qué ha cambiado en el arte de la guerra.

Llama la atención que, en el último cuarto de siglo, una novedad han sido las guerras en Europa, donde ciertamente el “sistema bipolar” de la Guerra Fría había hibernado esta posibilidad (y la CSCE ayudó a ello), sustituida por una fuerte competición entre Estados Unidos y la Unión Soviética en todo el resto del planeta. Sólo hay que ver los conflictos armados en la ex Yugoslavia o en varios puntos del “espacio postsoviético” a partir de 1992, con el dramático caso actual de la intervención rusa en el este de Ucrania.

Otro debate gira en torno a la comunidad internacional y las exigencias de dar una respuesta basada en la fuerza (legal, en sede de la ONU) con intervenciones militares ineludibles, pero que no siempre conllevan la garantía de ser constructivas. O de permitir controlar la gestión política de la fase post-militar, es decir la reconstrucción posbélica de los países, que quedan destruidos en todos los conflictos.

¿Se puede acaso afirmar que algunas intervenciones de Naciones Unidas o amparadas por la ONU, o el despliegue de misiones OSCE en los Balcanes o el Cáucaso no han servido para nada? ¿Que la situación en estos lugares sería mejor de no existir ambas organizaciones? La tesis es poco convincente. Alguna relación de causa a efecto hay entre las intervenciones militares en la ex Yugoslavia y la posterior aparición de procesos democratizadores en Croacia y en Serbia. O la decantación final del caso de Kosovo, que no se puede ni analizar ni entender al margen de lo sucedido exactamente entre 1987 y 2008 entre Belgrado y la provincia kosovar, con la presión añadida de la ONU, la OTAN, la UE y la OSCE. Todo esto era impensable en los años setenta u ochenta, con lo que la evaluación de la utilidad o del rendimiento de la CSCE responde a otro tipo de perspectiva, bajo los parámetros del mundo bipolar y su mutación posterior.

A la vez, la sobrecarga de Naciones Unidas, o el exceso de solicitación de la llamada comunidad internacional a ésta u a otras organizaciones como la OSCE, ha ido creciendo en los últimos años y podría haber tocado techo. Por tanto, quizá asistamos a un reflujo del voluntarismo intervencionista y universalista que ha afectado a la opinión pública internacional del último cuarto de siglo. Uno de los motivos es la dificultad de aplicar una exigencia indispensable para que el uso de la fuerza, de aplicarse, vaya en el sentido de un mejor orden global: la fuerza, basada en la ley, debe apoyarse en el principio de igualdad (ante la ley) y de generalidad en su aplicación (sanciones y fuerza). Pero ello no funciona así y el agravio comparativo es estadísticamente abrumador.

 

¿Mundo unipolar o mundo fragmentado? La OSCE como heredera de la CSCE.

Acabada la Guerra Fría en su día, ahora también se puede dar por cerrado el debate sobre el supuesto mundo unipolar. No estamos en un mundo unipolar, sino en uno con varios centros de poder, de naturaleza funcional distinta (militar, económica, ideológica) y no sometidos a dinámicas pautadas o sujetos a reglas formales. Y ello somete a organizaciones como la OSCE a una dinámica estructural distinta a la que encuadraba en su momento a la CSCE. El sistema internacional postbipolar no parece estar reestructurándose de un modo jerárquico vertical, sino que por el momento se encuentra en una dinámica de tanteo en base a confrontaciones de bajo o alto nivel basadas (suponemos) en un cierto cálculo racional en términos riesgo/beneficio. Vivimos igualmente en una etapa en la que los diversos actores del sistema están intentando marcar el territorio (según la terminología del mundo animal y su lucha por el control del territorio, la caza, el agua y los recursos).

Así por ejemplo, las relaciones entre Rusia y Estados Unidos, entre China y los dos anteriores, o las vacilaciones de Europa ante todos, son señales, síntomas, pero poco más. La crítica del unipolarismo, del sistema basado en un centro de poder imperial, requerirá nuestra energía intelectual durante mucho tiempo, si en verdad queremos avanzar en la comprensión del mundo del siglo XXI. ¿Por qué? Pues porque por comodidad intelectual, o por inercia, tendemos a aceptar cada señal de acto de poder que hace Estados Unidos, como prueba de dos conclusiones falsas: la primera es que si el mundo fuera realmente unipolar, quien detenta el poder podría hacer siempre lo que quiere en todos los ámbitos, desde la política a la economía. ¿Controla alguien la famosa volatilidad financiera global (principal fuente de inseguridad económica en el mundo contemporáneo)? Y sin embargo la centralidad del actor estatal en el sistema internacional no puede darse por cerrada, entre otras cosas porque desde el punto de vista normativo, el Estado sigue siendo irremplazable (de momento), y su control sobre las organizaciones internacionales sigue siendo determinante. Por tanto, toda formalización de acuerdos, de tendencias al orden, en el sistema internacional, ha de pasar y seguirá pasando por la concertación entre  estados. En el espacio OSCE esto es tan evidente como necesario.

De lo dicho hasta ahora se deducen dos tendencias aparentemente contradictorias: por un lado, el actor Estado ya no tendría la importancia que tenía en otras épocas, pues compite con otros actores, coexiste bien o mal con organizaciones internacionales, contempla la erosión del, en teoría, intocable principio de soberanía. Pero por el otro, a pesar de todo ello, el Estado está en el centro de todos los debates, de todos los problemas y de las soluciones en curso. Es el sujeto esencial de las organizaciones internacionales, en la ONU; en OSCE, en la OTAN, en todas ellas; es el promotor o freno del desarrollo del derecho internacional (si los  estados se ponen de acuerdo, éste sufre un impulso importante, en caso contrario, se debilita enormemente); es el protagonista de toda negociación fructífera, ya se produzca ésta en sede bilateral o multilateral, en diplomacia interestatal o mediante organizaciones internacionales. En otras palabras, el Estado sigue siendo el actor central, inevitable e insustituible dentro del sistema internacional para, en última instancia, aportar algo de orden público global.

Como actores portadores de desorden, hay que prestar especial atención a estos híbridos llamados estados de facto (EDF), que son una novedad relativa en el sistema internacional (comparado con los tiempos de la Guerra Fría), una amenaza recurrente a la gobernanza global, un reto para Naciones Unidas, y en particular un gran desafío para la OSCE. Además, de algún modo, usurpan el concepto de Estado, lo cuestionan en sus atributos más exclusivos. Casi todos los casos de EDF están –con alguna excepción en Somalia– en el llamado espacio postsoviético: los hay en Moldova, en Georgia, en Azerbaidzhán, etc.

Ante ello, la pregunta de fondo queda abierta: ¿cómo puede actuar la comunidad internacional? tomando el término en su acepción más convencional: Naciones Unidas y otras organizaciones regionales intergubernamentales, como la Unión Europa y la OSCE. Desde luego la CSCE nunca conoció estos problemas.

Suelen darse al menos dos condiciones previas en todos los procesos de aparición de EDF: ante todo, una forma estatal preexistente, reconocida formalmente por el derecho internacional y dotada de todos los atributos formales inherentes a ello; por supuesto, dicha entidad estatal ha entrado en crisis por causas internas o externas (o ambas). En segundo lugar, una población heterogénea, con divisiones explícitas (étnicas, religiosas, lingüísticas, etc.) entre los diferentes grupos de población, a lo que se puede añadir que el traumatismo del conflicto postestatal suele ser correlativo a la mezcla o superposición de dichos grupos sobre el territorio. Para que tengan éxito, los EDF necesitan imperativamente durar en el tiempo, y ello depende de dos posibilidades. La primera es que un actor externo, estable, próximo y fuerte (es decir con capacidades disuasorias), adopte el EDF como asunto de interés propio. Ejemplo irrefutable: la Rusia postsoviética en relación a los casos de Abjasia y Osetia del Sur y, en cierto modo Adzharia en Georgia, o el más obvio todavía de Transnistria, en Moldova. El primero de todos los casos que se produjo en 1988, justamente en la URSS, al calor de la llamada perestroika, es el de Nagorno Karabaj –enclave entre Azerbaiyán y Armenia. Aquí la vinculación se produce con éste último estado antes de que llegue a ser soberano (la crisis y conflicto armado se inician desde 1988/1989, cuando Armenia y Azerbaiyán aún son repúblicas federativas de la URSS). La segunda opción depende de que una organización internacional relevante (la propia ONU, la OTAN, la OSCE, u otras como la Oficina del Alto Representante (OHR) en Bosnia Herzegovina después de los acuerdos de Dayton de noviembre de 1995) se haga cargo del caso, en principio de modo temporal, hasta llegar a una decantación del problema a través de múltiples variantes. Uno de los casos más interesantes de estudio es, y seguirá siendo, el de Kosovo. Si esto es cierto, la OSCE tiene una muy apretada agenda por delante. Y si llega una solución, la OSCE será parte de ella, no parte del problema.

 

Algunas Conclusiones

Hemos visto cómo la CSCE, con la Cumbre de Helsinki de 1975, abre una etapa en la que el concepto de seguridad europea ocupa un lugar central en la agenda internacional. ¿En términos de prospectiva, se podía adivinar como evolucionaría Europa, cómo sería el mundo actual? Hubo algunos intentos que, sorprendentemente, tuvieron atisbos de anticipación muy brillantes. Se suele citar al histórico director del prestigioso diario Le Monde, André Fontaine, que en un interesante ensayo publicado en 1975 intentaba adelantar lo que sería el último cuarto de siglo, refiriéndose a los años que entonces faltaban para llegar al año 2000. Pues bien, más allá del error de considerar prácticamente inmutable e irreformable al bloque soviético (error compartido por todos en aquel entonces), ya utilizaba la expresión “¡Balcanes por todas partes!” para encabezar un capítulo dedicado a la inestabilidad creciente en muchos lugares del planeta. Cierto, sus previsiones sobre Europa no han seguido un curso mecánico, pero ya utilizaba la expresión “la Europa cansada” para esbozar algunas de sus contradicciones actuales (Fontaine, 1975).

Más desapercibido pasó todavía un pequeño y brillante ensayo sobre “La occidentalización del mundo”, publicado en enero de 1989 (meses antes de la caída del muro de Berlín), en el que el autor se planteaba la tesis de la dinámica de uniformización a escala planetaria -cuando el vocablo globalización todavía no tenía franquicia- pero planteaba igualmente los límites y obstáculos de dicha dinámica dominante. ¿En qué consistía? Curiosamente, parecería que Bin Laden hubiera leído este libro, porque su capítulo inicial se titula exactamente: “La revancha de los cruzados”. Y la verdad, es una expresión que nadie usaba en 1989, mientras que actualmente Al Qaida ha construido buena parte de su capacidad de reclutamiento precisamente sobre la revancha contra aquella revancha, clamando precisamente contra “los nuevos cruzados”. El autor se refería, simplemente, a la evidencia de una serie de signos que desde los tiempos de la colonización histórica, y más aún después de las dos guerras mundiales, apuntaban a la emergencia del mal definido modelo occidental como único referente. De modo mucho mejor fundamentado, este ensayo se adelanta unos meses al primero de Fukuyama sobre “El fin de la Historia”. Pero a diferencia de éste, Latouche dedica buena parte de su reflexión justamente a adelantar lo que a medio plazo serían sin duda las razones del fracaso de tan optimista hipótesis. Bajo el epígrafe “Los límites de la occidentalización del mundo”, incluye una severa previsión sobre el fracaso del desarrollo, o quizá desarrollismo, como ideología construida sobre una hipótesis mecánica de progreso imparable y, lo que es más, bien distribuido. Añade otra lúcida visión sobre la crisis del concepto occidental de ordeninternacional y concluye con un párrafo propiamente visionario, leído desde 2005:

“Estamos en tiempos en que los hombres forman un único pueblo… Pero la ciudad (en el sentido de polis) que han construido es deforme, reinan en ella la injusticia, la violencia, el odio. Se destruye a sí misma. Y la técnica, que debía crear abundancia y apaciguar querellas, de hecho pone al servicio de la violencia, la injusticia y el odio capacidades multiplicadoras. El riesgo de destrucción total pura y simple es más fuerte que nunca” (Latouche, 1989).

Podemos dar un salto en el tiempo y citar dos ejemplos más: Le Monde-Dossier, de 23 y 24 de marzo de 2003, se titulaba “La nueva fractura mundial” e incluía cuatro grandes reflexiones. La primera atañe al debate sobre el futuro de la ONU, que en 2005 cumplía su sesenta aniversario, y que sigue embarrancado por cuestión de equilibrios de poder en el seno del Consejo de Seguridad. La segunda es un intento (más) de evaluar si la potencia americana (Estados Unidos) se puede definir en términos de única superpotencia, expresión del mundo unipolar, o imperio en declive. La tercera anuncia ya premonitoriamente (la publicación es de 2003) una Europa en crisis. Y la cuarta analiza tres supuestos escenarios sobre Oriente Medio y el mundo en general a partir de la guerra de Irak. Por supuesto, teniendo en cuenta que la publicación coincidió literalmente con el inicio de aquella guerra, no podía prejuzgar su resultado. Pero se ha desarrollado el tercer escenario, que los autores llamaban “La catástrofe”, y se quedaron cortos en sus previsiones más pesimistas.

El segundo ejemplo lo muestra el número 757 de la prestigiosa publicación Le Courrier Internacional, de mayo de 2005, en el que se publicaba un ejercicio de prospectiva de conflictos sobre los escenarios de una supuesta cuarta guerra mundial. ¿Por qué la cuarta? La tercera habría sido la Guerra Fría, pero también se dijo que el 11 de septiembre de 2001 marcaba el comienzo de la tercera guerra mundial, o la cuarta si se cuenta la Guerra Fría. No importa, conviene no banalizar las dos guerras mundiales, y designar como mundial cualquier conflicto armado por dramático que sea. De hecho, los escenarios de conflicto que podrían derivar en peligrosa escalada, según esta publicación, serían los siguientes: a) el día en que Beijing atacará Taiwán; b) el Golfo se inflama de nuevo (escenario en que Estados Unidos ataca militarmente a Irán); c) conflicto entre las dos Coreas o ataque contra Corea del Norte; d) extensión del conflicto en la zona africana de los lagos; y d) guerra en Colombia hacia el año 2019. Como puede verse, el punto débil de este tipo de ejercicio es que tiende inevitablemente a pensar la inestabilidad y el desorden a escala global en términos de guerra tradicional, en espacios geográficos acotados, y que se resolverían militarmente. Este tipo de pensamiento está considerablemente en crisis.

Una conclusión última: aunque inicialmente la CSCE se ceñía en 1975 exclusivamente al concepto de “seguridad europea”, tanto entonces (durante la Guerra Fría) como a partir de 1992 y a pesar de sus transformaciones, la evidencia de fondo es que la seguridad europea, o si se prefiere, “paneuropea” es condición esencial de una mayor seguridad global. No se olvide que la OSCE es un foro peculiar, el único en materia de seguridad en el que se sientan Estados Unidos y Rusia, y en el que pueden debatir y negociar de modo más flexible que en el encorsetado Consejo de Seguridad de la ONU. A su modo y bajo parámetros globales distintos, la Cumbre de Helsinki de 1975 sigue teniendo sentido.

 

Referencias bibliográficas 

Fontaine, André. Le dernier quart de siècle. Paris: Fayard, 1975. 

Latouche, Serge. L’occidentalisation du monde. Paris: Agalma-La Découverte 1989

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012