¿Cómo debería entender occidente el nuevo orden mundial?

Anuario Internacional CIDOB 2018
Data de publicació: 07/2018
Autor:
Kishore Mahbubani, profesor de Políticas Públicas en la Universidad Nacional de Singapur
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El presente artículo desarrolla algunos de los argumentos contenidos en el libro publicado en su versión inglesa por la editorial Allen Lane en marzo de 2018.

Vivimos un momento insólito. Si bien gran parte del siglo XX estuvo teñido por un Occidente optimista y un Oriente pesimista, parece que el ánimo se invierte a medida que nos adentramos de manera acelerada en el siglo XXI. ¿A qué se debe esta mutación? El presente artículo postula que este cambio se explica por tres revoluciones estructurales que han transformado en esencia el mundo en que vivimos. Las sociedades que se ajusten y se adapten a estos cambios triunfarán y prosperarán. Las que no lo hagan, se deslizarán gradualmente hacia un remanso de la historia.

Las tres revoluciones estructurales las inició, de un modo u otro, Occidente. El resto de la humanidad –el 88% de la población mundial– no ha tenido más remedio que encajar y amoldarse a estas tres revoluciones estructurales. Por fortuna, la mayoría se ha adaptado bien. Paradójicamente, las sociedades que se muestran más reacias a ese encaje son las occidentales. Tanto en su política interna como en su política internacional, se resisten al cambio. En un mundo de masivas disrupciones económicas, los empleos “para toda la vida” son un objetivo imposible en cualquier sector industrial; hay que cambiar el concepto por el de “formación de por vida”. Y pocas sociedades occidentales han explicado esto a sus clases trabajadoras. En consecuencia, estas están votando a los partidos populistas. En el ámbito internacional, vemos una reticencia similar al cambio. De un modo más bien imprudente, Estados Unidos sigue socavando las instituciones y los poderes multilaterales, con la tácita complicidad de muchos estados europeos.

Una metáfora sencilla puede explicar por qué estas políticas son insensatas. En mi libro La gran convergencia, utilizo el símil de un barco para explicar la transformación fundamental que ha tenido lugar en nuestro orden global. En el pasado, cuando los 7.000 millones de habitantes del planeta vivían en 193 países, era como si viviesen en 193 barcos distintos. Cada barco tenía un capitán y una tripulación que lo gestionaba, y había unas reglas que garantizaban que las naves no colisionasen entre ellas. Este era el viejo orden global. Hoy, en un mundo cada vez más pequeño e interdependiente, los mismos habitantes comparten 193 camarotes de un mismo barco global. Tenemos capitanes y tripulaciones en cada camarote, pero ninguna de esas personas lleva el timón del barco. Nadie en su sano juicio se lanzaría al océano sin capitán ni tripulación. Y sin embargo, esto es precisamente lo que está haciendo Occidente al aferrarse a su vieja política de socavar las instituciones de la gobernanza global, justo ahora que la demanda de buenas instituciones y de una gobernanza global es más grande que nunca.

Es por ello que uno de los objetivos fundamentales del presente ensayo es propugnar que lo más sensato es que Occidente acepte, y se adapte, al nuevo orden mundial. Si bien algunos de los ajustes iniciales pueden ser duros (como ceder posiciones privilegiadas en las organizaciones internacionales), el resultado final será un rumbo mejor para todos, también para Occidente.

Las tres revoluciones estructurales

Para comprender las transformaciones recientes, debemos citar y analizar las tres revoluciones estructurales que han transformado nuestro mundo: el retorno de Asia; la aceleración de la globalización; y las disrupciones causadas por la tecnología moderna. Adaptarse a tan solo una de estas revoluciones estructurales es ya de por sí un desafío. Adaptarse a las tres, al mismo tiempo, es un reto colosal que explica, por ejemplo, la tremenda agitación política por la que atraviesan muchas sociedades avanzadas, dando lugar al fenómeno Trump o al Brexit.

El retorno de Asia está transformando completamente nuestro mundo. Para explicar a los ciudadanos occidentales qué transformaciones supone y cómo se están llevando a cabo, sus líderes tendrían que compartir con las poblaciones los conceptos que emanan de los gráficos 1 y 2, ofrecidos a continuación. El primero, a partir de datos del economista Angus Madison, compara la evolución histórica del PIB de diversos países, y muestra como durante muchos siglos, China y la India fueron las economías más grandes del mundo, así como su vertiginosa caída después de 1820. El segundo gráfico, recogido por Martin Wolff en uno de sus artículos en FT, expone que China e India han recuperado su participación natural en la riqueza mundial y cómo la de Estados Unidos y Europa ha empezado a reducirse.

El primer gráfico muestra claramente por qué el retorno de Asia es cíclico e imparable y como los últimos 200 años son un mero paréntesis frente a los 1.800 anteriores, en los que la economía mundial estuvo dominada permanentemente por China e India. Solamente después de 1820 Europa tomó el relevo, seguida por Estados Unidos. En el largo recorrido de la historia, la exuberancia productiva de Occidente respecto a civilizaciones es una gran anécdota. Todas las aberraciones históricas tienen un final. Y esto es lo que está sucediendo ahora.

Llama la atención que ni siquiera los analistas mejor informados de Occidente tengan presente que el mundo ha cambiado más en los últimos treinta años que en los 300 años anteriores. Como refleja el segundo gráfico, la participación de China e India en la economía mundial ha pasado de aproximadamente un 5% en 1980 a un 25% en 2015. Para entender hacia dónde se dirige el mundo y de qué manera China e India volverán a ocupar los puestos números 1 y 2 en el ranking de la economía mundial, basta con echar un vistazo al tercer gráfico.

Una de las consecuencias inevitables del resurgimiento de China e India en términos competitivos es la inevitable caída de ingresos de Occidente, en especial de las rentas de la clase trabajadora. R.W. Johnson describe bien cómo se han estancado los salarios: “Entre 1948 y 1973 la productividad creció un 96,7% y los salarios reales un 91,3%, casi exactamente a la par. Fueron aquellos unos años de trabajo abundante en la industria siderúrgica y en la automovilística, durante los cuales los obreros pudieron permitirse enviar a sus hijos a la universidad y verlos ascender a la clase media. Pero desde 1973 a 2015 –la era de la globalización, cuando muchos de estos trabajos desaparecieron yéndose al extranjero– la productividad creció un 73,4% y los salarios solo crecieron un 11,1%”. Y continúa Johnson: “En 1965, el director ejecutivo de una empresa ganaba de promedio 20 veces más que un trabajador. En 2013, el promedio era de 296 veces más”.(1)

De todos modos, la historia de la creciente desigualdad en las sociedades occidentales es compleja. No toda ella se explica por el retorno de Asia. Pero también es evidente que la decisión de China de entrar en la OMC en 2001, con una masiva inyección de mil millones de nuevos trabajadores en la economía global, iba a producir, como predijo Joseph Schumpeter, una gran cantidad de “destrucción creativa” en la economía mundial. Lamentablemente, Occidente, y en especial Estados Unidos, no prestaron la atención suficiente a este cambio estructural masivo y, más ocupados en dar respuesta a los atentados del 11-S, eligieron vertebrar su relación con el resto del mundo en base a este tipo de acontecimientos y no a un estudio profundo de las revoluciones estructurales lo que, podemos afirmar, ha supuesto un error estratégico.

Occidente tampoco ha sabido asimilar completamente las implicaciones de la segunda revolución estructural a la que hacíamos mención: la aceleración de la globalización. Lo que hace aún más sorprendente esta pasividad es el hecho de que la globalización fue esencialmente un regalo que Occidente había hecho al mundo. Durante las décadas de 1960 y 1970, mientras seguía preocupado por su conflicto ideológico con la Unión Soviética en la guerra fría, Occidente predicó apasionadamente al mundo que las economías de mercado libre al estilo occidental eran superiores a las centralistas y planificadas al estilo soviético. Occidente alentó a los países a abrir sus economías a la inversión y al comercio exterior si querían disfrutar de un rápido crecimiento.

Inicialmente, muy pocas economías del tercer mundo tomaron este camino. Sin embargo, el éxito que alcanzaron Japón y los “cuatro tigres” (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur) gracias a su apertura económica, convenció al líder chino Deng Xiaoping de seguir su estela y, en 1978, lanzar oficialmente las “Cuatro Modernizaciones” de la economía china. India siguió su ejemplo después de una importante crisis financiera en 1991. Claramente, esta historia ilustra hasta qué punto están vinculadas la primera y la segunda revoluciones estructurales.

Ambas requerían que Occidente se adaptase. Pero durante las últimas tres décadas, ninguna voz occidental importante sugirió ese cambio y adaptación. Sí hubo, en cambio, mucha autocomplacencia. Destacados pensadores, entre ellos el premio Nobel Paul Krugman, predijeron que el “milagro asiático” no iba a durar. En su citado artículo “El mito del milagro asiático”, que publicó en Foreign Affairs, Krugman afirmaba que “el entusiasmo popular respecto al boom económico asiático ha de matizarse mucho. El rápido crecimiento asiático no es un modelo válido para Occidente (…) y las perspectivas futuras de dicho crecimiento son más limitadas de lo que hoy alcanzamos a imaginar”.(2) Han transcurrido 24 años. En ese lapso de tiempo, la participación de Asia en la economía global ha transitado del 23,2% en 1990 hasta un 38,8% en 2014, y según cálculos de Oxford Economics, se situaría en torno al 45% en 2025.(3) Ha pasado suficiente tiempo para corroborar que la predicción del profesor Krugman no se ha cumplido.

Una dosis similar de autocomplacencia occidental acompañó a la tercera de las revoluciones estructurales, la emergencia de una nueva tecnología disruptiva, que el presidente ejecutivo del Foro Económico Mundial de Davos, Klaus Schwab, definió acertadamente como “la cuarta revolución industrial”. También ha predicho de manera profética que producirá disrupciones masivas en muchos sectores. En sus propias palabras:“Estamos al borde de una revolución tecnológica que alterará fundamentalmente la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos unos con otros. Por su escala, alcance y complejidad, será una transformación sin parangón con nada que haya experimentado antes la humanidad”.(4)

La palabra “disrupción” tiene algunas connotaciones negativas. Esto no es nada sorprendente. Algunos sinónimos de esta palabra son “alboroto, discordia, desorganización”. Para el obrero norteamericano que ha perdido su trabajo por culpa de la automatización, una “disrupción tecnológica” es claramente una fuerza negativa. Pero muchas de las “disrupciones tecnológicas” han sido muy positivas. Podemos citar en este sentido unas cuantas estadísticas curiosas. Hasta comienzos de la década de 1990, casi ningún chino o indio disponía de teléfono móvil. En 1995 (hace 21 años) China tenía 3,7 millones de usuarios de móviles. Hoy son 1.300 millones. En fecha tan reciente como 1990 no había casi ningún teléfono celular en la India. En diciembre de 2015 había casi mil millones de abonados a una línea móvil. Hasta hace muy poco, la mayoría de estos teléfonos móviles eran teléfonos “tontos”. Hoy, la India es también el segundo mercado mayor del mundo en teléfonos inteligentes, con más de 220 millones de usuarios de smartphones. Según el Ericsson Mobility Report de 2016 la predicción es que en India, el número de usuarios de teléfonos inteligentes casi se habrá cuadruplicado en 2021, con 810 millones de abonados.

Sabemos que la humanidad ha progresado siempre gracias a la difusión y a la compartición del conocimiento. Buena parte del ascenso de Asia puede atribuirse a la apertura que ha hecho Occidente de sus universidades a los mejores cerebros asiáticos, seguida por la creación de universidades de tipo occidental en muchos países asiáticos. Sin embargo, esta difusión del conocimiento sigue estando en Asia solo al alcance de las élites.

El boom de los teléfonos inteligentes ha hecho posible la mayor transmisión de conocimiento de la que ha sido testigo nunca la humanidad. Nunca antes habíamos tenido un mundo en el que el 30% de las rentas más bajas, incluyendo el 10% más pobre, ganase acceso masivo a los flujos universales de información.

La extensión generalizada del conocimiento se esconde posiblemente detrás de uno de los milagros modernos menos comentados de nuestro tiempo. La visión más extendida en Occidente es que, mientras China mantenga un sistema autoritario cerrado, nunca podrá tener una sociedad abierta e innovadora. Sin embargo, esta imposibilidad teórica ya ha tenido lugar; China está encabezando actualmente muchas áreas de innovación.

Tomemos, por ejemplo, los pagos con el móvil. Mientras la sociedad estadounidense sigue empantanada con los pagos en metálico o con cheque, la sociedad china se ha pasado masivamente a los pagos por móvil. La implantación de los smartphones puso las bases de esta realidad. Asimismo, China lidera el comercio electrónico mundial. Casi cualquier mercancía puede entregarse en una hora como máximo. China también es líder mundial en el uso de bicicletas públicas compartidas. Además, para sorpresa de algunos rezagados, China está a punto de convertirse en líder mundial en inteligencia artificial y ya hoy, dispone de los ordenadores más rápidos del mundo.

Todo ello nos permite afirmar que el mundo en 2020 se parecerá muy poco al de 1990, cuando la euforia occidental alcanzó sus máximas cotas con el colapso de la Unión Soviética y la victoria en la guerra fría. Fue en ese contexto en que buena parte de la intelectualidad occidental abrazó con entusiasmo la noción del “Final de la Historia” que propugnó Francis Fukuyama. Occidente había triunfado, y podía vivir de rentas. El resto del mundo tendría que amoldarse a un Occidente triunfante; Occidente no tenía por qué ajustarse ni adaptarse.

Curiosamente, y a pesar de su enorme repercusión, las tesis de Fukuyama ignoraban que en realidad el giro histórico que tuvo lugar alrededor de 1990 no representaba el triunfo de Occidente, sino el regreso del resto del mundo.(5) Justo cuando Occidente debería haber acelerado sus motores económicos para competir con un resto del mundo rejuvenecido, se durmió en los laureles (en términos competitivos).

Una “bala de plata” para Occidente: el multilateralismo

Tres décadas después de su gran momento le ha llegado a Occidente el momento de despertarse y reflexionar con detenimiento acerca del tiempo en que vivimos.Y obviamente, deberá ajustarse y adaptarse a un nuevo contexto en el que el resto, el 88% de la población mundial, está renaciendo. Queda por ver la dificultad de llevar a cabo estos ajustes. Afortunadamente, existe una “bala de plata”, una “solución milagrosa” que puede ayudar a Occidente y al resto del mundo a crear un mundo mejor para todos. Este último recurso puede encapsularse en una sola palabra: multilateral. Lo opuesto a multilateral es unilateral. La palabra “unilateral” condensa el espíritu de la política exterior estadounidense desde el final de la guerra fría. Ni siquiera Bill Clinton o Barack Obama, dos presidentes demócratas, fueron capaces de cambiar la política unilateralista de Estados Unidos respecto al cambio climático o a la OMC. George W. Bush y Donald Trump creen claramente en el unilateralismo.

La Unión Europea (UE) es esencialmente multilateralista y, de hecho, es la organización multilateral más exitosa del mundo; lleva el multilateralismo en sus genes. Pero la UE no ha sabido ser un contrapeso al unilateralismo de EEUU. Al contrario, ha sido más bien cómplice del mismo (excepto en raros momentos de desacuerdo, como cuando franceses y alemanes se opusieron a la guerra en Irak). Una y otra vez, cuando Estados Unidos se oponía o hacía descarrilar importantes acuerdos multilaterales como el Protocolo de Kioto o el Tratado sobre el Tribunal Penal Internacional (TPI), Europa se mantenía discretamente callada. En algunos casos, muchos miembros de la UE alentaron acciones unilaterales que más tarde demostraron tener consecuencias catastróficas, como por ejemplo la ampliación de la OTAN para incluir a antiguos miembros del Pacto de Varsovia, contraviniendo la posición de Rusia. Leonid Bershidsky escribió en Bloomberg View, la división editorial de la agencia de noticias Bloomberg: “La Universidad George Washington ha dado un paso importante para clarificar qué era exactamente lo que se había prometido y cómo, reuniendo un montón de documentos, todos ellos recientemente desclasificados, desde la época en que se negoció la reunificación de Alemania… [Estos documentos] ponen de manifiesto que altos funcionarios de EEUU, Alemania y el Reino Unido ofrecieron garantías a Gorbachev y al ministro de Asuntos Exteriores Edvard Shevardnadze de que la OTAN no se expandiría hacia las fronteras rusas. Los documentos dejan claro que los políticos occidentales no tenían la menor intención de expandirse hacia los países del Este de Europa, no solo hacia el territorio de Alemania Oriental”. Las posteriores debacles en Ucrania y Siria fueron una consecuencia directa del alineamiento de Europa con el unilateralismo estadounidense. Y, como explicaba Bershidsky, “La historia de la promesa rota es la excusa [de Putin] –no totalmente carente de fundamento, a juzgar por los documentos de la Universidad George Washington– para negarse a jugar limpio. Este es el motivo de que Occidente no haya llegado a un acuerdo con Putin, ni vaya a hacerlo. Es muy improbable, además, que cualquier posible sucesor de Putin, deje simplemente de lado la historia de la promesa rota, razón por la cual forma actualmente parte del ADN post-soviético del gobierno ruso. Durante años, quizás durante décadas, mantener la confrontación con Rusia será más fácil que restablecer la confianza.”

Tras casi tres décadas de apoyar activa o tácitamente el unilateralismo estadounidense (que ha tenido muchas consecuencias desastrosas), ha llegado el momento de que Europa convenza a Estados Unidos de que su interés a largo plazo está en apoyar al multilateralismo, no el unilateralismo. Y eso será arduo trabajo durante al liderazgo de Donald Trump. Su política “América Primero” es la expresión más franca del unilateralismo americano. No obstante, es necesario apelar y persuadir al establishment político e intelectual americano de que ha llegado el momento de cambiar el rumbo.

Para encaminar esa persuasión, los europeos deberían recuperar fragmentos de un discurso que pronunció Bill Clinton en Yale en 2005, en el que dirigía algunos sabios consejos a sus compatriotas: “Si creéis que es primordial conservar el poder, el control y todo el margen de maniobra y de soberanía como esencial para el futuro de vuestro país, no veréis inconveniente en que [EEUU sigua actuando unilateralmente]. [Estados Unidos es] actualmente el país más grande y más poderoso del mundo. Tenemos las herramientas y sabemos usarlas… No obstante, si pensáis que deberíamos tratar de construir un mundo basado en reglas, alianzas y hábitos de conducta en el que nos gustaría vivir cuando ya no fuésemos la superpotencia política, militar y económica del mundo, exploraríamos otros caminos. Todo depende de lo que creamos”.(6)

Bill Clinton estaba aconsejando valerosamente a sus compatriotas que empezasen a prepararse para una América que ya no sería la nación número uno. Necesitó coraje para hacerlo, pues en Estados Unidos es casi un tabú insinuar que América pueda descender al humillante número dos –aunque sea inevitable. ¿Cuál sería por consiguiente el mejor resultado cuando América se convierta al fin en el número dos? El mejor resultado sería que la potencia que pasase a ser el número uno (a saber, China) respetase “las reglas y los socios y los hábitos de conducta” con los que a Estados Unidos le gustaría vivir.

¿Y cuál sería la mejor forma de ponerle a China estas “esposas” de las “reglas, las alianzas y los hábitos de conducta”? Ahí es donde se hace visible la astucia de Clinton. Clinton estaba aconsejando a sus compatriotas que se pusiesen ellos mismos las esposas de dichas “reglas y socios”. Una vez que Estados Unidos hubiese creado un cierto patrón de conducta para la primera potencia mundial, ese sería el patrón que heredaría la siguiente primera potencia del mundo, es decir, China. La buena noticia es que China, por motivos propios, acepta vivir en un mundo dominado por normas y procesos multilaterales. Xi Jinping explicó estos motivos en dos brillantes discursos que pronunció en Davos y en Ginebra en enero de 2017. Xi dijo, por ejemplo:“la globalización económica, una tendencia histórica emergente, ha facilitado enormemente el comercio, la inversión, el flujo de personas y de avances tecnológicos… 1.100 millones de personas han salido de la pobreza, 1.900 millones de personas tienen actualmente acceso a agua potable, 3.500 millones de personas tienen acceso a Internet, y hemos establecido el objetivo de erradicar la extrema pobreza antes del año 2030”.(7)

Lo que Xi no dijo es que China, a diferencia de Estados Unidos, no tiene un impulso mesiánico que le lleve a cambiar el mundo. Si el orden en el exterior facilita el orden en casa, a China ya le está bien. Por consiguiente, si Estados Unidos optase por seguir el astuto consejo de Bill Clinton, debería sentar las bases de un mundo más ordenado. Y Europa debería, por tanto, tratar de persuadir a Estados Unidos para que abandonase su antipatía por el multilateralismo, que pocos reconocen abiertamente, pero que sigue siendo palpable. Así lo admitía la antigua secretaria de Estado Madeleine Albright, al afirmar que: “Los norteamericanos detestan la palabra ‘multilateralismo’; tiene demasiadas sílabas y acaba en ‘ismo.’”

Rejuveneciendo el mejor foro de aldea global del mundo: las Naciones Unidas

En nuestro mundo convulso y a veces indescifrable, resiste una verdad que es innegable: habitamos una aldea global, pequeña e interdependiente. Las crisis saltan de un extremo al otro del mundo sin obstáculo alguno. Desde la crisis financiera (2008-2009) al brote de ébola (20142016); desde la cumbre sobre el cambio climático en París (2015) hasta los ataques terroristas en muchas capitales europeas (2017), hemos aprendido que nuestra pequeña aldea debe unirse para abordar los desafíos.

Y para ello, necesitamos unos consejos de aldea global más fuertes y más eficaces. Por fortuna, tal y como nos ha recordado el historiador británico Paul Kennedy en su libro The Parliament of Man, disponemos ya de un parlamento global: la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU). Puede que muchos estadounidenses ignoren que esta es básicamente una creación americana, fraguada por el presidente Truman en 1945, inspirado por estas dos líneas de Locksley Hall, el famoso poema de Alfred Tennyson: “Cuando los tambores de guerra enmudecieron, y las enseñas de combate se plegaron. En el Parlamento del Hombre, la Federación del mundo” (8)

Como embajador ante las Naciones Unidas en dos ocasiones (desde 1984 a 1989 y desde 1998 a 2004) conozco de primera mano que los debates en la AGNU pueden representar adecuadamente lo que piensan los 7.300 millones de habitantes del planeta Tierra. Cuando los embajadores de la ONU hablan, deben trasladar los puntos de vista de los pueblos a los que representan y a los que finalmente deben rendir cuentas. El resultado es un auténtico coro de voces.

Y es precisamente por el hecho de que buena parte de las críticas a Occidente se expresan en el seno de la AGNU que Occidente, y especialmente los Estados Unidos, han tratado de marginar o de ignorar los debates de la ONU. Daniel Patrick Moynihan, embajador estadounidense ante las Naciones Unidas en la década de 1970, escribió en sus memorias: “El Departamento de Estado deseaba que las Naciones Unidas fuesen absolutamente ineficaces en cualquiera de las medidas que se adoptasen. Me confiaron a mí esta tarea, y yo la llevé a cabo con un éxito nada desdeñable (9).” En la misma línea, el politólogo Edward Luck afirmaba que: “Lo último que quiere Estados Unidos es una ONU independiente que pueda ejercer su influencia en el mundo (…) [y no va a] permitir que la organización imponga directriz alguna que contravenga los objetivos del liderazgo norteamericano” (10). Es por ello, que Washington se desentiende deliberadamente de las posiciones expresadas en este consejo de la aldea global. Ha llegado el momento de detenerse y reflexionar sobre si esto ha sido una actitud sensata. Por ejemplo: ¿habría habido más o menos atentados terroristas en capitales occidentales de haber escuchado al resto de voces del mundo? ¿Qué contribuyó al éxito de la primera invasión de Irak en 1991 y al lamentable fracaso de la segunda, en 2003? La diferencia esencial es que Bush padre buscó y obtuvo el apoyo de las Naciones Unidas. Prácticamente el mundo entero, incluidas China y Rusia, respaldaron aquella invasión. En cambio, Bush hijo fue en contra del consenso en las Naciones Unidas. Prácticamente todo el mundo, incluidas China y Rusia, se opusieron a la invasión.

De estas dos guerras de Irak se desprende una lección obvia, que pocos intelectuales admiten aún en público, y es que erraron al apoyar la segunda guerra de Irak. Alguien debería iniciar un movimiento de mea culpa en Estados Unidos, explicando por qué se negaron a escuchar la abrumadora opinión del resto del mundo.

Un mito extendido en Estados Unidos es que el país no puede actuar debidamente en la ONU (respecto a Siria, por ejemplo) a causa de la oposición de estados no democráticos como Rusia y China. En esta línea eximente se han expresado las dos últimas embajadoras (Samantha Power y Nikki Haley) avivando esta creencia. Así, cuando en febrero de 2017 Rusia y China bloquearon las sanciones a Siria, Nikki Haley dijo: “anteponen a sus amigos del régimen de Bashar al-Assad a nuestra seguridad global (…) ignorando a los hombres, mujeres y niños indefensos que mueren asfixiados por el gas venenoso que emplean las fuerzas de al-Assad (11)”. Sin embargo, esto obvia que a la intervención estadounidense en Siria también se opusieron India (la mayor democracia del mundo) e Indonesia (la tercera). ¿Qué lleva a Estados Unidos a ignorar a estos dos países democráticos? ¿O es acaso que la opinión de las democracias no occidentales no cuenta? Esto es lo que escribió un destacado funcionario indio, Shyham Saran, acerca de la intervención occidental: “En la mayoría de casos, la situación después de la intervención es mucho peor, la violencia más le tal y el sufrimiento de la gente a la que supuestamente se iba a proteger es mucho más grave que antes. Irak es un primer ejemplo; Libia y Siria son otros dos más recientes. Y en Ucrania se reproduce ahora mismo una historia similar. En ninguno de estos casos se ha reflexionado seriamente acerca de las posibles consecuencias de la intervención” (12).También escribió esto: “[Europa] ha aumentado la inestabilidad y la disrupción en el occidente asiático con sus poco meditadas intervenciones en Libia y Siria (13)”.

Es por ello que los procesos y las instituciones multilaterales importan. Constituyen la mejor plataforma para escuchar y para entender los puntos de vista del mundo. La próxima vez que Occidente quiera dar una lección de moral interviniendo en otro país no occidental debería primero convocar una reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el único foro donde los 193 países soberanos existentes pueden hablar libremente. Y es donde Occidente puede enterarse mejor de lo que piensa el 88% de la población mundial.

Conclusiones

Durante los últimos treinta años, a medida que el poder occidental ha entrado en declive, Occidente se ha parapetado en su negativa a escuchar las opiniones del resto de la humanidad y ha minado la influencia de las Naciones Unidas. EEUU ha orquestado una campaña específica –secundada por la cobardía europea– para deslegitimar a la ONU, especialmente a la Asamblea General.(14) Sin embargo, como observó atinadamente Margaret Thatcher, “Las Naciones Unidas son solo un espejo que refleja el estado irregular, desaliñado y dividido de nuestro propio mundo. Si no nos gusta lo que vemos, es absurdo maldecir al espejo. Más nos valdría empezar a reformarnos”. (15) Necesitamos construir un nuevo consenso global. Las hermosas palabras de la Carta de las Naciones Unidas y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos pueden darnos las claves para concretar los valores de este nuevo consenso.

La relegitimación de la ONU es, por consiguiente, otro paso sencillo para dejar atrás las imperfectas y arrogantes estrategias occidentales. No hay momento más oportuno para hacerlo que ahora. Con una jugada casi milagrosa, las Naciones Unidas eligieron en 2016 a António Guterres como secretario general de la ONU. Fue un milagro porque Guterres es un político inteligente y experimentado. Aún mejor, es europeo y proviene de un estado de la OTAN, Portugal. Si Occidente no puede trabajar con un secretario general poco sospechoso de ser antioccidental como él, para reactivar y fortalecer a las Naciones Unidas, ¿con quién podrá hacerlo?

El altruismo nunca funciona en asuntos internacionales. Occidente solamente cambiará de rumbo y trabajará para fortalecer, no para debilitar, las instituciones multilaterales cuando, después de analizar la situación de una manera práctica y realista, llegue a la conclusión de que es lo que más conviene a sus intereses a largo plazo. Por este motivo ha llegado el momento de que los pensadores occidentales –tanto en Estados Unidos como en Europa– reflexionen sobre el enorme impacto que han tenido las tres revoluciones estructurales en nuestro orden mundial. La era en que Estados Unidos podía eludir las consecuencias de sus políticas unilateralistas ha llegado a su fin. Hemos de trabajar todos juntos para desarrollar unos procesos y unas instituciones multilaterales más fuertes. Afortunadamente, el criterio de referencia del multilateralismo regional nos lo ha proporcionado la Unión Europea. El futuro del siglo XXI podría muy bien estar determinado por una variable fundamental: ¿conseguirá Europa convencer a Estados Unidos de que potenciar el multilateralismo es la solución definitiva a los problemas a los que inevitablemente tendrá que hacer frente una minoría de la población occidental, teniendo en cuenta que el resto del mundo está experimentando un verdadero renacimiento? El liderazgo estadounidense del mundo desde 1945 ha ayudado mucho a Europa.
¿Podrá Europa corresponder proporcionándole un nuevo modelo de liderazgo global multilateral?

NOTAS:

1. https://www.Irb.co.uk/2016/11/14/rw-johnson/trump-some-numbers
2. Krugman, P.“The Myth of Asia’s Miracle”, Foreign Affairs, November/December 1994,Vol. 73 Nº 6. https://aae.wiscd.edu/coxhead/courses/readings/Krugman%20the%20Myth%20of%20Asia’s%20Miracle%20Foreign%20Affairs%201994.pdf
3. En términos PPA. https://www2.deloitte.com/insights/us/en/economy/asia-pacific-economic-outlook/2016/q1-asia-economic-growth-continues. htmlérminos de la PPA. https://www2.deloitte.com/insights/us/en/economy/asia-pacific-economic-outlook/2016/q1-asia-economic-growth-continues. html#endnote-4
4. https://www.weforum.org/agenda/2016/01/the-fourth-industrial-revolution-what-it-means-and-how-to-respond/
5. N. del E.: el artículo original en inglés juega de manera recurrente con el juego de palabras que corresponde a contraponer Occidente (West) y el resto (Rest).
6. N. del E.: Se trata de una traducción libre y no oficial del discurso de Bill Clinton, que puede consultarse en su versión original en el siguiente enlace: https://yaleglobal.yale.edu/content/transcript-global-challenges
7. http://news.xinhuanet.com/english/2017-01/19/c_135994707.htm
8. N. del E.: Un fragmento más amplio del poema original en ingles reza:“For I dipt into the future, far as human eye could see/Saw theVision of the world, and all the wonder that would be// Saw the heavens fill with commerce,argosies of magic sails/ Pilots of the purple twilight dropping down with costly bales// Heard the heavens fill with shouting, and there rain’d a ghastly dew/ From the nations’ airy navies grappling in the central blue//Far along the world-wide whisper of the south-wind rushing warm/ With the standards of the peoples plunging thro’ the thunder-storm// Till the war-drum throbb’d no longer, and the battle-flags were furl’d/ In the Parliament of man, the Federation of the world.// There the common sense of most shall hold a fretful realm in awe/ And the kindly earth shall slumber, lapt in universal law./” https://www.poetryfoundation.org/poems/45362/locksley-hall
9. Patrick Moynihan, A Dangerous Place. Little Brown, 1980, p. 247.
10. Maggie Farley,“UN Resolutions FrequentlyViolated”, Los Angeles Times, 17 de octubre de 2002: http://articles.latimes.com/2002/oct/17/world/fg-resolution17
11. https://usun.state.gov/remarks/7691
12. Shyam Saran,“The Morning-after Principle”, Business Standard, 10 de junio de 2014: http://www.business-standard.com/article/opinion/shyam-saran-themorning-after-principle-114061001300_1.html
13. https://in.news.yahoo.com/india-aligned-movement-post-brexit-100614501.html
14. Mahbubani, The Great Convergence, pp. 91-7.
15. http://www.margaretthatcher.org/document/106155

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS: 

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Clinton, W. (2003): “Global Challenges,” transcripción del discurso ofrecido por el presidente de Estados Unidos, William J. Clinton en la Universidad de Yale, 31 de octubre de 2003. Disponible en línea.
Farley, M. (2002): “UN Resolutions Frequently Violated”, Los Angeles Times, 17 de octubre de 2002. Disponible en línea.
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