Amenazas reales y virtuales: la Europa vulnerable a la desinformación

Data de publicació: 05/2019
Autor:
Carme Colomina, investigadora, CIDOB

La precampaña electoral europea de 2019 empezó en Hungría antes de tiempo. A finales de febrero, el gobierno de Viktor Orbán desplegó vallas publicitarias, anuncios en prensa y publicaciones en la página oficial de Facebook del ejecutivo, con la imagen del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, y la del millonario George Soros (la bestia negra en la retórica populista de Orbán) acusándolos de conspirar para abrir las puertas de Europa a la inmigración descontrolada. Ni el mensaje ni la personificación de los culpables eran nuevos pero, por primera vez, Bruselas salió de su no confrontación habitual y acusó al Gobierno húngaro de difundir fake news (un concepto que ya forma parte tanto del vocabulario diario como del catálogo de armas verbales arrojadizas contra cualquier ataque o disensión política). La Comisión lanzó en cuestión de días una contracampaña titulada «Los hechos importan» refutando, uno a uno, los argumentos de Orbán.

Las instituciones europeas llevaban meses debatiendo y planeando estrategias para minimizar los efectos de la desinformación en las elecciones al Parlamento Europeo. En el último año se han presentado códigos de prácticas para corresponsabilizar a los gigantes tecnológicos en el control del contenido disruptivo que se multiplica a través de las redes sociales, y anunciado nuevas estrategias de colaboración entre instituciones y estados miembros para establecer un sistema de alerta rápida para la detección y reacción ante la aparición de campañas desinformativas. Y, sin embargo, el primer aprieto público salió, precisamente, de un gobierno comunitario.

La desinformación no es una amenaza que viene del exterior. Es ya una realidad interior. Es la consecuencia, no la causa, de la transformación de la esfera pública europea; de unas fronteras cada vez más difusas entre hechos y opiniones; entre la capacidad disruptiva del exterior y el poder de amplificación de los actores internos. La esfera pública europea se ha vuelto más compleja, saturada por la cantidad de información —veraz o no— al alcance, con más actores lanzando relatos a menudo divergentes y más canales de difusión. La conversación política y social se ha vuelto también más ruidosa. Y esta creciente irrelevancia de la verdad factual en el discurso público ha acabado alterando el proceso democrático de formación de las opiniones.

Al igual que la escena política europea, también la esfera pública se ha fragmentado y segmentado. La concatenación de crisis de la última década aceleró el proceso de europeización de la ciudadanía de la Unión Europea. El debate público sobre la realidad comunitaria aumentó pero, al mismo tiempo, también se volvió más dispar. El desapego político fue tensando la discusión pública y creó las condiciones perfectas para la irrupción y amplificación de narrativas antieuropeas. Quizás la información sea falsa, pero la polarización que alimenta es real. El apoyo populista y el sentimiento anti-establishment han ido sumando ganancias electorales en un sistema político que se siente, desde hace un tiempo, en terreno inestable.

La Europa tecnocrática, la de la legitimación por los resultados, se sintió desarmada,vulnerable, ante la nueva política de las emociones que irrumpió, en su realidad más cercana, en 2016 con la victoria del Brexit y la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca; pero también con la constatación de una nueva desconfianza pública y la irrupción en el debate político y mediático de narrativas alternativas sobre el conflicto de Ucrania que cambiaron por completo la relación entre la Unión Europea y Rusia. Aquel mismo año, en la nueva Estrategia Global de la UE que presentó el Servicio de Acción Exterior de Federica Mogherini, Rusia dejó de ser un «socio estratégico» para pasar a ser considerada un «desafío estratégico».

La información y las narrativas compartidas son una precondición del discurso público democrático que ahora se fragmenta en silos de supuestas verdades compartidas. Las redes sociales abrieron la esfera pública a nuevas voces, especialmente a aquellas que desafiaban el statu quo o que, tradicionalmente, se habían sentido infrarrepresentadas en el debate mediático. Pero, en esta nueva comunicación de 140 caracteres que favorece los mensajes cortos, simples, emocionales o sorprendentes, las redes actuaron como cámaras de resonancia que reafirman posturas en la conversación digital. El impacto en el sistema democrático de la posverdad se tradujo en posconfianza institucional, en recelo respecto a todos aquellos intermediarios que habían ejercido el monopolio de la interpretación de la realidad. Y, sin embargo, es difícil poder probar una relación de causalidad entre los intentos por alterar la opinión pública y los cambios en el comportamiento de los ciudadanos.

¿Cómo puede la Unión Europea abordar un problema que se percibe con grados diferentes de preocupación entre sus estados miembros, diferentes evaluaciones de riesgo, y que se aborda con un enfoque distinto sobre cómo hacer frente a la amenaza?

¿Cómo se puede legislar contra la desinformación sin dañar la libertad de expresión?

La desinformación, o mejor dicho la estrategia sobre como hacer frente a esta nueva realidad, confronta la Unión Europea con algunos de sus dilemas internos más recurrentes: las distintas visiones de derechos, valores y prioridades políticas que convergen bajo el paraguas comunitario. El equilibrio entre la libertad de expresión y el derecho a estar debidamente informado es uno de estos dilemas. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado inequívocamente que los gobiernos (y, por extensión, la UE) no pueden silenciar un discurso por el hecho de que esté «cuestionando la opinión oficial», teniendo en cuenta que uno de los principales objetivos de la libertad de expresión es, precisamente, proteger los puntos de vista de las minorías capaces de contribuir a un debate sobre cuestiones de interés general.

De momento, la Unión Europea ha puesto su empeño, principalmente, en promover la responsabilidad de las plataformas en línea y ha dejado en manos de los estados miembros cualquier iniciativa concreta de legislación. Mientras tanto, la pregunta de por qué la difusión de información falsa parece ser una estrategia tan atractiva en nuestro entorno actual está aún por resolver.