Hillary Clinton

(Nota de actualización: esta versión de la biografía fue publicada el 31/10/2016. La elección presidencial del 8/11/2016 en Estados Unidos fue ganada por el candidato del Partido Republicano, Donald Trump. Hillary Clinton, por el Partido Demócrata, obtuvo más votos populares, el 48,2%, pero menos votos electorales, 227, frente a los 304 reunidos por Trump).

La mujer más célebre, influyente y poderosa en la historia política de Estados Unidos confía en poder ganar en 2016, frisando su séptima década de vida, el cargo presidencial que ya persiguió sin resultado en 2008 y para el que parece tener madera de sobra. Ahora bien, Hillary Rodham Clinton, pese a su renombre, a su dilatada experiencia y a que goza del respaldo incondicional de Barack Obama, el colega del Partido Demócrata que le birló la nominación hace ahora ocho años, brega con unos índices de aplauso popular desmejorados y con el antagonismo visceral de su potente adversario republicano, el magnate Donald Trump, que no deja de zaherirla, hurgando demagógicamente en los puntos débiles de su candidatura, a saber: las especulaciones sobre su estado de salud y las dudas sobre su rectitud como servidora pública, aspectos que una serie de episodios personales han convertido en objeto de debate. Gane o pierda las elecciones del 8 de noviembre, Clinton ya está haciendo historia por tratarse del primer aspirante no varón a la Casa Blanca presentado por cualquiera de los dos partidos hegemónicos.

Su matrimonio con Bill Clinton hizo en 1993 de esta abogada con fama de feminista y radical, especializada en la defensa jurídica de niños y mujeres, una primera dama con cometidos cuasi gubernamentales, si bien se la recuerda sobre todo por la crucial defensa de su relación conyugal con un presidente infiel acorralado por el escándalo Lewinsky. En 2000 ganó el mandato de senadora por Nueva York y siete años después, escorada al centro moderado, lanzó una briosa precandidatura presidencial que sin embargo no pudo imponerse al fenómeno Obama. En enero de 2009, a modo de epílogo conciliatorio de las reñidas primarias demócratas, Obama la nombró secretaria de Estado previa fusión de sus respectivas visiones, muy similares, de la que debía ser la nueva política exterior de Estados Unidos.

Así, la superpotencia, para manejar con más eficacia los desafíos internacionales y recuperar la credibilidad perdida en el mundo bajo la Administración Bush, tenía que practicar una "diplomacia inteligente", lo que significaba regresar al multilateralismo, emplear la fuerza como último recurso, y mimar los vínculos con aliados y socios. La consecución de una paz duradera en Palestina basada en la solución de los dos estados, la retirada ordenada de Irak, la implicación más a fondo en la seguridad antiterrorista de Pakistán y Afganistán, la prevención de la proliferación nuclear en Irán y Corea del Norte, la búsqueda de una mayor cooperación con Rusia, China e India, y la lucha contra el cambio climático aun dejando el Protocolo de Kyoto sin ratificar, componían una lista de objetivos que, empero, iba a arrojar un balance de resultados bastante parco. Al final, la deflagración de nuevas llamaradas en un mundo crónicamente turbulento impidió a Washington concentrar su atención en el área de Asia-Pacífico, considerada de "máxima prioridad".

En su cuatrienio como secretaria de Estado, Clinton intentó infructuosamente que palestinos e israelíes arreglaran sus diferencias y sellaran un acuerdo final de paz, acuerdo que la negativa del primer ministro Netanyahu a parar la expansión urbana de Jerusalén oriental a costa de territorio cisjordano ocupado desde 1967 convirtió en imposible. La ministra norteamericana transmitió reiteradamente su disgusto a Netanyahu, pero estas amonestaciones formales no podían desligarse del conocimiento de las estrechas relaciones que como senadora ella venía cultivando con el lobby judío proisraelí de su país.

Clinton ayudó a organizar el aislamiento diplomático y las sanciones internacionales contra Irán por su negativa a renunciar a un programa nuclear sospechoso de perseguir la bomba atómica, y procuró adaptar pragmáticamente la geopolítica estadounidense al grito de democracia de la Primavera Árabe de 2011, el año también de la caza y muerte de Osama bin Laden en su guarida pakistaní y de la compleción de la retirada escalonada de Irak, si bien alentó estrategias contrapuestas frente a las represiones masivas perpetradas por las dictaduras de Libia y Siria: intervención militar del lado de los rebeldes en el primer caso y contención abstinente en el segundo, aunque tampoco neutral, lo que inauguró una etapa de serios roces con Rusia. Fue justamente el caos instalado en la Libia post-Gaddafi, y no el fiasco de Palestina o el escándalo del Cablegate, la filtración masiva en 2010 por la organización Wikileaks de documentos confidenciales del Departamento de Estado, el asunto que puso un baldón al ministerio de Clinton en la recta final de su mandato. En septiembre de 2012, el asalto por militantes yihadistas del Consulado de Bengasi y el asesinato del embajador Stevens colocaron en serios apuros a una Clinton acusada de imprevisión y negligencia.

La tropelía de Bengasi y una súbita hospitalización por un problema vascular deslucieron la despedida de Clinton de la Secretaría de Estado en enero de 2013, después de haber superado muchas veces en popularidad al propio Obama. Tras desmentir varias veces de manera categórica este escenario, Clinton empezó a sugerir que podría presentar su precandidatura para las elecciones presidenciales de 2016 y en 2015 hizo oficial su segunda tentativa en estas lides. En la campaña de las primarias demócratas Clinton, vendiendo la carta de la experiencia, y exudando entusiasmo y capacidad oratoria, tuvo la oportunidad de sacudirse de su imagen de mujer fría, calculadora y hasta arrogante que había arrastrado durante años, y no pasó excesivos apuros para doblegar a su rival interno, el izquierdista Bernie Sanders, quien tampoco se lo puso fácil.

En la precampaña, Clinton, necesitada del voto progresista tanto como del de centro, dejó clara su discrepancia de varias de las políticas aplicadas bajo el segundo Gobierno Obama, como la firma del tratado comercial transpacífico, que ve peligroso para la manufactura nacional, la deportación de inmigrantes indocumentados, en cambio esperanzados por ella con la nacionalización, y la luz verde a la prospección petrolera en Alaska. Además, pidió una "nueva fase" de mayor implicación bélica en la campaña militar contra el Estado Islámico en Siria e Irak, así como estrechar la vigilancia sobre Irán, China y Rusia, a cuyo presidente, Putin, considera un "dictador". Su plataforma, que puede calificarse de realista dura en política exterior y de social liberal en el ámbito doméstico, detalla medidas para estimular la economía productiva y generadora de "empleos bien pagados", invertir más en las energías limpias partiendo de la certeza del calentamiento global antropogénico, endurecer la regulación y la tributación de Wall Street, acabar con las brechas salariales de género, añadir una opción pública al esquema de seguro médico obligatorio del Obamacare, liquidar las deudas de los estudiantes y aumentar las rentas de las familias de las clases medias y trabajadoras, en especial las que tienen hijos pequeños.

La triunfal nominación por la Convención Nacional Demócrata en julio de 2016 dio paso no obstante a unas semanas de incertidumbre alimentada por la ocultación a los medios de una afección neumónica, el lastre del caso del uso de una cuenta privada para el envío de correos electrónicos oficiales —conducta que para sus detractores, o fue ilegal o como mínimo éticamente reprobable—, los posibles conflictos de intereses de sus actividades proselitistas y, por si fuera poco, la cruzada de criminalización y virtual demonización desatada contra ella por Trump y sus exaltados seguidores, los cuales caldean sus mítines al grito de "¡que la encierren!", demanda de encarcelamiento que el dueño de hoteles-casino, en el colmo de los excesos verbales, convirtió en una amenaza explícita en el segundo debate librado por ambos el 9 de octubre.

En la campaña presidencial más virulenta que se recuerda, concebida por Trump como una especie del todo vale para desacreditar y hundir a su adversaria, tachada sistemáticamente por él de deshonesta ("crooked"), Clinton, la denostada representante del establishment, ha contraatacado, presentando al polémico empresario como una persona "temperamentalmente no apta" para el Despacho Oval a la luz de su "retórica racista y fanática", en tanto que ella garantiza un "liderazgo fuerte", entendiendo por fuerza el recurso a "la inteligencia, el buen juicio, la fría resolución, y la aplicación precisa y estratégica del poder". Su valoración sobre la no cualificación de Trump para el puesto de presidente la comparten, hecho insólito, varios veteranos de la vieja guardia republicana, los cuales han dicho que, en estas circunstancias, prefieren votar a Clinton.

(Texto actualizado hasta 31 octubre 2016)

1. Una dinámica abogada de causas sociales casada con el gobernador Clinton

2. Los años como primera dama de Estados Unidos: entre el activismo político y el escándalo Lewinsky

3. La política profesional: senadora por Nueva York y tentaciones presidenciales

4. El factor Obama: de rival en las primarias demócratas de 2008 a secretaria de Estado en 2009
4.1. La pugna con Obama por la nominación de la candidatura presidencial demócrata
4.2. Hillary, ministra de Exteriores de Estados Unidos

5. El cuatrienio como jefa de la diplomacia estadounidense: protagonismo, respeto internacional y pocos resultados
5.1. Fracaso en Palestina
5.2. La guerra contra el terror en Af-Pak y el frustrante expediente de Irán
5.3. La diplomacia con rusos, europeos y latinoamericanos
5.4. El escándalo Cablegate
5.5. El reto de la Primavera Árabe; el ataque de Bengasi y sus repercusiones

6. Trump vs Clinton 2016: duelo por la Casa Blanca de una crudeza sin precedentes
6.1. Dos años de preparativos sin cometidos oficiales
6.2. Anuncio de la segunda tentativa presidencial, el embrollo de los e-mails y competición interna con Bernie Sanders
6.3. Tras la nominación en Filadelfia: rémoras personales y una némesis llamada Donald Trump

7. Obra escrita y reconocimientos


1. Una dinámica abogada de causas sociales casada con el gobernador Clinton

Nativa de Chicago, desde los tres años vivió en Park Ridge, un suburbio de la principal urbe de Illinois, junto con sus dos hermanos menores y sus padres, Hugh Ellsworth Rodham (1911-1993), antiguo instructor de la Armada durante la Segunda Guerra Mundial y ahora propietario de una pequeña pero boyante empresa de estampados textiles, y Dorothy Emma Howell (1919-2011), ama de casa, miembros ambos de la Iglesia Metodista Unida. La muchacha estudió en escuelas públicas de Park Ridge, la Maine East High School y la Maine South High School, donde destacó en las actividades extraescolares antes de obtener la graduación con altas calificaciones. Bajo los influjos de su padre, un conservador autoritario impregnado del anticomunismo de la época, y de su ministro metodista, que le dio a conocer el Movimiento de los Derechos Civiles de Martin Luther King, la joven tuvo una temprana aproximación a la política como activista de base en las campañas presidenciales de los candidatos republicanos Richard Nixon en 1960 y Barry Goldwater en 1964.

En 1965, una vez completado el high school, Hillary Rodham se matriculó en el Wellesley College de Massachusetts, selectivo centro privado de estudios liberales orientado a la formación universitaria de mujeres. Comenzó a tomar clases de Ciencia Política y al principio estuvo afiliada al colectivo estudiantil de Jóvenes Republicanos, que llegó a presidir. Sin embargo, su paulatina identificación con las luchas pro derechos civiles de la minoría negra y el movimiento contra la guerra de Vietnam la llevó a plantearse sus vínculos con el Partido Republicano, en cuyas filas era seguidora del gobernador de Nueva York, Nelson Rockefeller, y a fijar su atención en el Partido Demócrata, concretamente en el ala antibelicista que encarnaba el profesor y antiguo congresista Eugene McCarthy, muy crítico con la postura de la Administración que presidía su colega de partido Lyndon Johnson.

Fue en 1968, coincidiendo con su elevación a la presidencia del Consejo de Estudiantes del colegio, cuando la veinteañera hizo el viraje ideológico: ese año, Hillary respaldó la fallida precandidatura presidencial de McCarthy, organizó en Wellesley con compañeros de aula negros una huelga estudiantil para protestar por el asesinato de Luther King y por último, tras la decepcionante experiencia que le supuso presenciar en Miami la proclamación por la Convención Nacional Republicana de la candidatura presidencial de Nixon —luego de derrotar en las primarias a Rockefeller— con un coro de mensajes derechistas, decidió poner fin a su militancia en el Grand Old Party.

En 1969 Hillary culminó su formación en el Wellesley College con un trabajo donde analizaba el modelo sociopolítico del organizador comunitario radical Saul Alinsky, al que siguió la obtención del título de Bachelor of Arts con distinción departamental en Ciencias Políticas. Partía del colegio universitario próximo a Boston como uno de los más destacados miembros de su promoción, convertida en personaje popular entre estudiantes y profesores por su elocuencia en los actos públicos, y con alguna proyección en medios periodísticos y televisivos de Illinois y Massachusetts. Con tan buenas credenciales, Hillary no tuvo problemas para ingresar en la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale, en New Haven, Connecticut, con el propósito de formarse como abogada.

Un año más tarde, en 1970, en paralelo a las clases, Hillary participó en la puesta en marcha de la publicación estudiantil trimestral Yale Review of Law and Social Action. Las obligaciones lectivas y editoriales requerían que pasase mucho tiempo en la biblioteca, y fue allí donde conoció a un avispado compañero de la facultad un año mayor y oriundo de Arkansas, el cual iba a marcar terminantemente sus trayectorias personal y profesional. El joven se llamaba William Jefferson Clinton, Bill para los amigos, y era un militante del Partido Demócrata que había trabajado para el eminente senador William Fulbright durante su paso por la Universidad Georgetown, por la que era licenciado en Relaciones Internacionales, y que venía librándose del reclutamiento militar para servir en Vietnam con sucesivas prórrogas académicas. En 1971 Rodham y Clinton empezaron a salir, formando una pareja sentimental inseparable.

Hasta que obtuvo el título de Juris Doctor en 1973 —en realidad terminó la carrera en 1972, pero demoró la titulación un año para hacerla coincidir con la de su novio—, Hillary adquirió una importante experiencia en distintos ámbitos del servicio social, como auxiliar de investigación pedagógica en el Child Study Center de la Escuela de Medicina de Yale, observadora de casos de maltrato infantil en el Hospital de Yale-New Haven y prestadora de servicios legales gratuitos a ciudadanos de New Haven sin recursos. En 1971 realizó en Oakland, California, una breve pasantía en un bufete de abogados izquierdistas que defendían causas relacionadas con los derechos constitucionales y las libertades civiles.

A caballo entre el voluntariado social y la práctica profesional legal se enmarcó su colaboración con el Washington Research Project (WRP), una organización jurídica de interés público montada por la abogada de color Marian Wright Edelman para monitorizar la solvencia de los programas federales de ayuda a las familias con bajos ingresos, en cuyo seno estudió los problemas que el colectivo de trabajadores inmigrantes hallaba para acceder a los servicios de salud, educación y vivienda. Cuando en 1973 Edelman transformó el WRP en una verdadera ONG, el Children's Defense Fund, la universitaria siguió arrimando el hombro como miembro del gabinete jurídico.

Tras su licenciatura en Yale, Rodham y Clinton fueron contratados para los servicios jurídicos del Comité de Justicia de la Cámara de Representantes del Congreso en Washington, donde a mediados de 1974 estuvieron involucrados en la maquinaria burocrática del proceso de destitución iniciado contra Nixon a raíz del escándalo Watergate, al tiempo que él libraba su primera contienda electoral, para hacerse con un escaño de congresista por Arkansas. Hillary ayudó a su pareja a lo largo de una campaña que terminó en noviembre con la derrota frente al adversario republicano. Para entonces, ella ya había tomado una crucial decisión: despedirse de Washington, donde muchos le auguraban un brillante porvenir como abogada especializada en litigios familiares con implicación de niños y madres, y marchar con su pareja a la sureña y agrícola Arkansas, donde él había conseguido una plaza de profesor de Derecho en la Universidad y, más importante, donde se le brindaba la posibilidad de resituar sus apetencias políticas. La mudanza geográfica resultó incuestionable después de que ella suspendiera el examen para colegiarse en el Distrito de Columbia y en cambio aprobara el del ingreso en el colegio de abogados de Arkansas.

Hillary obtuvo una plaza de profesora de Derecho Penal en la Escuela de Derecho de la Universidad de Arkansas, en Fayetteville, y pasó a compartir claustro docente con su novio, que pronto dejaría de serlo: a principios de 1975, venciendo sus dudas sobre la oportunidad de dar un paso que podría frustrar su meta de labrarse una carrera profesional como mujer liberal e independiente, accedió a las reiteradas propuestas de boda de Clinton, aunque no sin dejar claro que, contraviniendo la costumbre legal, conservaría su apellido de soltera haciéndolo preceder al de casada, con el fin de evitar posibles conflictos de intereses y garantizar la autonomía de su vida profesional. El 11 de octubre de 1975 la pareja contrajo matrimonio por el rito metodista —Clinton era baptista— en el mismo salón de la vivienda que acababan de adquirir en Fayetteville.

El flamante matrimonio Rodham-Clinton cultivó la amistad de personalidades de la vida pública de Arkansas y buscó con ahínco la notoriedad social para facilitar la consecución de la gran ambición política de él, pese a que todavía no había cumplido los 30, que era alcanzar el puesto de gobernador del estado, tradicionalmente en manos demócratas. Hillary, mientras daba clases en la Universidad y dirigía la nueva clínica de asistencia forense de la Escuela de Derecho, no dejó en ningún momento de apoyar la carrera política de su marido, cuyo primer hito fue la elección en noviembre de 1976 como fiscal general del estado, tras lo cual el matrimonio se mudó a la capital, Little Rock.

En febrero de 1977, días después de estrenar su esposo el despacho de fiscal, Hillary fue reclutada por la Rose Law Firm, prestigiosa compañía de abogados de Little Rock fundada en 1820 —era, y sigue siendo, la tercera más antigua de Estados Unidos—, donde se especializó en casos de infracción de patentes y propiedad intelectual. Fuera del bufete, continuó desarrollando actividades relacionadas con su área favorita, el derecho infantil y familiar; así, figuró entre los promotores de la asociación Arkansas Advocates for Children and Families, que estableció relaciones de cooperación con el Children's Defense Fund de Marian Wright Edelman, y escribió artículos académicos sobre aspectos tales como el maltrato y el abandono infantiles, la custodia de menores y la patria potestad.

En diciembre de 1977 el presidente Jimmy Carter, que la conocía desde sus servicios el año anterior como responsable de su campaña proselitista en Indiana, nombró a la abogada miembro del consejo directivo de la Corporación de Servicios Legales, órgano privado bipartidista instituido por el Congreso y cuya misión, apoyada en una dotación presupuestaria, consistía en vigilar el cumplimiento del derecho de todos los ciudadanos a tener un acceso equitativo a la justicia y a recibir asistencia legal. Transcurrido un semestre, Carter la nombró, con 30 años, presidenta de la corporación, posición que ocupó durante un bienio, hasta mediados de 1980. El 27 de febrero de ese año Hillary dio a luz al único retoño de la pareja, una niña, Chelsea. La victoria de Clinton, con una abultada diferencia de votos, en las elecciones de noviembre de 1978 a gobernador del estado convirtió a su mujer, el 19 de enero de 1979, en la primera dama de Arkansas. Los jóvenes treintañeros habían formado hasta la fecha una pareja sentimental y profesional muy bien conjuntada, y el tándem conyugal iba a seguir funcionando ahora que él emprendía su exitosa marcha hasta la cúspide política de Estados Unidos, de la que Hillary estaba llamada a ser un verdadero pilar.

Sin descargo de sus cometidos privados y semiprivados en la Rose Law Firm y la Corporación de Servicios Legales, Rodham fue integrada por su marido en la función pública de Arkansas al situarla al frente del Comité Asesor de Sanidad Rural, oficina desde la que la gestionó la concesión por del Departamento de Salud de fondos federales con que financiar servicios médicos en áreas deprimidas del estado sureño, situado tradicionalmente en los últimos puestos nacionales de renta por habitante. Asimismo, se implicó con habilidades dirigentes en la reforma del sistema educativo de Arkansas, que era la principal bandera electoral de Clinton.

Aparte, la abogada incrementó notablemente su patrimonio económico gracias a una lucrativa inversión en contratos de futuros en el negocio de la carne de vacuno. La pareja quería aumentar sus ingresos, así que en 1978 aceptó la propuesta de un conocido hombre de negocios local, James McDougal, convertido luego en el asesor económico del gobernador, y su esposa, Susan McDougal, de invertir en un proyecto inmobiliario; como resultado, nació la promotora Whitewater Development Corporation. Sin embargo, el supuesto negocio resultó ser un completo fracaso, que no generó ningún beneficio y encima cubrió de deudas a los socios.

Años después, con el matrimonio Clinton instalado en la Casa Blanca de Washington, iban a proliferar las imputaciones de sobornos, tráfico de influencias y otras presuntas ilegalidades cometidas tras estos negocios privados de Hillary, Pero en 1980 lo que ella proyectaba era una imagen de mujer independiente y altiva, incluso arrogante, defensora de causas feministas radicales e ideológicamente ubicada en el ala izquierda del Partido Demócrata. Un perfil antipático para el electorado tradicionalista y que, según se dijo entonces, pudo influir en la derrota de Clinton en su apuesta de ser reelegido gobernador en noviembre de 1980.

El malogro electoral en Arkansas no desmotivó a la pareja: él se puso manos a la obra para recuperar la gobernación en la siguiente oportunidad y, buscando zafarse de la fama de demócrata manirroto y subidor de impuestos, situó su discurso más en el centro, mientras que ella empezó a hacerse llamar solo por el apellido de casada, gesto de supeditación al marido destinado a mitigar las aprensiones de los votantes menos liberales. Dicho y hecho: en noviembre de 1982 Bill derrotó al republicano que le había arrebatado el puesto dos años atrás, Frank White, tal que el 11 de enero de 1983 estuvo de vuelta en el Capitolio Estatal de Little Rock; esta vez fue para quedarse, ya que iba a ser reelegido consecutivamente en 1984, 1986 y —luego de extenderse el período de mandato de los dos a los cuatro años— 1990.

En todo este tiempo, la primera dama estatal se desempeñó como la más enérgica y eficaz lugarteniente del gobernador a la hora de impulsar la ambiciosa reforma educativa, que incidía en la elevación de la calidad de la enseñanza pública impartida en el estado, desde el nivel de preescolar hasta el de secundaria. Como presidenta del Comité de Estándares Educativos de Arkansas, Hillary entabló sonados forcejeos con colectivos de educadores y juntas escolares que se resistían a aceptar las nuevas exigencias sobre la cualificación del profesorado y el tamaño de las aulas.

Hiperactiva, en diversos períodos presidió el Children's Defense Fund, encabezó también la Commission on Women in the Profession de la American Bar Association (ABA), lobby jurídico dedicado a combatir los desequilibrios sexistas en el mundo de la abogacía, y tomó asiento en las juntas directivas de varias compañías empresariales, como la cadena de supermercados Wal-Mart y la franquicia de heladerías TCBY, entre otras actividades no lucrativas y corporativas. Todo ello, sin dejar de trabajar en la Rose Law Firm, aunque con horario reducido, nexo profesional que no dejó de aventar sugerencias de un posible conflicto de intereses, desde el momento en que Wal-Mart y TCBY figuraban entre la clientela del bufete.


2. Los años como primera dama de Estados Unidos: entre el activismo político y el escándalo Lewinsky

En octubre de 1991 Clinton, después de haberse descartado para la empresa en 1988, anunció su precandidatura a presidente de Estados Unidos. En las primarias demócratas y en la campaña electoral contra el titular aspirante a la reelección, el republicano George Bush, a lo largo de 1992, el gobernador de Arkansas contó con la inestimable asistencia de su mujer. Trascendiendo su renombre en el estado y su excelente reputación profesional en el mundillo de la abogacía, Hillary se convirtió en una celebridad nacional con su estilo dinámico, entusiasta y telegénico, que incluso podía superar al que caracterizaba al esposo, no exento de un orgullo autoafirmativo y cortante, como cuando declaró: "Supongo que pude haberme quedado en casa horneando galletitas y tomando té, pero lo que decidí hacer fue cumplir con mi profesión, en la que entré antes de que mi marido apareciera en la vida pública". La aureola feminista y las posturas reivindicativas de Rodham en temas sociales como el aborto, que defendía abiertamente como un derecho protegido por ley, movilizaron sin duda a muchas mujeres para votar por Clinton.

La glamurosa "pareja electoral" superó el desagradable escándalo levantado por Gennifer Flowers, una actriz ocasional de cine y televisión, antigua modelo de la revista para adultos Penthouse y empleada de la administración pública de Arkansas, que "confesó" a los medios haber sido la amante de Clinton durante doce años. En enero de 1992 Hillary compareció junto con su marido en el programa televisivo de la CBS 60 Minutes para desmentir al alimón las alegaciones de Flowers, ejercicio de unidad conyugal que, para su mortificación, iba a tener que repetir en el futuro, cuando los devaneos extramaritales del político dejarían de ser simples rumores o denuncias para convertirse en una reconocida certeza. Entonces, los comentaristas destacaron que solo la cerrada defensa de su matrimonio escenificada por Hillary salvó la precampaña del marido, quien pudo haber corrido la suerte de Gary Hart, el precandidato demócrata que vio arruinada su carrera electoral en 1987 tras aflorar su infidelidad con la modelo Donna Rice.

La plataforma de centro reformista del "nuevo demócrata" Clinton, que prometía acometer varias "revoluciones" y "cambios dramáticos" en los terrenos social y económico, se impuso en las primarias demócratas y luego, en noviembre, en las urnas nacionales, devolviendo la Casa Blanca a los demócratas que tras los 12 años de las administraciones republicanas de Reagan y Bush. Luego de tomar posesión del cargo el 20 de enero de 1993, el presidente, haciendo realidad los avisos de que la primera dama iba a desempeñar un papel muy activo en las políticas del Ejecutivo —de hecho, Clinton había animado a los votantes a "llevarse dos por el precio de uno", en tanto que ella había advertido implícitamente que no se conformaría con hacer de figura decorativa—, nombró a Hillary Rodham Clinton, que así debía ser llamada, presidenta de la task force para la Reforma del Sistema Nacional de Salud. El nombramiento levantó controversia por su gran dimensión política y fue impugnado por la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia, pero la Casa Blanca replicó que no había nada irregular en ello y ganó el litigio.

La misión de Hillary, identificada desde ya mismo como la principal consejera extraoficial del presidente, hasta el punto de atribuírsele a su criterio la decisión de numerosos nombramientos en los altos escalafones de la nueva Administración, era de envergadura: formular las líneas maestras del plan de reforma sanitaria, piedra angular del programa electoral, que debía establecer en Estados Unidos un sistema universal de salud con la extensión de la cobertura médica mínima a todos los ciudadanos del país, más allá del seguro público que brindaban a colectivos específicos los dos programas federales instituidos en la década de los sesenta por Johnson y que eran parte de la Seguridad Social, Medicare (para jubilados y discapacitados) y Medicaid (para familias con bajos ingresos), y de los seguros privados proporcionados por las empresas a sus trabajadores en nómina.

La primera dama acometió la labor con su energía habitual y el resultado fue un ambicioso proyecto de ley cuyo punto fuerte era la obligatoriedad para todo empleador de cubrir con un seguro médico integral, no limitado a los accidentes laborales, a sus asalariados. Las instituciones estatales intervendrían en la prestación de las coberturas a costa de las aseguradoras privadas a través de unas corporaciones denominadas "alianzas regionales", y la autoridad federal crearía mecanismos de regulación y estandarización. Los belicosos sectores derechistas del Partido Republicano, resueltos a torpedear la presidencia de un político que les concitaba viva animadversión por sus planteamientos y estilo, opusieron al punto un furibundo rechazo al llamado con tono peyorativo "Hillarycare", que presentaron como un mamotreto del democratismo liberal e intervencionista destinado a devorar dinero público sacado de los impuestos. Los más radicales hablaron directamente de "socialismo". Más grave aún, la reforma fue mal recibida por no pocos congresistas demócratas, haciendo insegura su aprobación por las cámaras pese a disfrutar el color azul de mayoría en ambos hemiciclos.

Ni la apasionada defensa del plan por Hillary ante los congresistas, ni la oferta de una versión enmendada a la baja —retraso hasta 2002 de la aplicación de las medidas obligatorias para los empresarios y exoneración de las mismas a las pequeñas empresas— sirvieron para consensuar un texto satisfactorio antes de las elecciones legislativas de mitad de mandato en noviembre de 1994. El proyecto de ley no llegó a votarse y en septiembre de aquel año fue dado por muerto. El estrepitoso fiasco de la Health Security Act coronó el reguero de pasos en falso, torpezas mediáticas y actuaciones contradictorias que habían deslucido la presidencia de Clinton desde el primer día, y además trompeteó el rodillo electoral de la nueva "revolución conservadora" capitaneada por el republicano Newt Gingrich, cuyo partido conquistó la mayoría en las dos cámaras, tras lo cual las reformas clintonianas de corte progresista quedaron definitivamente sepultadas.

Mientras batallaban para sacar adelante la reforma sanitaria, los Clinton tuvieron que lidiar también con las repercusiones negativas del afloramiento de ciertos aspectos turbios de sus actividades privadas en Arkansas, que les hicieron pasar verdaderos apuros. El suicidio en julio de 1993 del asesor presidencial Vincent Foster, amigo de Clinton desde la infancia y compañero de trabajo de Hillary en la Rose Law Firm —de hecho, fue el abogado de la firma que había propuesto su fichaje en 1977—, dio pie a pesquisas judiciales de los vínculos de oficiales de la Casa Blanca con la sociedad Whitewater y con la caja de ahorros Madison Guaranty Savings and Loan, otra aventura corporativa del matrimonio McDougal y que, como la inmobiliaria, terminó quebrando.

El llamado escándalo Whitewater empezó a tomar forma en enero de 1994 con el nombramiento por la fiscal general Janet Reno, a instancias de un Clinton presionado por la oposición republicana y la opinión pública, de un fiscal independiente, el en realidad republicano Robert Fiske, para esclarecer si la Madison Guaranty había transferido ilegalmente fondos a la Whitewater para cubrir sus pérdidas y a Clinton para financiar sus campañas electorales en Arkansas, y para poner en claro las relaciones entre la caja de ahorros y la Rose Law Firm, ya que Hillary había recibido de McDougal un crédito antes de convertirse, cuando la Madison entró en problemas de liquidez, en su representante legal. Ella, blanco particular de las críticas, tuvo que salir a defender su honorabilidad, en entrevistas y en una rueda de prensa televisada, en las que solo reconoció una cierta negligencia por no haber facilitado a los medios de comunicación la información que le pedían sobre sus pasados negocios privados y por "no haberse acordado" de pagar al fisco algunos impuestos generados por aquellos. Las sospechas de que funcionarios de la Casa Blanca estaban ocultando documentos quizá comprometedores para los Clinton ensombrecieron aún más el panorama.

En junio de 1994 Fiske no halló indicios de conducta criminal en el personal de la Administración demócrata y estableció que la Casa Blanca no habían interferido en las investigaciones de las actuaciones fraudulentas de la Madison Guaranty. Sin embargo, esto no fue, ni mucho menos, el final de la enrevesada historia, ya que el Congreso y el Senado emprendieron su propio escrutinio y el nuevo fiscal especial del caso, Kenneth Starr, jurista de reconocida filiación republicana, dio un nuevo ímpetu al rastreo de posibles ilegalidades. En particular, Starr reclamó a Hillary la entrega de unas facturas cobradas a la caja de ahorros en concepto de sus servicios jurídicos como abogada de la Rose Law Firm y que ella decía haber perdido.

Los documentos aparecieron, con una sospechosa demora de dos años, a principios de enero de 1996: los encontró una funcionaria de la Casa Blanca sobre una mesa de la biblioteca particular de la primera dama. En una de las más duras recriminaciones recibidas hasta la fecha, Hillary fue tachada desde The New York Times de "mentirosa congénita". El test más difícil lo vivió la esposa del presidente el 26 de enero del mismo 1996, cuando, a requerimiento de Starr, quien ya la había sometido a cuestionario en tres ocasiones, hubo de testificar bajo juramento ante el gran jurado federal asignado al caso, al que volvió a negar cualquier actuación ilícita en sus tratos con la Madison Guaranty y cualquier conducta obstruccionista de la investigación en curso. Se trató de la primera vez que una primera dama de Estados Unidos comparecía ante un jurado.

Con todo, los riesgos para la pareja presidencial de una formulación en su contra de cargos criminales seguida de un procesamiento, tal como les había sucedido a sus antiguos socios, los McDougal —juzgados y condenados a penas de prisión por fraude y evasión fiscal—, fueron disipándose al hilo del paulatino desinterés en la saga por parte de un electorado que en noviembre de 1996 otorgó a Clinton un segundo mandato de cuatro años. Hillary, como su marido, seguía aprobando, y holgadamente, en las encuestas de opinión. El nuevo interrogatorio a que Starr y sus colaboradores la sometieron en abril de 1998, esta vez en la Casa Blanca y grabado en video, no consiguió arrancar contradicciones interpretables como indicio de delito entre lo testificado y lo encontrado en la documentación comercial. Más de dos años después, en septiembre de 2000, el sucesor de Starr en la fiscalía, Robert Ray, determinó en su informe final que "la evidencia es insuficiente para probar ante un jurado más allá de una duda razonable que el presidente o la señora Clinton participaron con conocimiento en una conducta criminal".

Rodham Clinton salió airosa del escándalo Whitewater y de otra controversia paralela y en parte conectada, el llamado Travelgate, los despidos sin justificar de unos funcionarios de la oficina de viajes de la Casa Blanca para colocar en su lugar a personas allegadas a la pareja. Al mismo tiempo, encajó la denuncia por acoso sexual presentada contra su marido en mayo de 1994 por Paula Jones, una antigua funcionaria de Arkansas que demandó a Clinton por daños y perjuicios infligidos según ella en 1991 al supuestamente proponerle, entre tocamientos obscenos, practicar sexo oral en la habitación de un hotel. En abril de 1998 la juez instructora del pleito falló que no había lugar para un juicio con reclamación de compensación económica por la inconsistencia de la denuncia, pero después, en noviembre, Clinton accedió a pagar 850.000 dólares a Jones a cambio de la retirada de su apelación; parte de este dinero fue sufragado con sumas aportadas por Hillary a los ahorros de la pareja.

Hillary esquivó pronunciarse sobre la segunda polémica a costa de las supuestas infidelidades de su esposo. Pero ese distanciamiento se tornó imposible cuando en 1998 irrumpió, mientras todavía seguían activos los rescoldos del caso Whitewater-Madison, y precisamente como una derivación inesperada del caso Jones, el asunto de la becaria Monica Lewinsky y sus pasiones eróticas clandestinas con el inquilino de la Casa Blanca. Durante meses, Estados Unidos y el resto del mundo presenciaron con creciente estupefacción la tormentosa singladura del mayor escándalo de la presidencia de Clinton, quien a punto estuvo de sufrir una ignominiosa destitución por el Congreso y, fue la impresión general, el naufragio de su matrimonio.

El descomunal alboroto comenzó en enero de 1998 cuando Clinton, en su declaración como imputado en el litigio con Paula Jones, desmintió la información facilitada por su ex becaria al FBI por mediación de una amiga de ella sobre que habían tenido nueve encuentros sexuales en distintas dependencias de la Casa Blanca entre 1995 y 1997, y que se habían puesto de acuerdo para ocultar estos tratos íntimos en las declaraciones juradas del caso Jones. Antes de terminar el mes, el presidente volvió a negar desde la Casa Blanca y con gran énfasis haber tenido relaciones sexuales con Lewinsky y haber inducido al perjurio. A su lado estaba Hillary, que horas después arremetió en la cadena NBC contra la "vasta conspiración de derechas que ha estado confabulando contra mi marido desde el día en que se postuló como presidente".

La rocosa defensa de Hillary fue puesta a muy dura prueba a partir de agosto. El 17 de ese mes, el mandatario, en su declaración por circuito cerrado de televisión ante el gran jurado convocado a petición de Starr tras hallar el fiscal especial indicios de perjurio y obstrucción a la justicia en el proceder presidencial, reconoció que, en efecto, había mantenido una "relación no apropiada" con Lewinsky, y a continuación, esta vez en un mensaje dirigido a todo el país, justificó el escamoteo informativo en su declaración jurada de enero por el deseo que tenía de proteger a su familia y a sí mismo "de la vergüenza de mi propia conducta", añadiendo que el asunto solo les concernía "a mí, a las dos personas que más amo, mi esposa y nuestra hija, y a nuestro Dios". La "equivocada" relación con Lewinsky había sido por su parte una "grave falta de criterio" y un "fallo personal" del que era el "único y completo responsable".

La "engañada" primera dama, que eso era lo que Clinton, como dijo textualmente a sus conciudadanos, le había hecho a su mujer, sintió la humillante confesión de su esposo como un tremendo ultraje personal. Pero, al margen de lo que sucediera entre los cónyuges en la privacidad de su hogar, ella se mantuvo impertérrita de cara al público, al cual, a través de su secretaria de prensa, hizo saber que seguía "comprometida con su matrimonio", que "creía en el presidente" y que "su amor por él era compasivo e inconmovible", si bien hallaba "muy incómodo" que la vida privada de la pareja se airease de tal manera. Extraoficialmente, circularon especies sobre que la primera dama, en realidad, se debatía entre la cólera y la desesperación, y que sopesaba divorciarse. Posteriormente, cuando todo hubo terminado, Hillary, en confidencias a la prensa, achacaría los "pecados de debilidad, que no de malicia" de su esposo a ciertos traumas de la niñez provocados por un conflicto entre su madre y su abuela.

La imagen estoica de Hillary se enfatizó a lo largo de la agónica segunda parte del escándalo, explotado con avidez sensacionalista por los medios de comunicación, con su goteo de revelaciones morbosas sobre las citas entre el adúltero y la becaria en el Despacho Oval o en el estudio privado anexo, el demoledor informe acusatorio del fiscal Starr, que se regodeaba en la descripción de los juegos eróticos y la práctica reiterada de sexo oral con lenguaje explícito, la luz verde de la Cámara de Representantes al proceso de impeachment o destitución por unos supuestos de perjurio y obstrucción a la labor de la justicia, y, por último, en febrero de 1999, la salvación final del presidente al declararle el Senado no culpable de ambos delitos.

Según los observadores, la gélida defensa del núcleo familiar hecha por Hillary, muy metida en su papel de esposa humillada pero abnegada y digna, resultó fundamental para el desenlace del culebrón presidencial, además de suscitar reacciones de adhesión en una parte importante de la opinión pública, muy en particular de mujeres maduras que la veían como mártir del comportamiento disoluto y mendaz de su marido, y con la que podían identificarse. Sin embargo, algunos opinaron que si no había roto con Clinton había sido por oportunismo, para no estropear el futuro escenario de su salto a la política profesional por méritos propios.

No en vano, Hillary, con su ascendiente inicial en la política de nombramientos de la Casa Blanca, su labor como portaestandarte de la fallida reforma sanitaria, su promoción de numerosos programas federales y proyectos de ley de contenido social, su faceta de conferenciante y oradora, especialmente brillante en la defensa de causas de mujeres y niños, y su trajín viajero internacional, acompañando al marido o sin él, con un estatus cuasi diplomático, se ganó la consideración de la primera dama más influyente de Estados Unidos desde Eleanor Roosevelt, no teniendo algunos comentaristas ambages en referirse a los Clinton, aunque con tono mordaz, como los "copresidentes".


3. La política profesional: senadora por Nueva York y tentaciones presidenciales

Rodham Clinton había convencido a muchos de que tenía madera de gobernante y casi nadie dudaba de que albergaba fuertes ambiciones políticas, tanto si ello se contemplaba con simpatía o con rechazo. Tras la exoneración de Clinton por el Congreso en el caso Lewinsky, los rumores de que la primera dama podía, haciendo historia, postularse a un cargo electivo incluso antes de expirar el mandato presidencial de su esposo, en las votaciones de noviembre 2000, encontraron asidero en la irrupción de varias figuras del Partido Demócrata que instaron a Hillary a que se presentara al escaño senatorial por Nueva York del que se jubilaba el veterano Pat Moynihan, el cual se mostró muy contento con la idea.

En efecto, en julio de 1999 Hillary creó un comité de exploración de sus posibilidades proselitistas y de recaudación de fondos en el estado atlántico, con el que no tenía ninguna relación profesional, ni personal ni casi viajera siquiera. La extrañeza geográfica de Nueva York era un reto de envergadura que suscitaba serias dudas en algunos responsables demócratas y que fue esgrimido por sectores republicanos movilizados contra quien detestaban visceralmente para retratarla como una advenediza y una frívola que ponía sus apetitos de poder por delante de sus obligaciones, en teoría solo protocolarias, humanitarias y caritativas, como primera dama. Se generó un debate, con posturas polarizadas, sobre los aspectos éticos del paso que Hillary se disponía a dar, sobre si tenía un proyecto político distinto del de su marido y sobre si su rol como primera dama le brindaba una considerable ventaja de partida, ya que con seguridad sacaría partido de determinados medios y palancas institucionales, o si, al contrario, no sería más que un lastre.

El 23 de noviembre de 1999, tras adquirir una vivienda en Chappaqua, al norte de la ciudad de Nueva York, y prometer ser "una enérgica y eficaz defensora" de los habitantes del estado, Hillary oficializó su aspiración a uno de los dos puestos de senador por Nueva York cuando faltaba casi exactamente un año para las elecciones. En los meses siguientes, la primera dama vio cómo su envite adquiría unas excelentes perspectivas gracias a dos factores, fundamentalmente: la retirada de su previsto oponente republicano, Rudolf Giuliani, el carismático alcalde de Nueva York, por problemas de salud, y la colaboración de su marido, que se despedía de la Presidencia con excelentes calificaciones para el balance económico de su mandato y que con su sola presencia confirió un gran relieve a los actos de campaña, donde incluso tocó el saxofón. Clinton, que se confesó "profundamente conmovido por la capacidad de perdonar" de Hillary, ya no dejaría de volcarse en la carrera política de ella, compensándola por todo lo que había hecho por él, mucho y decisivo, durante sus trances más apurados.

Así las cosas, el 12 de septiembre de 2000 Hillary se deshizo de su contrincante en las primarias demócratas, Mark McMahon, con el 82% de los sufragios y el 7 de noviembre, mientras el demócrata Al Gore, vicepresidente saliente, se batía con el republicano George W. Bush, a la postre ganador, por la jefatura de la Casa Blanca, se llevó el escaño senatorial con el 55,3% de los votos, 12 puntos más que los sacados por el republicano Rick Lazio. El 3 de enero de 2001 prestó juramento como legisladora federal con un mandato de seis años y el 20 de ese mes dejo de ser la primera dama con el cese presidencial de Bill, quien, necesitado de ingresos para sufragar las facturas de sus abogados y las hipotecas de los inmuebles que había adquirido en Washington y Nueva York, se embarcó en una extraordinariamente lucrativa actividad como conferenciante de lujo y escritor de sus memorias. 13 años después, en 2014, ella iba a reconocer que la pareja se había marchado de la Casa Blanca "no solo en bancarrota, sino con muchas deudas".

La flamante senadora Clinton destinó el arranque de la legislatura a construir una red de relaciones con colegas del hemiciclo de los dos partidos y con grupos de influencia y presión de orientaciones más bien conservadoras, como los religiosos protestantes y el lobby judío proisraelí, de cuya principal organización, el AIPAC, llegó a ser oradora habitual. Estos vínculos, unidos a un verdadero deslizamiento de sus convicciones internas hacia esa dirección, proyectaron a Hillary como una política madura y aplomada que, sutil pero perceptiblemente, había dado la espalda a cualquier asomo de izquierdismo o radicalismo para situarse en el centro del Partido Demócrata.

La moderación ideológica de Clinton a lo largo de 2001 y 2002 fue puesta de manifiesto por sus votos favorables a la Patriot Act, el instrumento legal reclamado por la Administración Bush para combatir la amenaza terrorista con medidas como la vigilancia e interceptación de las comunicaciones internas, y que organizaciones progresistas denunciaron por lo que entrañaba de menoscabo de las libertades civiles, así como a la autorización al Gobierno para el empleo de la fuerza militar contra Irak, si bien tales posicionamientos, al igual que el incondicional respaldo a la invasión antitalibán de Afganistán, se enmarcaron en el tenso escenario abierto por los atentados del 11-S y remaron a corriente del sentir mayoritario de la atribulada opinión pública, aunque en menor medida en la cuestión de Irak; a fin de cuentas, ella representaba en el Senado a un estado enlutado por el catastrófico ataque terrorista de Al Qaeda.

La preocupación prioritaria por la seguridad nacional señoreó las filas demócratas en la oposición, pero con unos matices que fueron agrandándose, hasta provocar divisiones. En el Senado, solo un conmilitón, Russ Feingold, por Wisconsin, votó en contra de la polémica Patriot Act en octubre de 2001. Pero un año después, la unanimidad en el partido saltó por los aires en relación con las intenciones bélicas, y los argumentos esgrimidos para justificarlas, de la Administración Bush contra Irak. Entonces, Hillary, en una decisión que iba a echársele en cara muchas veces en el futuro y que iba a terminar lamentando, fue uno de los 29 senadores demócratas —sobre 50— que votó junto con la bancada republicana..

Ahora bien, en todo este tiempo, la senadora no dejó de defender el compromiso federal con los programas sociales y de instar al Ejecutivo a que destinara parte del histórico superávit de tesorería dejado por la Administración de su marido a amortizar deuda pública y a apuntalar el Medicare y el sistema nacional de pensiones. Al contrario, el más valioso legado de los años de Clinton fue engullido con rapidez por los colosales gastos de defensa y seguridad contraídos por el Gobierno republicano. Coherente con sus advertencias contra el regreso de los presupuestos deficitarios, Clinton destinó un voto negativo a los paquetes de recortes de impuestos lanzados por el Ejecutivo porque a su entender transgredían el principio de la responsabilidad fiscal.

Después de todo, aunque menos que antes, Hillary seguía siendo vista por la mayoría del gran público como una liberal, en cuestiones económicas y sobre todo en cuestiones sociales, a la luz de sus posturas favorables al derecho de las mujeres al aborto (aunque ella, a título particular, no lo admitía), a un mayor control sobre las armas de fuego, a la investigación con células madre financiada con fondos federales, y a la adopción de medidas conservacionistas y de racionalidad energética para combatir el cambio climático por el calentamiento global, cuya directa relación con las emisiones de efecto invernadero admitía. Como casi todos los políticos de los dos partidos hegemónicos, defendía la pena de muerte para los delitos más graves. En cuanto al debate sobre el matrimonio homosexual, se declaraba contraria al mismo, pero también a su prohibición implícita por definición constitucional, al tiempo que aceptaba la fórmula de la unión civil de parejas del mismo sexo con iguales derechos que los matrimonios heterosexuales.

Sus críticas a Bush y al secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, subieron de tono al ritmo de los descalabros acumulados por la desastrosa ocupación de Irak, país que visitó, al igual que Afganistán, para comprobar los estados de la reconstrucción y de la lucha contra la insurgencia y el terrorismo, aunque disintió de los colegas del partido que exigían la inmediata repatriación de las tropas desplegadas en el país árabe, al entender que una retirada precipitada solo serviría para agravar la inseguridad.

Las especulaciones sobre su entrada en las elecciones primarias del Partido Demócrata en 2003 las desmintió una y otra vez Clinton; al parecer, la senadora consideraba prematura una aventura presidencial en 2004. Entregada a una frenética actividad viajera dentro y fuera de Estados Unidos, cultivando su presencia en los platós de televisión y desmarcándose ostensiblemente del ala demócrata de centro-izquierda, cuyas cabezas visibles eran Al Gore y el ex gobernador de Vermont Howard Dean, la senadora mantuvo su palabra de no saltar a la arena. En marzo de 2004, luego de desistir Dean, Clinton respaldó la precandidatura presidencial de John Kerry, senador por Massachusetts, frente a la de John Edwards, senador por Carolina del Norte. A continuación, hizo campaña por Kerry y en noviembre de 2004 anunció su intención de presentarse a la reelección en el Senado, a sabiendas de que la derrota de Kerry frente a Bush en las urnas nacionales la convertían a ella en la gran esperanza de los demócratas de cara a la elección presidencial de 2008.


4. El factor Obama: de rival en las primarias demócratas de 2008 a secretaria de Estado en 2009

Impulsada por el anuncio por Gore de que no le interesaba regresar a las competiciones electorales y por su formidable habilidad para recaudar fondos, Clinton, puesta al frente del nuevo Comité Directivo de Alcance del Partido Demócrata en el Senado, encaró la campaña reeleccionista en la Cámara alta del Congreso como un paseo triunfal que debía situarla, cual inmejorable plataforma de lanzamiento, en la rampa que apuntaba a la Presidencia de Estados Unidos, una meta todavía no confesada y que se presentaba, pese a la fuerza, la popularidad y la experiencia de la aspirante oficiosa, tachonada de obstáculos. Dos eran obvios: primero, debía ganar las primarias de su partido, en las que ya amenazaba con hacerle sombra el 14 años más joven Barack Obama, senador por Illinois, negro y poseedor de un seductor discurso reformista muy crítico con la Administración Bush y que sobrepasaba al de ella por la izquierda; luego, tenía que imponerse al adversario republicano, que en todo caso no sería, al descartarlo de plano la interesada, la secretaria de Estado Condoleezza Rice, quien había conseguido zafarse de los niveles de desgaste y descrédito sufridos por otros miembros del núcleo duro de la Administración Bush.

A su vez, las opciones de victoria de Clinton en ambas contiendas dependían de su capacidad para sortear dos hándicaps puramente personales. Por de pronto estaba su género, pues habría que ver si el electorado estaba maduro para la perspectiva de contemplar a una mujer mandando desde el Despacho Oval: hasta la fecha, ninguno de los dos partidos hegemónicos había nominado nunca a una candidata, y ni tan siquiera había habido una precandidata demócrata o republicana con posibilidades razonables de proclamación, ausencia que estaba haciendo de Estados Unidos una clamorosa anomalía, sobre todo por tratarse de una democracia, en la escena internacional. Luego, además, estaba su persistente reputación de figura "polarizadora", todo un estigma en un sistema que ensalzaba a los dirigentes "unificadores": la senadora suscitaba emociones extremosas ("ámala u ódiala", rezaba la portada de la edición del 28 de agosto de 2006 de la revista Time) casi a partes iguales. En su propio partido, la fría, calculadora y capacitada política tenía una legión de compañeros que la miraban con recelo, irritación o resentimiento.


4.1. La pugna con Obama por la nominación de la candidatura presidencial demócrata

El 7 de noviembre de 2006 Hillary arrolló al republicano John Spencer con el 67% de los votos y el 4 de enero de 2007 inauguró su segundo ejercicio senatorial. 16 días después, a sus 59 años, la ex primera dama anunció lo que, con mayor o menor credibilidad, venía presuponiéndosele desde hacía más de una década, la decisión de contender por la candidatura presidencial demócrata, para lo que ponía en marcha un comité de exploración. Con hasta el 45% de apoyos, de acuerdo con el sondeo más optimista, ella era la clara favorita del campo demócrata, muy por delante de Obama y Edwards, los otros dos precandidatos que contaban. "Estoy ahí para ganar", empezaba manifestando la senadora en su web de Internet, antes de plantear la necesidad de escoger a un presidente capaz de "deshacer los errores de Bush y restaurar nuestra esperanza y optimismo".

Confiada en su ventaja, Clinton se dedicó a recoger fondos, a captar votantes y a desgranar sus propuestas electorales sin preocuparse mucho por lo que hacían y decían sus perseguidores en los sondeos. En abril de 2007 el matrimonio Clinton liquidó un blind trust o fideicomiso ciego, mecanismo de inversiones creado cuando el segundo fue elegido presidente en 1993, con el fin de evitar posibles conflictos éticos o menoscabos a la confianza política de ella, lo que supuso la venta de varios paquetes de acciones en bolsa. Tras esta operación, el matrimonio habría visto ascender su patrimonio económico hasta los 50 millones de dólares, consolidando su posición, según cálculos de la prensa especializada, entre las 14.500 fortunas familiares del país. Entre los dos, habían ingresado desde 2000, constaba en su declaración fiscal, 109 millones de dólares, la mitad cobrados por él como conferenciante. En todo este tiempo, la pareja había reclamado deducciones fiscales por más de 10 millones de dólares dados a la caridad, dinero que casi en su totalidad había sido donado a un fundación filantrópica creada y dirigida por el propio ex presidente, el cual debutó en la precampaña de su esposa con un primer acto conjunto en julio de 2007.

En las políticas exterior y de seguridad, Hillary endureció su rechazo a la prolongación de la presencia militar en Irak sin definir unos plazos de retirada, si bien consideró insensato evacuar a todas las tropas, aunque sin dar pie con ello a la creación de bases permanentes, e, ignorando las recriminaciones de Obama, tampoco creyó necesario mostrar arrepentimiento por su voto en el Capitolio favorable a la invasión de 2003. Su justificación era que entonces, con la información de inteligencia disponible en torno a las finalmente inexistentes armas de destrucción masiva, existía un "consenso" sobre que el régimen baazista entrañaba una seria amenaza para la paz y la seguridad.

Con tono de halcón conservadora esta vez, Clinton dirigió advertencias y amenazas a Irán por perseguir una capacidad nuclear, cuya materialización en bombas atómicas —pese a mantener Teherán por activa y por pasiva que únicamente buscaba ampliar su producción energética, más allá de la que brindasen los hidrocarburos— debía impedirse a toda costa, y por alentar el terrorismo, pero se mostró dispuesta a entablar con Teherán un diálogo diplomático para remover tensiones. A Israel, tras años de recíproco cortejo con los lobbies judíos nacionalistas, la precandidata le dirigió un respaldo acrítico e "inquebrantable": el Gobierno israelí estaba en su perfecto derecho a levantar el muro de seguridad en Cisjordania, a combatir al terrorismo palestino y las agresiones de los radicales de Hamás como creyera conveniente, y a bombardear a la guerrilla de Hezbollah en Líbano. En abril de 2008 indicó que ante un hipotético ataque iraní a Israel con armas nucleares, ella, como presidenta, no dudaría en ordenar una represalia bélica contra la República Islámica en los mismos términos. Por otra parte, en noviembre de 2007 Clinton afirmó que las necesidades de la seguridad nacional prevalecían sobre las consideraciones de Derechos Humanos.

La Hillary más liberal asomó en las propuestas socioeconómicas. En septiembre de 2007 presentó su Plan Americano de Opciones de Salud, que perseguía la cobertura médica universal mediante el seguro obligatorio de todo asalariado y la expansión del Medicare. Los 110.000 millones de dólares que la reforma costaría saldrían del recorte de los gastos médicos del Estado y, sobre todo, de la eliminación de las deducciones fiscales, aplicadas por la Administración Bush, para las rentas superiores a los 250.000 dólares anuales. A diferencia del Hillarycare naufragado en la década anterior, este plan sanitario permitiría a los beneficiarios escoger entre el seguro público y el privado, y no generaría burocracias federales o estatales.

La precandidata esbozó también un paquete de estímulo económico por valor de 110.000 millones de dólares para paliar los daños de la crisis de las hipotecas subprime a las familias con menos ingresos. Meses después, con ella ya apeada de la contienda presidencial, iba a conocerse el impacto devastador de la crisis de los bonos basura en gigantes del sistema financiero como la compañía Lehman Brothers, convirtiendo en bagatela el socorro contemplado por la senadora. Asimismo, la senadora consideraba perentorio abandonar la política energética de Bush, lo que pasaría por ratificar el Protocolo de Kyoto (firmado por la Administración de su marido en 1997), reducir la dependencia de las importaciones petroleras, explotar parte de las reservas nacionales de crudo, volcarse en el desarrollo y el consumo de energías renovables, y establecer plazos taxativos para la reducción de emisiones contaminantes.

Clinton se percató de que tendría que emplearse a fondo para mantener su primacía en los sondeos en los debates televisados de octubre y noviembre, donde Obama y Edwards la sometieron a fuego graneado. El émulo más peligroso era el carismático y articulado senador por Illinois, la patria chica de ella, cuyo mensaje del "cambio" empezaba a calar en las bases demócratas, fundamentalmente entre los negros, los jóvenes y los profesionales con formación superior, los cuales encontraban más atractivo y esperanzador el mensaje e Obama que las "soluciones" de las que hablaba la de Nueva York. Vendiendo experiencia y solvencia, Hillary pasó al contraataque, metiéndose en el bolsillo a las mujeres blancas, atrayendo a los hombres de clase trabajadora también blancos y cortejando a los hispanos. Pero ya no había lugar para el ufano triunfalismo.

El 3 de enero de 2008 Obama propinó un primer hachazo en los emblemáticos caucus de Iowa, que dieron el banderazo de salida a la carrera de la nominación demócrata y que pusieron a Clinton provisionalmente a la zaga en la cuenta de delegados convencionales. En número de votos, fue incluso superada por Edwards, quedando en un humillante tercer lugar. La senadora se tomó la revancha días después ganando sin autoridad la primaria de New Hampshire y los caucus de Nevada, pero antes de terminar el mes Obama volvió a doblegarla en Carolina del Sur. Las retiradas de Edwards y el gobernador de Nuevo México, Bill Richardson, convirtieron las primarias demócratas en un duelo de dos que alcanzó cotas de gran aspereza, sin rehuir los contendientes los ataques puramente personales y el mutuo descrédito, lo que resultaba bastante insólito entre postulantes de un mismo partido.

Clinton no consiguió decantar la lucha a su favor en el supermartes de principios de febrero, cuando hubo primarias o caucus en 23 estados, que acabó en un decepcionante empate técnico. Sus opciones empezaron a desmoronarse ese mismo mes al apuntarse Obama once victorias consecutivas. Los tomas y dacas fueron sucediéndose, aunque la balanza parecía inclinada definitivamente del lado de Obama. Clinton empezó a ser presionada para que arrojara la toalla, pero sus triunfos en los importantes estados de Ohio, Texas y Pensilvania le hicieron aferrarse al argumento de que seguía teniendo posibilidades de ser nominada en agosto.

La dilatación del proceso por la obstinación esperanzada de Clinton alarmó a los dirigentes del partido, temerosos de que el único beneficiario de la contienda fratricida fuera el candidato de los republicanos, el senador por Arizona y veterano de la guerra de Vietnam John McCain, quien tenía asegurada su nominación desde marzo. Obama recibió una cascada de respaldos de personalidades demócratas y Clinton fue quedándose sola. Esto magnificó la irritación en el partido, donde poco más o menos conminaron a Clinton a que se tragara su orgullo y reconociera su derrota. La precandidata demoró su retirada hasta cuatro días después de rebasar Obama, el 3 de junio, el número de delegados, 2.118, necesarios para asegurarse matemáticamente la nominación, y una vez pronunciados todos los estados y pasados en masa a la precandidatura del senador de color los llamados superdelegados. Al final, ella se quedó con 1.922 delegados y superdelegados.

El sueño presidencial de Hillary se despedía también rodeado de agujeros financieros: la campaña, que no había podido igualar el récord de recaudación de Obama y que encima había estado en el punto de mira por los perfiles poco recomendables de algunos generosos donantes, le había costado a la senadora 212 millones en gastos y 23 millones en deudas. A modo de gesto de resistencia postrero, aireó su exigencia de acompañar a Obama como candidata a la Vicepresidencia, fórmula integradora que no se materializó porque el escogido por Obama para integrar su fórmula electoral fue Joe Biden, senador por Delaware desde 1973.

El 7 de junio de 2008 Hillary, como por ensalmo, disipó en Washington todo el aire de acritud acumulado en los pasados meses expresando su apoyo incondicional a Obama, haciendo suyo su lema, el ya celebérrimo Yes, we can, y exhortando a sus fieles a que hicieran lo mismo. El 27 de agosto, en la Convención Nacional Demócrata celebrada en Denver, Clinton, secundada por su marido, pronunció un apasionado discurso en pro de la unidad de los demócratas y a mayor gloria de quien se consideraba una "orgullosa partidaria". A continuación, la senadora se puso a hacer campaña por Obama en la contienda contra McCain.


4.2. Hillary, ministra de Exteriores de Estados Unidos

Tras la triunfal elección del demócrata el 4 de noviembre como el primer presidente negro de Estados Unidos, se planteó la cuestión, prácticamente obvia, de la inclusión de Clinton en el equipo dirigente que debía tomar posesión el 20 de enero de 2009. Sin duda, la todavía senadora no se conformaría con menos que un puesto de alto relieve político y gran proyección mediática, que compensara con creces su baja en el poder legislativo. El 21 de noviembre la prensa informó que el cargo de postín ofrecido por Obama y aceptado por la interesada era la Secretaría de Estado, pero con una condición: que su marido, para prevenir el menor riesgo de un conflicto de intereses, aplicase una política de escrupulosa transparencia a las actividades y los ingresos económicos de su Centro Presidencial y su Fundación, cuyas listas de donantes tendrían que ser reveladas. Se daba por descontado que ella se abstendría de recaudar fondos y participar en actos de la William J. Clinton Foundation y la Clinton Global Initiative.

El 1 de diciembre el presidente electo confirmó en Chicago el nombramiento de Clinton como jefa de la diplomacia estadounidense, la tercera tras los ejercicios de la también demócrata Madeleine Albright durante la presidencia del marido y de la titular saliente, Condoleezza Rice. "Es una americana de inmensa talla que tendrá mi plena confianza, que conoce a muchos de los líderes mundiales, que obtendrá el respeto de todas las capitales y que claramente tendrá la habilidad de promover nuestros intereses por el mundo", explicó el mandatario electo

En el mismo acto de presentación, y más tarde en su comparecencia de evaluación ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, Clinton fusionó su visión de la nueva política exterior estadounidense con la de Obama e incidió en los principios generales que ambos habían expresado en términos casi idénticos: que el país debía recuperar la credibilidad perdida ante el mundo, regresar al multilateralismo, desmilitarizar y desideologizar sus relaciones internacionales, emplear la fuerza solo como "último recurso" y poner más ahínco en la cooperación con aliados y socios que en la búsqueda de enemigos. Había llegado el momento de aplicar una "diplomacia inteligente", "vanguardia" de un "poder inteligente" que sabría emplear "la amplia gama de herramientas a nuestra disposición: diplomáticas, económicas, militares, políticas, legales y culturales", manifestó. Los "tres pilares" de esta política exterior serían la diplomacia, la defensa y el desarrollo. Y el espíritu motriz, un "matrimonio de principios y pragmatismo, no rígida ideología".

En el terreno operativo, aunque sin entrar en detalles ni desvelar intenciones concretas, Clinton mencionó como prioridades de su labor las siguientes: buscar una paz duradera en Oriente Próximo satisfaciendo las necesidades de seguridad de Israel, permitiendo la creación del Estado palestino y finalizando el sufrimiento de los civiles en la zona; derrotar al terrorismo de Al Qaeda con una "estrategia integral"; retirar de manera "segura y ordenada" a los soldados de Irak, que Obama había prometido culminar en un plazo de 16 meses, luego teniendo en cuenta en todo momento la situación de la seguridad y las opiniones de los mandos militares; intensificar la aportación a las luchas antiterrorista y antitalibán que libraban los gobiernos de Pakistán y Afganistán, lo que implicaba enviar más tropas de combate al segundo país, en paralelo al repliegue de Irak; "persuadir" a Irán de que tenía que renunciar a su programa nuclear pretendidamente civil; y prevenir también la proliferación nuclear en Corea del Norte, país que en 2006 había consternado y alarmado al mundo con su primera detonación de una bomba atómica.

Además, era menester forjar con Rusia una cooperación provechosa en materias de importancia estratégica, como la reducción de los arsenales atómicos, establecer una relación igualmente positiva con China y construir una asociación política y económica con India. En África, había que detener la guerra de Kivu en la República Democrática del Congo, poner fin a la "autocracia" en Zimbabwe y hacer lo mismo con la "devastación humana" en la región sudanesa de Darfur. No podía faltar el compromiso de profundizar las relaciones de confianza con viejos aliados, amigos y socios de Estados Unidos, como Europa, Canadá, Japón, México, Australia, Corea del Sur y los países de la ASEAN. Y había que colocar en el primer plano las luchas contra el cambio climático, la pobreza y el hambre, y en defensa de los derechos de las mujeres y los niños.

En cuanto a los numerosos instrumentos jurídicos internacionales que la Administración Bush había despreciado o simplemente ignorado, Clinton mencionó expresamente el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares (CTBT) y el Tratado de Prohibición de Transferencia de Material Fisible (FMCT), para los que reclamó la ratificación en casa y la negociación internacional, respectivamente. La posibilidad de ratificar el Protocolo de Kyoto sobre reducción de emisiones carbónicas asomó en apariencia en el discurso de la próxima jefa del Departamento de Estado cuando Clinton veía a Estados Unidos como una potencia "líder" en la lucha internacional contra el cambio climático, participando activamente en esfuerzos tales como la XV Conferencia de las Partes de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático, a celebrar en Copenhague en diciembre de 2009.

El 21 de enero de 2009, un día después de tomar posesión Obama y el vicepresidente Biden, el nombramiento de Clinton como secretaria de Estado fue ratificado por el pleno del Senado con 94 votos a favor y dos en contra. El mismo día, al tiempo que otros miembros del Gabinete, Clinton juró el puesto gubernamental, cesando al punto como senadora. Se trataba de la primera ex primera dama que asumía un puesto en el Gabinete de Estados Unidos.


5. El cuatrienio como jefa de la diplomacia estadounidense: protagonismo, respeto internacional y pocos resultados

Clinton se estrenó en el Ejecutivo de Washington poniéndose en contacto con numerosos jefes de Estado y de Gobierno para comunicarles el cambio de rumbo en la política exterior estadounidense, donde había "mucho daño que reparar", invitando al régimen iraní a un diálogo directo para resolver el contencioso nuclear y reservando su primera salida al exterior, en febrero, al área geográfica que la Administración Obama consideraba su "máxima proridad", Extremo Oriente y el Pacífico Noroccidental.

En su minigira por Japón, Indonesia, Corea del Sur y China Popular, viaje inaugural de un periplo mundial que en los próximos cuatro años iba hacer escalas en 112 países y anotar la friolera de millón y medio de kilómetros recorridos, Clinton instó a Corea del Norte a poner fin a sus "actos provocadores", si bien el paranoico e impredecible régimen comunista de Pyongyang, en su peligrosa huida hacia adelante, hizo oídos sordos, retirándose de las conversaciones sexpartitas enfocadas en su desnuclearización y, en mayo, volviendo a concitar el repudio universal al realizar una segunda prueba nuclear subterránea, más potente que la de 2006. En Beijing, la huésped, en aras de los intereses económicos, más en medio del caos financiero y la Gran Recesión provocados por la quiebra de Lehman Brothers el año anterior, y de la seguridad regional, dejó en un segundo plano la demanda del respeto de los Derechos Humanos por el Gobierno chino.


5.1. Fracaso en Pal