Apoyo internacional al proceso de democratización en Venezuela. El papel de la Unión Europea

Nota Internacional CIDOB 229
Data de publicació: 03/2020
Autor:
Anna Ayuso, investigadora senior, CIDOB
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Esta es una versión actualizada a julio de 2020 de un documento de reflexión anterior.   

* El 14 de febrero de 2020, CIDOB reunió en Barcelona a expertos y responsables políticos en un diálogo titulado “Apoyo internacional al proceso de democratización en Venezuela: por una transición pacífica y efectiva” con el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación del Gobierno de España. La autora autor de esta nota agradece a todos los participantes, así como a aquellos responsables políticos europeos y españoles que han contribuido a informar este documento y algunas de las propuestas que en él se exponen.

Venezuela se ha convertido para toda América Latina en un foco de inestabilidad que traspasa las fronteras de la región y acarrea consecuencias en las relaciones entre las grandes potencias. La crisis venezolana entró en una nueva fase a principios de 2019, cuando Nicolás Maduro juró su segundo mandato presidencial el 10 de enero, tras haberse declarado vencedor de las elecciones del 20 de mayo de 2018, unos comicios cuestionados y no reconocidos por la oposición y gran parte de la comunidad internacional. Días más tarde, Juan Guaidó, nombrado presidente de la Asamblea Nacional (máximo órgano parlamentario, con mayoría opositora) se proclamó presidente interino de la República, invocando el artículo 233 de la Constitución que otorga poderes a dicho presidente ante un vacío de poder. Inmediatamente Estados Unidos, la Organización de Estados Americanos (OEA) y un número destacado de países del continente americano, concertados en el Grupo de Lima, reconocieron la autoridad de Guaidó. En las semanas siguientes, casi sesenta países en todo el mundo siguieron la misma senda, incluidos la mayoría de la Unión Europea.

El amplio respaldo internacional a Guaidó, sin embargo, no logró cambiar la situación de facto y, ya transcurrido año y medio de su proclamación, no ha alcanzado el objetivo de desbancar a Maduro e iniciar la transición democrática. A pesar de los intentos de quebrar la unidad de los grupos que apoyan al Gobierno, no se ha conseguido dividir el bloque gubernamental y el Ejército permanece al lado de Maduro. Lo que algunos denominaron “empate catastrófico”, para aludir a la imposibilidad de ninguna de las partes de dar con una solución imponiéndose a la otra, parece haberse convertido en una vía muerta que no conduce más que a una profundización de la tragedia en la que vive sumida la mayoría de los venezolanos que aún permanecen en el país y muchos de los desplazados a países vecinos. Una situación que se agrava con los efectos de la pandemia del Covid-19.

Los posicionamientos de algunos de los actores regionales y extrarregionales que se han ido sucediendo parecen haber sido, hasta ahora, más parte del problema que de la solución y surgen dudas sobre la efectividad de las estrategias seguidas. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha adoptado una línea dura frente al régimen de Maduro y ha recrudecido las sanciones unilaterales, tratando de asfixiarlo financieramente. Como estrategia de presión llegó a poner precio a la cabeza del propio Nicolás Maduro, al que acusa de narcotráfico, ofreciendo 15 millones de dólares por su entrega. Pero, solo días más tarde en marzo 2020, el encargado del Departamento de Estado para Venezuela, Elliot Abrams, propuso un Gobierno de transición, compuesto por chavistas y no chavistas, del que estarían excluidos tanto Nicolás Maduro como Juan Guaidó con la finalidad de organizar unas elecciones libres. Esta posición fue confirmada por el Secretario de Estado, Mike Pompeo, quien mostró la disposición de Washington a retirar las sanciones que acababan de endurecer si se aceptaba el Plan de transición.

En el otro bando, la Rusia de Vladímir Putin mantiene el apoyo a Maduro y se ha convertido en un socio estratégico para su Gobierno al ayudarle a sortear el bloqueo petrolero por parte de Estados Unidos. Sin embargo, Putin también trata de proteger los intereses de la petrolera rusa Rosneft, amenazada por las sanciones estadounidenses, y ha adquirido los activos de ésta en Venezuela a través de una petrolera estatal rusa. China, por su parte, mantiene los lazos con el Gobierno de Maduro, aunque con un perfil político más bajo. Su objetivo pasa por asegurar la devolución de los préstamos otorgados a Venezuela durante los años de altos precios del crudo que, con el desplome del mercado y la caída de producción, tardarán décadas en saldarse. Irán se ha convertido también en un fuerte aliado al proporcionar millones de barriles de gasolina para paliar el desabastecimiento que padece Venezuela. Con ello, el presidente iraní, Hasan Rohani, da un paso más en la escalada de su enfrentamiento con Washington, que también aplica sanciones a su país.

La Unión Europea mantiene una vía intermedia dado que, por una parte, reconoce a Guaidó como presidente encargado de liderar una transición democrática pero, al mismo tiempo, impulsa la negociación mediante la diplomacia multilateral del Grupo Internacional de Contacto (GIC). Aunque la Unión Europea mantiene sanciones selectivas contra personas concretas del Gobierno de Maduro, Bruselas no ha endurecido las medidas coercitivas multilaterales y apoyó el proceso de mediación patrocinado por Noruega en 2019. Una vez interrumpido éste, se hace necesario abrir un debate acerca de la dirección que debe tomar el acompañamiento internacional para lograr una salida democrática al conflicto y cómo reaccionar ante las acciones unilaterales del Gobierno de Trump y la escalada del enfrentamiento con los defensores de Maduro. Además, la crisis del Covid-19 ha hecho más apremiante atender la situación de los millones de desplazados y sus efectos en la población dentro del país, con un sistema sanitario colapsado. España apoya la acción concertada del GIC al tiempo que mantiene un distanciamiento con las medidas unilaterales y aboga por una negociación amplia; coorganizó asimismo con la Unión Europea la cumbre de donantes de mayo de 2020 que trató de dar respuesta a la crisis humanitaria. Esta Nota Internacional quiere analizar el momento en que nos encontramos y los elementos que conviene tener en consideración en el diseño de una hoja de ruta capaz de lograr una salida democrática a un conflicto que ha dividido la región. 

El estado de la crisis en Venezuela: compartiendo diagnóstico

El país vive una triple crisis: una crisis económica, que ha empeorado a pasos forzados en los últimos años del mandato de Maduro; una crisis política, cuyo máximo exponente es el enfrentamiento institucional entre el órgano legislativo liderado por Juan Guaidó y el Ejecutivo, que de facto controla la mayor parte del aparato del Estado, liderado por Nicolás Maduro; y a estas se superpone una crisis humanitaria que ha provocado el éxodo de millones de venezolanos y que ha empeorado con la llegada del coronavirus causando estragos en un país carente de suministros médicos básicos. Según la encuesta ENCOVI de 2018, el 87% de los hogares en Venezuela ya entraban entonces en la categoría de pobres. En la encuesta ENCOVI de 2020 se constata que “96 % de los hogares están en situación de pobreza y 79 % en pobreza extrema, hecho que significa en el último caso que los ingresos percibidos son insuficientes para cubrir la canasta alimentar”. Con esta situación no resulta difícil imaginar la devastación que puede causar el coronavirus en Venezuela. El informe de Human Rights Watch del 26 de mayo de 2020 alerta de que el quebrado sistema de salud no puede atender la pandemia, pues ni siquiera dispone de pleno acceso a agua y desinfectantes, y llamaba a la comunidad a proveer ayuda de emergencia pocos días antes de la conferencia de donantes convocada por la Unión Europea y España con el patrocinio de varios organismos de Naciones Unidas.

Con una inflación del 9.500% en 2019, según reveló el propio Gobierno (algo menor que en años anteriores), sin apenas reservas en divisas, con una escasez de productos básicos en torno al 70% y una contracción del PIB de más del 15% anual desde 2016, las posibilidades de recuperación son remotas, más teniendo en cuenta la caída de los precios del petróleo provocada por el frenazo económico a causa de la crisis del coronavirus. En la actual coyuntura, la crisis parece no tener piso ni techo. La devaluación de la moneda venezolana ha dado lugar a una dolarización de facto gracias a las remesas que llegan desde el exterior. Esta dolarización tolerada por el Gobierno es una medida para mantenerse en el poder político gracias a pequeñas mitigaciones y para sortear obstáculos al acceso al mercado internacional del sector privado que aún subsiste a duras penas. Sin embargo, la crisis económica que acompaña la pandemia ha impactado en el empleo de los expatriados y, con ello, en los flujos de remesas. Al menos la mitad de la población no tiene acceso a divisas y dependen para subsistir de las bolsas de comida de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), que tampoco cubren las necesidades alimentarias básicas. Por ello, se han generado nuevas maneras de sobrevivir en Venezuela con la actividad económica informal a la que se une la economía del contrabando de oro, gasolina y armas, que alimenta a una parte de las élites.

A la inestabilidad económica se une un índice de criminalidad de los más altos del mundo, debido a la proliferación de armas y a la impunidad de los delincuentes junto a la incapacidad del Estado de controlar el monopolio de la violencia y al alto índice de corrupción. Según el Informe Anual de Violencia 2019 que publica el Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV) ese año se produjeron al menos 16.506 fallecidos lo que supone una tasa de 60,3 muertes violentas por cada cien mil habitantes, muy por encima de otros países violentos en América Latina. Además, la ubicación de Venezuela en una zona de tránsito del tráfico de drogas y armas entre mercados de producción y consumo -hacia Estados Unidos, a través de Centroamérica, y hacia Europa, a través del Caribe y la costa oeste africana- ha convertido a Venezuela en un punto negro de la delincuencia transnacional. 

Los efectos de la crisis del Covid-19 han llevado a mínimos históricos los precios del petróleo lo que dificulta aún más la situación financiera del país ya que lec priva de ingresos que no puede conseguir de otro modo. La producción petrolera sigue a niveles muy bajos y una parte va a saldar las deudas con China y Rusia, y otra a Cuba, para saldar la del intercambio de servicios médicos. Según datos proporcionados por la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) de julio de 2020, la producción en Venezuela en junio estaba en torno a 393.000 barriles por día (bpd), bajo los 573.000 bpd del mes previo y un 52% por debajo del promedio de 821.000 bpd del primer trimestre, el menor desde febrero de 1943.

A la falta de liquidez, se une la imposibilidad de acudir a los mercados financieros debido a la calificación de alto riesgo por la situación de quiebra del Estado. Maduro, tras criticar al FMI durante décadas, solicitó a este organismo en marzo de 2020 un préstamo de 5.000 millones de dólares para el sector salud a través del Instrumento de Financiamiento Rápido, pero su solicitud cayó en saco roto debido al no reconocimiento de Maduro por buena parte de los países miembros. Esta petición puede interpretarse tanto como un intento de conseguir un balón de oxígeno ante una situación desesperada, como una forma de trasladar la responsabilidad de los efectos de la crisis a las instituciones internacionales y a las sanciones vigentes contra su Gobierno y contra la compañía estatal Petróleos de Venezuela, S.A. (PDVSA).

La confluencia de crisis política, económica y humanitaria ha desbordado las fronteras y genera inestabilidad sobre todo en los países limítrofes, especialmente en Colombia y Brasil que han recibido el impacto de la emigración descontrolada. El empeoramiento de las condiciones de vida en Venezuela que causó el éxodo de hasta cinco millones de venezolanos puede resultar aún más trágico con la crisis del coronavirus. Aunque las cifras de infecciones, según las estadísticas que proporciona el Gobierno sobre el número de contagios, son inusualmente bajas respecto a los países que la rodean, la falta de controles efectivos para un diagnóstico rápido puede desbordar la situación. La apremiante situación ha hecho que algunas voces, como la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Michelle Bachelet, planteen la necesidad de flexibilizar las sanciones vigentes frente a la pandemia. Por su parte, China ya ha empezado a enviar ayuda de emergencia: el primer cargamento llegó el 19 de marzo y el segundo diez días después con kits de pruebas rápidas, respiradores, desfibriladores, mascarillas, trajes y otros utensilios de protección además de antivirales, sedantes y otros tratamientos.

La Unión Europea no ha permanecido ajena; tras estallar la crisis del Covid-19, la UE y España organizaron la Conferencia de donantes de mayo de 2020 donde se prometió movilizar recursos por más de 2.500 millones de euros. Estas ayudas, parte donaciones y parte préstamos, van dirigidas sobre todo a los países que acogen a los migrantes venezolanos, aunque también pretenden aliviar la situación interna a través de organismos de ayuda humanitaria, lo cual precisa de un pacto con el Gobierno venezolano. Una buena noticia es que Maduro y Guaidó han llegado a un acuerdo para que la Organización Panamericana de la Salud (OPS) lidere el combate contra las consecuencias del Covid-19.

El escenario político interno

A pesar del clima de polarización que vive el país, la composición de los dos bloques enfrentados no es homogénea: es un entramado complejo en el que el equilibrio de fuerzas no resulta fácil de conseguir. En el bloque gubernamental, el control de facto del poder y de los recursos, que aún proporciona el Estado para las élites chavistas y sus socios, tiene un efecto de cohesión que ni la oposición ni las presiones externas han conseguido romper.

En diciembre de 2015, cuando por primera vez el chavismo perdió las elecciones legislativas y la oposición obtuvo la mayoría absoluta de escaños en la Asamblea Nacional, se entró en una fase de quiebre institucional que precipitó al país del autoritarismo competitivo de la época de Hugo Chávez a un autoritarismo antidemocrático. El ya debilitado Estado de derecho quedó vulnerado por una manifiesta violación de los poderes de la Asamblea Nacional por parte del Ejecutivo con la complicidad del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ); éste, primero, anuló la elección de tres diputados opositores y, después, declaró en desacato a la Asamblea Nacional por aceptar el juramento de los diputados impugnados. En respuesta, a principios de 2016, la oposición inició un proceso de referéndum revocatorio para destituir a Maduro y consiguió 1,3 millones de firmas, pero el Consejo Nacional Electoral (CNE) frenó el procedimiento.  

En marzo de 2017, el TSJ trató de cerrar y suplantar a la Asamblea Nacional, provocando masivas protestas de la oposición contrarrestadas por movilizaciones chavistas que causaron más de noventa muertos según fuentes oficiales (medio centenar más, según la oposición). En medio del conflicto, Maduro lanzó la convocatoria de una Asamblea Constituyente mediante un proceso impugnado por la oposición por inconstitucional y por el cual fueron elegidos 545 miembros cooptados exclusivamente entre organizaciones sociales y entidades locales afines al régimen. Smartic, la firma encargada del sistema de voto electrónico, denunció que hubo manipulaciones en las cifras de participación, extremo negado por el CNE. La Asamblea Constituyente asumió poderes por encima de cualquier otro órgano del Estado, usurpando las competencias legislativas de la Asamblea Nacional.

Esta Asamblea Constituyente adelantó las elecciones presidenciales de diciembre a mayo de 2018 y, para convencer a la oposición de participar en las presidenciales, el Gobierno abrió un diálogo a través de un Grupo internacional de apoyo, patrocinado por el presidente de República Dominicana, Danilo Medina, y el expresidente de Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, con el apoyo de países observadores (Chile y México, por la oposición, más Nicaragua, Bolivia y San Vicente y las Granadinas por el Gobierno) así como de misiones de observación electoral del Caribe y de la Unión Africana. Cuando las conversaciones estaban llegando a un principio de acuerdo, el CNE inhabilitó a los principales partidos opositores y se cerró el diálogo. La mayoría de la oposición llamó a boicotear las elecciones y ni los observadores de Naciones Unidas, ni los de la Unión Europea, ni los de la OEA, acudieron. Estas elecciones, no reconocidas por buena parte de la comunidad internacional, dan base para cuestionar la legitimidad del mandato de Maduro y explican el reconocimiento a Guaidó como presidente encargado por casi 60 países.

Durante este proceso, las Fuerzas Armadas han ido acumulando poder, si bien tampoco son un conglomerado homogéneo. La alianza cívico-militar de la que alardea Maduro consiste en un entramado de intereses que controlan las diferentes fuerzas que componen el Gobierno, pero el peso del Ejército es el fundamental. Representa una institución con aproximadamente unos 250.000 efectivos entre el Ejército Nacional y la Guardia Nacional. A ellos se une la Milicia Nacional Bolivariana, un contingente de reservistas no regular pero armado que, según el Gobierno, llega a seis millones de afiliados. El 30 de enero de 2020, la Asamblea Nacional Constituyente aprobó una nueva Ley Constitucional de la Fuerza Armada bolivariana que incluía a las milicias como “componente especial” de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y que actuarían como fuerza de choque en caso de emergencia nacional.

Dentro del Ejército se dan también distintos componentes que pugnan entre sí. Las dos figuras más destacadas son Diosdado Cabello, que desde junio de 2018 es presidente de la Asamblea Nacional Constituyente y representa el ala más radical, y Vladimir Padrino, ministro de Defensa. Cabello detenta el control de una gran parte de los mandos intermedios del Ejército y, por vía interpuesta, maneja también los hilos del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN). Éste se ha convertido en una pieza clave para desarticular cualquier signo de disidencia interna y amedrentar a la oposición mediante detenciones, interrogatorios y desapariciones. Estados Unidos acusa a Cabello de narcotraficante y de liderar el denominado “Cartel de los Soles” y, al igual que con otros líderes chavistas, ha ofrecido recompensa por su captura. El otro hombre fuerte, el ministro Vladimir Padrino, maneja la cúpula del Ejército y ha ido acumulando poder en el Ejecutivo de Maduro, lo cual incluye también el control de amplios sectores económicos como la distribución de alimentos, y en la producción industrial y farmacéutica. También participa en las explotaciones del Arco Minero del Orinoco, en minas de oro, diamantes y coltán.

Sin embargo, las Fuerzas Armadas no controlan la petrolera Petróleos de Venezuela, S.A. (PDVSA), que en estos momentos está en quiebra, con una capacidad de producción en mínimos históricos y obligada a resistir el bloqueo de Estados Unidos. A pesar de ello, PDVSA sigue siendo uno de los pocos instrumentos para obtener financiación externa y la pugna por su presidencia pone de manifiesto los difíciles equilibrios de poder. En abril de 2020, la sustitución en la presidencia de Manuel Quevedo, hombre próximo a Cabello, por Tareck El Aissami, más cercano a Maduro, como ministro de Energía y presidente de la petrolera, supuso una reestructuración del equilibrio de poder, y forma parte de un mayor acercamiento a Irán. La seguridad personal del propio Maduro tampoco está en manos de las Fuerzas Armadas sino de un círculo de seguridad propio, integrado por varios agentes de inteligencia cubanos a los que se han ido uniendo agentes iraníes.

Otro de los núcleos fuertes de poder reside en el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), creado por Hugo Chávez para fusionar distintos movimientos de izquierda bajo su liderazgo. Representa el brazo político del chavismo y no está dispuesto a dejar caer a Maduro, el heredero de Chávez. El mandato del PSUV consiste en liderar la transición del capitalismo al socialismo y, para ello, cuenta con una estructura de células que se extienden por todo el país, pero especialmente en los barrios y poblaciones más populares, y se encargan de gestionar todo el aparato clientelar y de control social a través de los paquetes de alimentos básicos de los CLAP y del Carnet de la Patria.

El entramado de control del poder se complementa con las comunas creadas en 2010 por la Ley Orgánica de Comunas. No son órganos electos, pero tienen prioridad sobre gobiernos estatales y municipios en la transferencia de los recursos y se atribuyen como misión la construcción de un Estado socialista. Miembros de estas comunas integran la mayoría de escaños de la Asamblea Nacional Constituyente. En ellas, las decisiones se toman por mecanismos de democracia directa que, en la práctica, funciona como un férreo control de la adhesión al régimen ya que la mayoría de sus dirigentes son activistas del PSUV.

El control absoluto de las instituciones por parte del Gobierno incluye al Tribunal Supremo, la Comisión Nacional Electoral y la Fiscalía del Estado a través de los cuales Maduro bloquea los poderes de la Asamblea Nacional. Así fue posible desarticular el intento de referéndum revocatorio y boicotear la participación de los principales líderes de la oposición, inhabilitándolos o encarcelándoles. Además de los casos más conocidos como Leopoldo López, el informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, publicado el 4 de julio de 2019, denunció la existencia de centenares de presos políticos en Venezuela. El informe afirma que, durante los últimos años, se ha desmontado el sistema de control institucional sobre el poder ejecutivo y se ha permitido la reiteración de graves violaciones de derechos humanos. Expone que “tanto a fuerzas civiles como militares se les atribuye la responsabilidad de detenciones arbitrarias, malos tratos y torturas a críticos del Gobierno y a sus familiares, violencia sexual y de género perpetrada durante los periodos de detención y las visitas, y uso excesivo de la fuerza durante las manifestaciones”.

El 5 de enero de 2020 se perpetró el siguiente asalto al único reducto de la oposición, la Asamblea Nacional presidida por Juan Guaidó. La minoría chavista, junto a un sector de la oposición cooptado a base de prebendas, trató de nombrar a un nuevo presidente sin contar con el quórum mínimo. Mientras, en un acto paralelo, la mayoría de diputados opositores reelegía a Juan Guaidó como presidente de la Cámara fuera de la sede del Parlamento. La reacción internacional fue determinante para sostener a Guaidó, quien realizó una gira internacional en la que recibió el apoyo de la Unión Europea, Canadá y Estados Unidos. Pero a medida que se acerca el final del mandato de la Asamblea Nacional y la convocatoria de unas elecciones parlamentarias previstas para diciembre de 2020, la situación de una oposición acorralada se hace cada vez más insostenible.

Durante décadas, el Gobierno chavista ha conseguido dividir a la oposición enfrentándola al dilema de acudir o no a las urnas en condiciones de desigualdad. Si no acudían, dejaban todo el espacio al chavismo; si accedían a dar la batalla electoral, legitimaban el fraude. Eso ocurrió en las últimas presidenciales a las que acudió un reducido sector de la oposición mientras la mayoría optaba por un boicot que secundó la mayor parte del electorado. La oposición tiene dificultades en mantener una unidad al ser una amalgama muy heterogénea que abarca desde un chavismo disidente de izquierdas a la derecha extrema, pasando por socialdemócratas y liberales. El chavismo conoce bien esas diferencias y las utiliza para fragmentar el diálogo. Así, mientras se rompían las negociaciones patrocinadas por Noruega, en las que se proponía una nueva elección presidencial, se abría una mesa de negociación paralela con un sector minoritario de la oposición para celebrar unas parlamentarias previstas en diciembre 2020. Con ellas, Maduro pretende legitimar su presidencia y acabar con la base que sustenta la presidencia de Guaidó. La llegada del Covid-19 ha alterado el calendario y ha agravado la crisis humanitaria, pero no ha cambiado los planes de Maduro para mantenerse en el poder. Lo muestra la penúltima maniobra del TSJ al suspender la dirigencia de los principales partidos opositores y nombrar a personas afines al régimen. En junio de 2020 descabezó a Acción Democrática y Primero Justicia y el 7 de julio a Voluntad Popular, al cual pertenece Juan Guaidó. Según del TIJ la nueva directiva podría usar el nombre y el logotipo de Voluntad Popular en las próximas elecciones parlamentarias, con ellos se asegura que participarán en las elecciones de diciembre y que la nueva composición de la Asamblea Nacional sea totalmente sumisa al ejecutivo, como lo fue en tiempos de Chávez.

Las sanciones como instrumento de respuesta internacional

La respuesta de la comunidad al deterioro institucional descrito se ha mostrado dispar y se ha dividido entre los que siguen apoyando al régimen chavista de Maduro y los que apoyan a Guaidó para liderar una transición que retome la vía democrática. Tanto Estados Unidos como la Unión Europea y Canadá han optado por aplicar sanciones de diverso alcance contra el Gobierno de Maduro. Éstas se vieron incrementadas en enero de 2019 cuando Juan Guaidó se proclamó presidente encargado, cuestionando así la legitimidad de Maduro. Las sanciones de Estados Unidos comenzaron ya en 2006 pero se intensificaron a partir de la represión de las protestas opositoras que llevaron al presidente Barack Obama a firmar la Ley de Defensa de los Derechos Humanos y la Sociedad Civil de Venezuela en 2014. Ésta establecía sanciones contra cargos chavistas considerados responsables de violaciones de derechos humanos. Tras la llegada de Trump a la Casa Blanca en 2017, el Departamento del Tesoro estadounidense incrementó las sanciones a figuras cercanas a Maduro, como el entonces vicepresidente de Venezuela, Tareck El Aissami, vinculándole con el narcotráfico. El 28 de febrero de 2018, el Senado de EEUU aprobó una resolución exhortando a Maduro a liberar inmediatamente a los presos políticos y ofrecía ayuda humanitaria de alimentos y medicinas. En mayo, el Departamento del Tesoro anunció sanciones contra el presidente y otros miembros del Tribunal Supremo de Venezuela, acusándoles de tratar de suplantar a la autoridad de la Asamblea Nacional.

En junio de 2017, la embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Nikki Haley, pidió "acciones" multilaterales contra Venezuela, aduciendo violaciones de derechos humanos y graves ataques a la democracia, pero no se consiguió una resolución del Consejo de Seguridad. En julio, el Departamento del Tesoro anunció sanciones para trece funcionarios más y ordenó a los familiares de su personal diplomático a abandonar Venezuela. Ya en 2018 una orden presidencial prohibía a los ciudadanos norteamericanos y extranjeros realizar, dentro del territorio de Estados Unidos, transacciones con cualquier tipo de moneda digital emitida por o para el Gobierno venezolano. A continuación, se amplió la lista de Nacionales Especialmente Designados y Personas Bloqueadas y se estableció una nueva ronda de sanciones personales que incluían a la esposa de Maduro.

El 25 de enero de 2019, tras la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela, la Orden Ejecutiva 13857 incrementaba la presión y, el 28 de enero, los Departamentos de Estado y del Tesoro cancelaron todas las órdenes de compra de petróleo a PDVSA y cedieron el control de su filial CITGO en Estados Unidos y las cuentas bancarias del Estado venezolano en su territorio al Gobierno de Guaidó. En agosto de 2019, una nueva orden presidencial congeló los bienes de propiedad y activos del régimen de Maduro y prohibió que cualquier individuo o empresa asistiera a funcionarios de su Gobierno. Estas sanciones aprobadas en agosto de 2019 tienen efectos extraterritoriales que podrían afectar a empresas y gobiernos que hacen negocios con el régimen venezolano, entre ellos los de China y Rusia. La aprobación de las sanciones sirvió de excusa a Maduro para levantarse de la mesa de negociaciones con la oposición que se había iniciado con la mediación de Noruega.

Washington ha permanecido ajeno a los intentos de mediación y negociación internacional. Priorizó encuentros bilaterales con Rusia y China e incluso hubo un fallido intento de negociación secreta con el Gobierno de Maduro en marzo de 2019. Paradójicamente, en ese mismo período, Trump no descartaba una intervención militar, aunque nunca contó con el respaldo del Pentágono, ni de los países vecinos o de la Unión Europea, ni mucho menos con el respaldo del Consejo de Seguridad donde el veto de Rusia y China frenan cualquier decisión contra de Maduro. La falta de viabilidad de una intervención armada directa y la destitución de John Bolton como Consejero de Seguridad Nacional, que defendía las posiciones más extremas, han supuesto un giro en el discurso de Washington. El 31 de marzo de 2020, el Departamento de Estado presentó el mencionado Plan para una transición democrática en Venezuela que incluye algún tipo de incentivo para el Gobierno venezolano, como el levantamiento de sanciones.

Por su parte, las sanciones de la Unión Europea contra el Gobierno de Nicolás Maduro consisten en un embargo de armas y en restricciones financieras y de visados contra determinados miembros del Gobierno. El 13 de noviembre de 2013, el Consejo aprobó unánimemente las primeras sanciones selectivas contra siete individuos del Gobierno de Maduro y un embargo de armas en respuesta a la masiva ola de represión contra manifestaciones de la oposición que terminaron con más de 140 víctimas mortales. La lista de individuos sancionados fue ampliada en los dos años siguientes, e incluyó, en noviembre de 2019, a 25 miembros del régimen. El 29 de junio de 2020 el Consejo de la Unión Europea añadió a 11 miembros del régimen de Nicolás Maduro en su lista de sancionados con ello se elevan a 36 el número total de personas sujetas a sanciones. En su comunicado, la UE vinculaba dichas sanciones directamente a los ataques a los poderes de la Asamblea Nacional  y en particular “de privar de la inmunidad parlamentaria a varios de sus miembros, y señaladamente a su presidente, Juan Guaidó”. La reacción de Maduro fue amenazar con expulsar a la representante de la UE en Venezuela, pero finalmente no lo hizo.

Para la Unión Europea, el embargo de armas y las sanciones selectivas sirven para denunciar la represión del régimen, pero no se contempla la adopción de otras medidas sancionadoras genéricas. El Consejo de la UE emitió, entre 2016 y 2019, ocho declaraciones sobre Venezuela, todas ellas incluyendo un llamamiento al diálogo, a una solución pacífica del conflicto y a una salida electoral; y también respaldó, primero, la mediación de tres expresidentes y, después, la de Noruega.

Bruselas no exige la dimisión de Maduro, aunque no le reconoce, sino un proceso de negociación y una salida pacífica entre Gobierno y oposición para convocar elecciones libres y democráticas. El recurso a las sanciones se contempla como un instrumento de presión y su levantamiento queda supeditado al establecimiento de “negociaciones creíbles y significativas, el respeto a las instituciones democráticas, la adopción de un calendario electoral completo y la liberación de todos los presos políticos". Tras el reconocimiento de Juan Guaidó como presidente encargado, la UE creó una iniciativa diplomática: el Grupo Internacional de Contacto (GIC) para explorar la posibilidad de una solución negociada al conflicto al tiempo que apoyaba los intentos de mediación de Noruega mediante el proceso de Oslo.

En enero de 2020, el Alto Representante para Asuntos Exteriores de la nueva Comisión, Josep Borrell, recibió a Juan Guaidó en Bruselas y le dio su apoyo para una transición pacífica. El 3 de abril, en representación de la Unión Europea, Borrell reiteraba que “la única manera de alcanzar una solución duradera a la crisis en Venezuela pasa por un proceso político inclusivo que permita la celebración de elecciones presidenciales libres y limpias”. Al mismo tiempo acogía favorablemente la propuesta del marco de transición formulado por Estados Unidos por ir en la línea de una solución pacífica e instaba a las partes en conflicto a participar en un proceso de mediación al que se mostraba dispuesta a contribuir mediante el GIC. También en la última resolución del Consejo de 30 de junio de 2020 se dice que la Unión Europea “seguirá trabajando para promover una solución pacífica y democrática en Venezuela, mediante unas elecciones legislativas creíbles e integradoras”. Sin embargo, al hacer referencia a las elecciones legislativas y no a unas presidenciales parece tácitamente haber desistido de la propuesta del plan de transición de la Administración Trump, que proponía un gobierno interino para convocar presidenciales y legislativas. 

Los dilemas de los procesos de negociación

Desde que estallaron los disturbios tras las controvertidas elecciones que llevaron a Maduro a su primer mandato, ninguno de los varios intentos de negociación ha dado frutos. En verano de 2017, el inmovilismo de las partes frustró un intento de mediación a través de un diálogo patrocinado por tres presidentes iberoamericanos y la Santa Sede. El Papa no medió directamente, pero expresó su descontento con la falta de avances y, a partir de entonces, el Vaticano ha eludido participar en más procesos de mediación en Venezuela.

Antes de las presidenciales de 2018, se abrió un nuevo intento de negociación en República Dominicana. Con las críticas internacionales creciendo y el incremento de las sanciones a miembros del Gobierno a raíz de la convocatoria y establecimiento de la Asamblea Nacional constituyente, Maduro accedió a unas negociaciones a las que la oposición acudía debilitada por su marginación en las elecciones previas, municipales y para gobernadores. Los objetivos de las negociaciones eran: la apertura de un canal humanitario para paliar la crisis que vive la población; el respeto a los poderes de la Asamblea Nacional; la liberación de los presos políticos y la habilitación de líderes de la oposición para participar en actividades políticas; la restitución de la independencia del poder judicial y la Comisión Nacional electoral. Mientras se daban las conversaciones, Maduro adelantó casi ocho meses los comicios presidenciales e inhabilitó a los principales partidos para que no pudieran presentarse. Así consiguió que la mayoría de opositores boicotearan las elecciones y convenció a un sector minoritario a presentarse para salvar la fachada de unas elecciones competitivas.

Tras la proclamación de Juan Guaidó y su reconocimiento por casi 60 países se han hecho numerosos llamamientos al diálogo. El 30 de enero de 2019, México y Uruguay, países que no reconocieron a Guaidó, anunciaron la convocatoria de una conferencia internacional sobre Venezuela para sentar las bases de un nuevo mecanismo de diálogo con la inclusión de todas las fuerzas venezolanas. Un día más tarde, la entonces Alta Comisionada de la Unión Europea, Federica Mogherini, anunció la creación del GIC integrado inicialmente por ocho países europeos y cuatro latinoamericanos: Uruguay, Francia, Alemania, Italia, Holanda, Portugal, Reino Unido, Suecia, España, Ecuador, Costa Rica y Bolivia, que celebraron su primera reunión también en Uruguay el 7 de febrero.

En primavera de 2019 se supo que se habían iniciado conversaciones secretas en Oslo para establecer las bases de un nuevo diálogo. El 9 de julio de 2019 se puso en marcha la mesa de negociación en Barbados con representantes de Nicolás Maduro y de Juan Guaidó. Las demandas eran básicamente las mismas que en la negociación anterior, excepto por parte de Maduro que pedía el levantamiento de las sanciones de Estados Unidos. Sin embargo, en agosto Washington incrementó las sanciones y Maduro se levantó de la mesa de Barbados para abrir una “mesita” con un sector minoritario de la oposición con la que se puso a negociar, no unas elecciones presidenciales, sino unas parlamentarias para sustituir a la actual Asamblea Nacional presidida por Guaidó. Eso colocaría de nuevo al grueso de la oposición ante el dilema de aceptar concurrir a unas elecciones parlamentarias sin garantías o boicotearlas y perder el único órgano en el que aún mantiene una presencia. Como en otras ocasiones la oposición no comparte un criterio común: un sector más radical se niega a participar y pide a Estados Unidos y la comunidad internacional más presión contra el Gobierno de Maduro mientras otro grupo considera mejor negociar unas condiciones mínimas, confiando en que el desprestigio de Maduro juegue a su favor como ocurrió en las anteriores parlamentarias. La cuestión es saber cuáles son esos mínimos.

El Plan para la Transición Democrática en Venezuela de trece puntos, que Estados Unidos propuso el 31 de marzo, contiene algunas de las condiciones que estaban siendo negociadas en la mesa de Barbados. Se plantea un Gobierno de transición que excluya a Nicolás Maduro y a Juan Guaidó pero que incorpore a representantes de todas las fuerzas políticas para establecer las condiciones de celebración de elecciones libres y justas. Al presentar el proyecto, Mike Pompeo dijo que, de cumplirse todas las condiciones, se podrían levantar las sanciones. Las cláusulas incluyen el restablecimiento de todos los poderes de la Asamblea Nacional y la inmunidad para todos sus miembros; la liberación de los presos políticos; la salida de las fuerzas de seguridad extranjeras; la elección de nuevos miembros para el  CNE y el TSJ aceptados por todos los partidos que representen el 25% o más de los miembros de la Asamblea Nacional; la creación de un Consejo de Estado seleccionado por los miembros de la Asamblea Nacional con representantes de todos los partidos que se convertiría en el poder ejecutivo y asumiría todos los poderes del presidente. A partir de entonces se levantarían las sanciones y la comunidad internacional brindaría apoyo humanitario, electoral, de gobernanza, de desarrollo, de seguridad y económico, con un enfoque especial en el sistema de atención médica, el suministro de agua y electricidad. Además, se insta a establecer una Comisión de la Verdad y la Reconciliación con la tarea de investigar los actos graves de violencia ocurridos desde 1999 y, al tiempo, aprobar una ley de amnistía consistente con las obligaciones internacionales de Venezuela, ley que abarcaría crímenes de motivación política desde 1999 pero exceptuaría crímenes contra la humanidad.

El Consejo de Estado establecería una fecha para elecciones presidenciales y para la Asamblea Nacional en seis o doce meses con observación internacional. Entre tanto, durante el Gobierno de transición, el alto mando militar (ministro de Defensa, viceministro de Defensa, comandante del Comando Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (CEOFANB) y jefes de servicio) así como las autoridades estatales o locales permanecerían en su puesto. La Secretaría General de la OEA considera que el plan presentado constituye una “propuesta válida de solución para salir de la dictadura usurpadora y recobrar la democracia en el país”. Este plan, como señalamos, fue inicialmente bien recibido por la Unión Europea, aunque Bruselas llama a una necesaria negociación e insta a tomar medidas para paliar la crisis humanitaria que ha empeorado con el Covid-19. Las inhabilitaciones a los líderes de la oposición y el desmantelamiento de sus partidos no vaticinan que Maduro esté por hacer concesiones, sino más bien sigue con su plan de desmantelar los únicos reductos de acción política que les quedan. 

Escenarios ante la crisis del Covid-19

El estallido de la crisis del coronavirus ha trastocado las prioridades y hoy lo primordial es tratar de paliar la crisis humanitaria. Pero, para el Gobierno y la oposición, el reloj no se ha parado y la crisis política sigue plenamente vigente tanto en la vertiente interna como en la internacional. Dos episodios han contribuido a elevar la tensión. El 3 de mayo, salió a la luz la denominada Operación Gedeón, una incursión marítima en la costa del estado La Guaira de un grupo de disidentes venezolanos armados en connivencia con una organización de seguridad privada norteamericana que trató de  infiltrarse en Venezuela desde Colombia, para secuestrar a Maduro, supuestamente para llevarlo a Estados Unidos. El intento, que fue rápidamente neutralizado, se saldó con varios muertos, demostrando que Maduro detenta el control del territorio y sembrando dudas sobre la posible implicación de Estados Unidos y del propio Guaidó, que afirmó estar totalmente al margen de la fallida operación, si bien admitió haber sido contactado por alguno de los implicados. Este episodio ha dado alas a Maduro en su denuncia de la injerencia de Estados Unidos, ha debilitado la imagen de Guaidó y ha creado nuevas fisuras en la unidad de acción de la oposición que cuestiona la estrategia del sector más radical liderado por Leopoldo López del partido Voluntad Popular y por María Corina Machado del movimiento político Vente Venezuela. El sector más dialogante buscaría volver a una mesa de negociaciones con mediación internacional.

El segundo episodio está relacionado con el refuerzo de la alianza de Venezuela con Irán. Tras el cese de actividades de la petrolera rusa Rosneft en Venezuela para evitar las sanciones de Estados Unidos, Irán parece haberse convertido en una nueva tabla de salvación. Además de proporcionar técnicos para tratar de reparar algunas refinerías, Teherán ha enviado cinco buques con gasolina que viajaron hasta Venezuela para paliar la carencia de combustible que sufre el país debido al embargo de Estados Unidos. El episodio ha ido acompañado de una escalada de tensión entre Estados Unidos e Irán, que ha desafiado abiertamente a los buques de la Cuarta Flota americana que patrullan el Caribe desde la base de Florida. Washington ha amenazado con incrementar las sanciones a Irán. Este enfrentamiento y la actitud beligerante de Maduro dificultan la probabilidad de una salida negociada de acuerdo al plan de Estados Unidos.

Por otra parte, el cerco sobre Guaidó se ha estrechado. El fiscal general de Venezuela, Tarek William Saab, anunció que, el 2 de abril, Juan Guaidó fue citado de nuevo a comparecer ante la fiscalía en el marco de la investigación sobre el exmilitar venezolano Cliver Alcalá, acusado por la Justicia de Estados Unidos de complicidad con el narcotráfico. Cliver Alcalá, que huyó a Colombia, se entregó a las autoridades norteamericanas para testificar contra el gobierno de Maduro y sus conexiones con el narco. Las autoridades venezolanas, por su parte, acusan a Alcalá de urdir un supuesto intento de golpe de Estado contra Nicolás Maduro que se habría planificado en Colombia. De momento Juan Guaidó aún no ha sido detenido, pero se ha iniciado la petición del levantamiento de su inmunidad y, si finalmente cae preso, la situación colocará a la comunidad internacional ante el dilema de decidir cómo responder a este nuevo brete provocado por Maduro.

En un momento en que, debido a la pandemia, voces habitualmente críticas con Maduro y su manejo de los derechos humanos en el país, como Michelle Bachelet y Josep Borrell, han apoyado una excepción humanitaria a las sanciones, una acción de este tipo genera un dilema moral sobre cómo atender a las necesidades de la población sin ser cómplice con el régimen. El nuevo informe de la Alta Comisionada de Naciones Unidas sobre los Derechos Humanos de julio 2020 vuelve a describir una situación de violencia estructural. Esta vez denunciando específicamente las condiciones inhumanas de los trabajadores en el Arco Minero del Orinoco, objeto de tratos degradantes ante la pasividad de las fuerzas de seguridad y la inacción del aparato judicial. 

Hoja de ruta de la Unión Europea ¿llega tarde?

La proclamación y reconocimiento de Juan Guaidó en clara coordinación entre la oposición venezolana y Estados Unidos cogió por sorpresa a la Unión Europea, que estaba tratando de buscar una vía de acercamiento entre las partes. Bruselas se vio abocada a reconocer al presidente encargado, lo que en la práctica supuso una ruptura de las relaciones diplomáticas con el Gobierno de Maduro. Así el GIC nació cojo a la hora de desplegar sus acciones diplomáticas. Con el GIC, la Unión Europea apoyó el intento de mediación del equipo técnico del Gobierno de Noruega entre mayo y agosto de 2019. También sostuvo, el 3 de junio de 2019 en la sede de Naciones Unidas, una reunión con el Grupo de Lima, aunque sin resultados concretos. La tradicional vía de negociación interregional se ha visto dificultada por la fragmentación que se da en la región ante el conflicto venezolano. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), ahora bajo la presidencia pro tempore de México, no ha sido capaz de generar un consenso de mínimos y, desaparecida la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), no queda otra instancia de negociación intrarregional que aglutine a todas las partes a la que apoyar, ya que la OEA se convirtió en un campo de batalla en lugar de un foro de negociación. En estas circunstancias, la vía más factible parece ser alentar una nueva mediación técnica de Noruega, con el apoyo de los países más neutrales de la región.

Pero difícilmente prosperarán estas iniciativas si no se ofrecen incentivos a las partes y el escenario de una escalada de sanciones en que se involucran actores externos no es propicio para este fin. Empujar a Maduro a una radicalización de sus alianzas puede conducir a un callejón sin salida. Por ello, será necesario abrir una vía de diálogo con esos aliados externos, lo cual incluye a Rusia pero también a China que, si bien de forma más silenciosa, sigue apoyando a Maduro y es su mayor acreedor. Y, por supuesto, es necesario un mayor diálogo con Estados Unidos; sin ello, el acercamiento que se ha producido con la propuesta de transición no conseguirá convertirse en apoyo a una negociación consistente en que el levantamiento de las sanciones acompañe el proceso de transición. No es fácil que un Trump en campaña por la reelección modere su discurso, pero queda espacio para avanzar con sectores diplomáticos menos radicales, como muestra la propuesta del plan de transición. 

En la vía humanitaria también se dan limitaciones. Al inicio de la crisis política, Bruselas ofreció un paquete de ayuda humanitaria que, igual que en el caso de EEUU, fue rechazado por Maduro por considerarlo un acto de injerencia tras el intento de camiones de USAID de penetrar en Venezuela por la frontera de Cúcuta desde Colombia. En 2019 la UE, junto con la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), convocó una Conferencia Internacional de Donantes en solidaridad con los más de cuatro millones de migrantes venezolanos en los países vecinos. Posteriormente, en mayo 2020, la Unión Europea y España convocaron la ya mencionada cumbre de donantes de la que salió la promesa de movilizar recursos por más de 2.500 millones de euros. En esta conferencia, que reunió a 40 países y organismos internacionales, Washington comprometió 200 millones de dólares, uniéndose así al plan de emergencia. Aunque es un compromiso conjunto, cada Estado decidirá cómo y a quién irán dirigidas sus ayudas. Las aportaciones a los países vecinos serán canalizadas a través de los gobiernos, los cuales se encargarán de negociar con los diferentes donantes. En este proceso, lo importante es respetar la transparencia y la coordinación internacional. La presencia de Estados Unidos en la conferencia de donantes representa un paso positivo en la línea de multilateralización de la respuesta al conflicto.

Una de las mayores dificultades consiste en la implementación de las ayudas al interior de Venezuela, evitando la politización y el desvío de las mismas. Inicialmente la iniciativa no fue bien recibida por Maduro quien, a través de un comunicado del Ministerio de Exteriores, calificó la iniciativa como un “fraudulento espectáculo organizado por un grupo de gobiernos, autoproclamados donantes, liderados por la Unión Europea, que pretende engañar a la comunidad internacional para legitimar sus continuadas acciones intervencionistas”. La politización de la ayuda humanitaria fue un error de partida que ya había sido denunciado por los organismos humanitarios en su momento. Sin embargo, el anuncio del compromiso por parte del Gobierno de Maduro y de Guaidó de confiar en la OPS para la distribución de la ayuda humanitaria permite esperar que la crisis de la pandemia pueda convertirse en una oportunidad para despolitizar la asistencia humanitaria a través de la vía multilateral. Para ello, conviene convencer a Maduro de que no se usará con otros fines y garantizar un acceso equitativo para los más necesitados.

Aunque se ha llegado tarde a una crisis de larga gestación, la Unión Europea debe trazar una hoja de ruta con unos principios claros a los que ceñirse para dar respuesta a los acontecimientos que están por venir.

En primer lugar, se debería evitar contribuir a exasperar la división entre las partes, intentando convencerlas de que no habrá vencedor si hay vencidos y de que la negociación y el respeto a la pluralidad representan ingredientes imprescindibles. Eso no es fácil en ninguno de los dos bandos, pero especialmente en el de Maduro, que tiene la fuerza del ejército de su parte.

En segundo lugar, conviene tener claro que la política de sanciones por sí misma no es eficaz si no va acompañada de un marco de incentivos para hacer sentar a las partes a la mesa. Y ello supone elaborar un plan de apoyo a la reconstrucción del país que cuente con las capacidades internas y el apoyo internacional.

En tercer lugar, además de esos incentivos positivos y al margen de las sanciones, han de darse algunos incentivos negativos en el terreno de la lucha contra la criminalidad de la que se benefician algunos elementos del régimen, lo cual significa establecer un mecanismo de vigilancia de las operaciones financieras ilegales. Eso resultaría más efectivo que los embargos y menos lesivo para la población.

En cuarto lugar, para ser creíbles, las negociaciones deben incluir a todos los actores relevantes sin exclusiones. Aprendiendo de las negociaciones del Plan de Paz de Colombia, con todas las salvedades que las convierten en un caso muy diferente, un componente debería ser rescatado: la mirada hacia el futuro. En las negociaciones colombianas no solo se hablaba de paz sino también de cómo reconstruir el país para pasar del enfrentamiento a una vida en común. En Venezuela, hay un abismo entre ambas partes de la que se aprovechan los sectores más radicalizados y es necesario trabajar con la sociedad civil para recuperar el diálogo e incluirla en el debate sobre el proceso de reconstrucción democrática. Esa incorporación de más actores también dificultaría la decisión arbitraria de levantarse de la mesa que practica sistemáticamente Maduro una vez conseguidos sus objetivos de dividir a la oposición Ese trabajo es difícil que se haga de arriba a abajo, por tanto es necesario un acercamiento por otras vías que se ven muy dificultadas por el sistema de control social que ha desplegado el chavismo. Pero las movilizaciones que consiguió la oposición muestran que aun hay un espacio fuera del control del aparato del estado.

En quinto lugar, otro aspecto central es el de los derechos humanos. Los presos políticos no pueden convertirse en moneda de cambio, su liberación debería ser un requisito previo e innegociable. La impunidad ante el ejercicio de la violencia ha convertido a Venezuela en uno de los países con mayor criminalidad del mundo. Es preciso desvincular la posible amnistía política de la de presos comunes. Además, debería contemplarse un plan de gestión de control de las armas que hoy están en manos de bandas criminales.

En sexto lugar, no se parte de cero. El proceso de Oslo ya tiene trazados los requisitos necesarios para generar las condiciones de unos comicios electorales homologables. Es necesario negociar cómo se convence para compartir el poder a los que ahora lo detentan de facto, y conviene generar una imagen clara de cómo será el día después para el conjunto de actores.

Finalmente, dados los antecedentes, Bruselas no puede dejar de plantearse de qué manera ha de reaccionar ante iniciativas de Maduro que empeoren la situación, como la detención y encarcelamiento de Guaidó o la convocatoria -ya en ciernes- de unas elecciones a la Asamblea Nacional sin garantías, que excluya a la oposición. La Unión Europea debe tener capacidad de predicción, haciendo un seguimiento cotidiano de los acontecimientos, basado en fuentes fidedignas y plurales, para tener preparada una respuesta adecuada mediante un observatorio de la evolución del conflicto y no tener que reaccionar ante hechos consumados como ha ocurrido en el pasado.

Los últimos acontecimientos muestran que Maduro está dispuesto a mantenerse en el poder con el apoyo del ejército. Su prioridad es acabar con la oposición interna. Del entorno internacional ya se ocupará cuando tenga eso solucionado y cuando la incógnita de las elecciones presidenciales en Estados Unidos se haya despejado. De momento se apoya en unos aliados fieles que le permiten capear la coyuntura y, excluida una intervención armada, no hay ninguna presión externa que le pueda hacer cambiar de opinión. Eso no quiere decir que no le afecte, pero no será determinante si no hay una alternativa creíble en el interior del país. También es importante reconstruir el diálogo regional y en lugar de construir trincheras tender puentes para establecer consensos de mínimos en materia de democracia y derechos humanos en un entorno especialmente crítico debido a la crisis multidimensional que no ha hecho más que empezar. La CELAC debe volver a ser un instrumento de diálogo interregional que permita sentar a todos en una mesa, hoy no lo es. Mientras tanto, la convocatoria de un nuevo Grupo Internacional de Contacto debería incluir a representantes de organismos regionales y a todos aquellos países que se declaren dispuestos a apoyar un proceso de transición negociada.

Palabras clave: Venezuela, América Latina, Estados Unidos, UE, España, Maduro, Guaidó, crisis regional, crisis humanitaria, sanciones, Grupo Internacional de Contacto, OEA, CELAC

E-ISSN: 2013-4428

D.L.: B-8439-2012