Felipe González Márquez

La modernización de España en múltiples campos y su completa integración en el concierto europeo tuvieron lugar en los 14 años de Gobierno, entre 1982 y 1996, de Felipe González, líder del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y una de las figuras clave de la transición democrática. La traumática reconversión industrial de los años ochenta, las medidas sociales de signo izquierdista seguidas de recortes y reformas con criterio liberal, el ingreso en las Comunidades Europeas y el referéndum sobre la permanencia en la OTAN jalonaron una gestión, muchas veces contestada, que fue el reflejo de unas transformaciones ideológicas y programáticas personales, tendentes a la moderación. Tras cuatro victorias consecutivas, González no fue capaz de remontar el lento declive electoral de su partido, erosión que estimularon un tropel de escándalos de corrupción, las turbias ramificaciones de la guerra sucia contra el terrorismo de ETA, los desequilibrios financieros y el elevado desempleo. Aunque retirado de la profesión política, el ex presidente, fundador del Club de Madrid, continúa activo en las palestras europeas y latinoamericanas.

(Texto actualizado hasta marzo 2010)

1. Líder de la oposición democrática a caballo entre dos regímenes
2. Triunfo electoral socialista en 1982 con el mensaje del cambio: reformas sociales y reconversión industrial
3. Despegue económico, liberalización y contestación sindical; la reforma militar
4. El relanzamiento de las relaciones internacionales de España; la OTAN y la CEE
5. La resaca de 1992: crisis económica, apuros financieros y reforma laboral
6. Enfrentamientos en el PSOE y escándalos de corrupción; la trama de los GAL
7. La "dulce derrota" de 1996
8. Actitudes evasivas y prolongación del ascendiente internacional
9. Aportaciones intelectuales, reconocimientos y aspectos personales


1. Líder de la oposición democrática a caballo entre dos regímenes

El segundo de cuatro hermanos, sus padres fueron Felipe González Helguera, un tratante de ganado emigrado a Sevilla desde su Cantabria natal en 1929, de convicciones republicanas, azañista y militante del sindicato socialista Unión General de Trabajadores (UGT), y Juana Márquez Domínguez, natural de la provincia de Huelva. El negocio de venta de vacas montado por don Felipe en el barrio sevillano de Bellavista reportó a la familia una situación económica relativamente desahogada, gracias a la cual su vástago tocayo pudo cursar el bachillerato en el colegio que los Padres Claretianos regentaban en la capital andaluza, y después el preuniversitario en el Instituto San Isidoro.

Matriculado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla, en 1965, el año previo a su licenciatura, el joven asistió a un curso de Economía en la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Una vez obtenido el título de abogado, González abrió un bufete especializado en litigios laborales, lo que le permitió conocer de primera mano los problemas de los trabajadores en los años del desarrollismo de la dictadura franquista. Al principio militante de las Juventudes Universitarias de Acción Católica y de las Juventudes Obreras Católicas, cuya orientación era democristiana, en 1962 se afilió a las Juventudes Socialistas y dos años después ingresó en el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que estaba prohibido en España desde el final de la Guerra Civil en 1939 y cuyos dirigentes históricos operaban en el exilio. Su actividad se desarrolló, por tanto, en la clandestinidad, y en 1971 su participación en manifestaciones contrarias al régimen del general Franco le acarreó una detención policial.

Durante un tiempo, González combinó la práctica legal como abogado laboralista con la docencia en su antigua facultad. En julio 1969, regresado a tal efecto de uno de sus viajes solapados a la vecina Francia para reunirse con los camaradas en el exilio, contrajo matrimonio en Sevilla con Carmen Romero López, hija de un coronel médico del Ejército, profesora de instituto y militante socialista desde el año anterior, con la que iba a tener tres hijos, Pablo, David y María.

El liderazgo del PSOE: de Suresnes al Congreso Extraordinario de 1979
Dentro del PSOE, González ingresó en el Comité Provincial de Sevilla en 1965, en 1969 accedió al Comité Nacional y en 1970 fue elegido miembro de la Comisión Ejecutiva. En agosto de 1972, en representación de la Ejecutiva del interior, que pugnaba con la Ejecutiva del exterior, participó en el XXV Congreso del partido, celebrado en Toulouse. Dos años después, en octubre de 1974, el XXVI Congreso, reunido en Suresnes, le encumbró a la Secretaría General, que se encontraba vacante desde la cita de Toulouse debido a las desavenencias internas. González, conocido por sus camaradas como Isidoro, tenía solamente 32 años.

En aquella ocasión, el sector histórico del PSOE, integrado por los veteranos del exilio y encabezado por el secretario general entre 1944 y 1972, Rodolfo Llopis Ferrándiz, un viejo colaborador del que fuera presidente del Gobierno y del partido en los años de la Segunda República, Francisco Largo Caballero (y que sacaba a su sucesor en el cargo la friolera de 47 años), fue definitivamente relegado, tras dos años de cisma, por los renovadores del interior, donde Felipe, secundado entre otros por Nicolás Redondo Urbieta (cabeza del socialismo vasco) y Pablo Castellano Cardalliaguet (portavoz del socialismo madrileño), terminó llevando la voz cantante al convertirse en una solución de compromiso. El joven Isidoro ganó la partida a los llopistas y su PSOE Histórico en buena medida gracias al patrocinio de las máximas figuras de la socialdemocracia europea, como el italiano Pietro Nenni, el sueco Olof Palme y el alemán Willy Brandt, quienes hicieron valer su peso en la Internacional Socialista para que ésta reconociera al PSOE Renovado como el legítimo representante del socialismo español.

Tras la muerte de Franco en noviembre de 1975, González, instalado ya en Madrid junto con su familia, pasó a liderar una parte de la oposición española al frente de la Plataforma de Convergencia Democrática, que en marzo de 1976 se fusionó con la Junta Democrática de España que animaban el Partido Comunista de España (PCE) y su secretario general, Santiago Carrillo Solares, dando lugar a la Coordinación Democrática, más conocida como la Platajunta. En el XXVII Congreso socialista, en diciembre de 1976 en Madrid y primero de los celebrados en España desde la Guerra Civil, González fue ratificado como secretario general mientras que el veterano dirigente Ramón Rubial Cavia obtuvo el puesto honorífico de presidente del partido.

Legalizado finalmente en febrero de 1977 por el Gobierno reformista de Adolfo Suárez González, el PSOE concurrió a las primeras elecciones generales democráticas, de carácter constituyente, el 15 de junio de 1977. Con el 29,2% de los votos y 118 escaños, el primero de los cuales, por Madrid, pasó a ocuparlo su secretario general, el PSOE se colocó como la segunda fuerza del Congreso de los Diputados y superó amplísimamente al PCE, su rival por la izquierda, que hubo de conformarse con el 9,3% de los votos y 19 escaños. El trasvase masivo del denominado voto útil favoreció la aplastante superioridad de los socialistas en el arco de la izquierda, posición hegemónica que ya no perderían.

En su lustro como líder de la oposición democrática, González esgrimió un discurso radicalmente contrario a la entrada de España en la OTAN, que calificó de "tremendo error" y de "barbaridad histórica", y su antagonismo parlamentario al Gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD) encabezado por Suárez, carente de la mayoría absoluta, fue tan duro que contribuyó decisivamente a su caída en febrero de 1981, cuando la falta de apoyos en su propio partido no dejó al presidente nombrado por el rey Juan Carlos I en 1976 otra salida que la dimisión. En mayo de 1980, en un momento sumamente delicado por la crisis económica, la ofensiva terrorista de la ETA vasca y los rumores de sables en los cuarteles, los socialistas ya intentaron derribar a Suárez mediante una moción de censura que no prosperó.

En el campo ideológico propio, González insistió en la necesidad de eliminar la invocación del marxismo en la doctrina del PSOE y de convertir a éste en un partido moderno e interclasista, homologable a la socialdemocracia europea (y tal como había hecho, por ejemplo, el SPD germanooccidental en 1959 con su Programa de Bad Godesberg), la cual, por su parte, le respaldó nombrándole el 7 de noviembre de 1978 vicepresidente de la Internacional Socialista, donde entró a colaborar directamente con su presidente, el ex canciller Brandt.

González vio derrotada su ponencia transformadora en el XXVIII Congreso, el 17 de mayo de 1979, viéndose obligado a dimitir y a entregar la dirección a una gestora interina. Pero en septiembre del mismo año, un Congreso Extraordinario le repuso en la Secretaría General con el 86% de los votos. La victoria de González fue total al conseguir también el aggiornamento del partido, que renunció a la ideología marxista, abrazó la definición socialista democrática y se configuró como una organización federal, amoldada al incipiente Estado de las autonomías en la articulación territorial de España. El XXVIII Congreso creó también el cargo de Vicesecretario General, para el que eligió a Alfonso Guerra González, hasta entonces secretario de Organización. Paisano sevillano e ingeniero de formación, Guerra era, desde su coincidencia en la Universidad, un inseparable compañero de aventura política de González, relación dinámica que se intensificaría a partir de ahora.

Durante el intento de golpe de Estado perpetrado por un sector involucionista del Ejército en febrero de 1981, el llamado 23-F, González vivió un apurado trance personal al ser uno de los dirigentes políticos separados de su escaño en el hemiciclo del Congreso, que sesionaba la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como nuevo presidente del Gobierno, y encerrados en una dependencia por los guardias civiles que asaltaron el palacio legislativo y ametrallaron su techo para aterrorizar a los diputados. Hasta que el golpe fracasó y sus captores se rindieron, el líder socialista pasó unas angustiosas horas, bajo el temor de ser ejecutados sumariamente, en compañía de Guerra, Carrillo, el teniente general y vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado y el ministro de Defensa Agustín Rodríguez Sahagún (la misma peripecia sufrió Suárez, que permaneció aislado en otra sala).


2. Triunfo electoral socialista en 1982 con el mensaje del cambio: reformas sociales y reconversión industrial

Consolidado como una alternativa de gobierno en las legislativas del 1 de marzo de 1979, ocasión en la que alcanzó el 30,5% de los votos y los 121 diputados, el PSOE obtuvo una victoria arrolladora en las votaciones del 28 de octubre de 1982 con el 48,3% de los sufragios y 202 diputados. El vuelco del panorama político —doblemente histórico, pues, además del hundimiento total sufrido por la UCD, nunca antes un partido de izquierda había recibido tantos votos en solitario en España— supuso para el PSOE el regreso al poder ejecutivo que había ocupado por última vez en 1939, cuando la victoria del bando sublevado en la Guerra Civil puso final al Gobierno republicano presidido por Juan Negrín López.

González fue investido presidente por el Congreso el 1 de diciembre con 207 votos a favor, 116 en contra y 21 abstenciones, y al día siguiente prometió el cargo ante el rey en el Palacio de la Zarzuela. Su Gabinete, en el que destacaban varios exponentes de la intelligentsia del partido con un sólido bagaje universitario, tomó posesión en la jornada posterior.

Los principales lugartenientes de González en su flamante Gobierno, todos ellos a caballo entre la tercera y la cuarta décadas de edad, eran: Guerra, en la Vicepresidencia; Miguel Boyer Salvador, en Economía y Hacienda; Carlos Solchaga Catalán, en Industria y Energía; Narcís Serra i Serra, en Defensa; José Barrionuevo Peña, en Interior; Joaquín Almunia Amann, en Trabajo y Seguridad Social; Fernando Ledesma Bartret, en Justicia; José María Maravall Herrero, en Educación y Ciencia; y Javier Solana Madariaga en Cultura. A una generación anterior pertenecía el diplomático Fernando Morán López, nombrado ministro de Asuntos Exteriores. De ellos, sólo Guerra, Almunia, Maravall y Solana eran miembros de la Comisión Ejecutiva Federal socialista salida del XXIX Congreso del partido, en octubre de 1981.

La llegada al Gobierno de los socialistas alumbró en amplios sectores de la sociedad española esperanzas de mejoras y transformaciones a todos los niveles, en un país que en numerosos aspectos arrastraba un considerable retraso con relación a las democracias más consolidadas de Europa occidental. En este sentido, caló profundamente el lema, Por el Cambio, ondeado por el PSOE durante la campaña en un brillante ejercicio de marketing electoral. Por otro lado, los electores conservadores miraban a González y los suyos con diversos grados de recelo y temor, en la sospecha de que el cambio prometido pudiera traducirse fácilmente en medidas radicales de corte izquierdista.

En el terreno social, el país empezó a experimentar claros progresos. Por un lado, se modernizaron los tramos escolares básicos mediante la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) de julio de 1985, que incorporó también el sistema de colegios concertados. A la LODE le siguió en octubre de 1990, ya en la tercera legislatura socialista, la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), que, derogando la Ley General de la Educación (LGE) de 1970, reestructuraba los ciclos académicos y universalizaba la educación pública gratuita hasta los 16 años. Anteriormente, la escolaridad obligatoria en España finalizaba a los 14 años. En noviembre de 1995 fue aprobada, con fuerte rechazo de los sindicatos de profesores, la Ley Orgánica de Participación, Evaluación y Gobierno de los Centros Docentes (LOPEG).

Por otro lado, se desarrolló un amplio sistema de Seguridad Social integral y sostenido por las cotizaciones de los afiliados, que tomó como referencia el modelo del Estado del bienestar característico de otras latitudes. La Ley General de Sanidad (1986) reguló el funcionamiento de un Sistema Nacional de Salud que brindaba asistencia sanitaria pública, gratuita, universal y de alta calidad. El nuevo marco cambió el modelo de sanidad pública en España: la prestación del servicio dejó de depender de la cotización de los trabajadores, es decir, dejó de concebirse como un seguro social, y se reformuló como un derecho ciudadano universal, de carácter ineludible. En cuanto a la regulación laboral, el primer Gobierno González implementó con prontitud una de las grandes reclamaciones del movimiento obrero: la reducción de la jornada ordinaria (máxima) de trabajo, que pasó de las 44 a las 40 horas semanales sin disminución de sueldo. Este cambio, junto con las vacaciones anuales retribuidas mínimas en 30 días, quedó regulado por ley e incorporado al Estatuto de los Trabajadores.

Uno de los jalones de la legislación social, manifiestamente mejorable para las asociaciones feministas pero una decisión aciaga para los grupos pro vida y la Iglesia Católica (que ya había condenado la introducción de la píldora anticonceptiva en España en 1978 y recibido igualmente mal el divorcio civil en 1981), fue, mediante la Ley Orgánica 9/1985 de Reforma del Código Penal, la despenalización parcial del aborto, el cual pasó a ser legal en determinados supuestos y períodos de gestación. Aprobada por el Consejo de Ministros en febrero de 1983 y por el Congreso en octubre siguiente, y promulgada el 5 de julio de 1985, la nueva normativa autorizaba la interrupción del embarazo en centros públicos o privados en tres situaciones: en caso de violación (supuesto criminológico), dentro de las 12 primeras semanas de gestación; cuando existieran graves taras físicas o psíquicas del feto (supuesto eugenésico), dentro de las 22 primeras semanas; y cuando hubiera riesgo grave para la salud física o psíquica de la madre (supuesto terapéutico), en este caso sin límite temporal.

Las reformas en la estructura económica
Al poco de constituirse, el Gobierno desató en el sector productivo unas reformas estructurales que González consideraba ineludibles para la modernización del país. El elemento más visible de este proceso fue la traumática reconversión industrial, que clausuró y desmanteló en buena medida la industria pesada, obsoleta y en su mayor parte incapaz de sostenerse sin grandes aportes de dinero público, que se había ido construyendo desde la autarquía de los primeros años del franquismo. Las compañías intervenidas pertenecían al Instituto Nacional de Industria (INI), un organismo del Estado que había cumplido su función desarrollista pero que ahora no encajaba con las necesidades de diversificación de la economía española y su apertura al comercio internacional. Las reformas internas se tornaron más perentorias tras el ingreso en 1986 en la CEE y la consiguiente imposición por Bruselas de una política de subvenciones públicas mucho más exigente, ligada a unos criterios de racionalidad y viabilidad.

El 6 de julio de 1983 el Consejo de Ministros aprobó la reconversión de la siderurgia integral, que tuvo un durísimo impacto en las economías locales del País Vasco, Asturias, Cantabria y Valencia. La destrucción masiva de empleo a que dieron lugar la reconversión del acero y la subsiguiente ruina de numerosas pequeñas empresas privadas que recibían contratos de las grandes públicas convirtió en un fiasco la promesa hecha por el líder socialista de crear 800.000 puestos de trabajo en la primera legislatura. En 1984 el Gobierno lanzó la reconversión de los grandes astilleros, que arrastraban unos balances de cuentas muy deficitarios, y el resultado fue otro movimiento huelguístico en el País Vasco, Asturias, Galicia y Andalucía. Una aparente contradicción anidaba en los planes del Ejecutivo, que sostenía que para crear o mantener empleos, antes había que sacrificar otros. Galicia, el País Vasco, Asturias, Andalucía, Valencia y el cinturón fabril de Barcelona fueron declaradas Zonas de Urgente Reindustrialización.

Los cierres fabriles, los "planes de competitividad" y los "contratos-programa", que supusieron el despido o jubilación anticipada de decenas de miles de trabajadores y que encontraron una encarnizada resistencia sindical, afectaron en sucesivas oleadas hasta bien entrados los años noventa a los sectores de la siderurgia (Altos Hornos de Vizcaya en Sestao y Baracaldo, Ensidesa en Avilés y La Felguera de Langreo, Altos Hornos del Mediterráneo en Sagunto, Foarsa en Reinosa), la minería del carbón (Hunosa y Figaredo en Asturias), la construcción naval (astilleros de las rías de Bilbao y Vigo, El Ferrol, Cartagena y la bahía de Cádiz) y otros, como la industria química, el textil, los bienes de equipo y los contratistas de defensa. En diciembre de 1983, en un coloquio con periodistas, González justificó su estrategia industrial con estas palabras: "Me gustaría que todos los españoles hicieran un esfuerzo de comprensión para darse cuenta de la necesidad de proceder a una reconversión industrial, que es fundamental para nuestra puesta al día europea, entremos o no en el Mercado Común".

En 1994 surgió la Corporación Siderúrgica Integral (CSI) para englobar a las instalaciones siderúrgicas que habían sobrevivido al proceso de cierre y desmantelamiento, en Asturias y el País Vasco. Estas eran una serie de altos hornos de fundición de mineral y factorías de coque que la antigua Ensidesa tenía en Gijón y Avilés (en lo sucesivo, el único caso de siderurgia integral en España), más la nueva acería compacta de Sestao. En la automoción, el fabricante de automóviles SEAT, una vez desvinculado de la Fiat italiana, fue vendido por el INI a la alemana Volkswagen en un proceso por etapas que culminó en 1990, no sin someterlo a un severo recorte de la plantilla e inyectarle cientos de miles de millones de pesetas para cubrir su déficit.

Por otro lado, el 23 de febrero de 1983 el Gobierno expropió por decreto el holding empresarial Rumasa, uno de los mayores grupos privados del país, propiedad de José María Ruiz Mateos. Según el ministro Boyer, Rumasa se encontraba en una situación de virtual quiebra, debido a su fuerte endeudamiento, empezando con la Seguridad Social, y de una serie de arriesgadas inversiones; en consecuencia, el Gobierno se había visto obligado a expropiarla para utilidad pública y en interés social, para proteger el erario del Estado, los puestos laborales de los 60.000 trabajadores del grupo y los intereses de sus accionistas.

Medida intervencionista espectacular que levantó una ruidosa polémica, la oposición centrista y derechista la cubrió de críticas no tanto por su necesidad como por el procedimiento expeditivo empleado, aunque el PSOE ganó para su lado a los comunistas y a los nacionalistas vascos en la convalidación parlamentaria del decreto-ley de expropiación. A posteriori, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo establecieron en varias sentencias que la decisión gubernamental de 1983 sobre Rumasa se había ajustado a la ley y que el demandante y máximo afectado, Ruiz Mateos, no tenía derecho a la restitución. El Gobierno sopesó nacionalizar Rumasa, pero finalmente se decantó por su fraccionamiento y reprivatización.

En 1985, mientras ejecutaba la reconversión industrial con pulso firme, el Gobierno socialista inició también un proceso de reestructuración orgánica y de redefinición jurídica de las compañías de titularidad pública, que entonces se aproximaban a las 200, sin contar los varios centenares de firmas que dependían del Estado de manera indirecta al tratarse de filiales o subfiliales de las anteriores. Este vasto patrimonio estatal se abrió parcial o totalmente, según los casos, a la capitalización privada, mediante la venta directa (como se hizo con SEAT, la siderúrgica Sidenor y la energética Enagás), mediante la venta de acciones en bolsa, o bien a través de un concurso público de ofertas. Algunas firmas que no eran rentables o que no encontraron comprador, fueron liquidadas.

En los últimos años de la administración de González, el parque de empresas del Estado experimentó, más que la privatización sistemática, un proceso de racionalización directiva, que asumía la mentalidad empresarial en el mercado común europeo altamente competitivo y ponía énfasis en la eficiencia de los holdings públicos que tenían encomendada la gestión de las compañías. La gran privatización del sistema vendría a partir de 1996, tras la marcha de González; con los socialistas, ese proceso arrancó, pero los esfuerzos se centraron en la reorganización de sectores productivos enteros y en las fusiones que afectaron a muchas corporaciones, antes de o durante su privatización parcial. Todo ello, repetía machaconamente el Gobierno, se hacía en aras de la modernización y la competitividad de la matriz productiva nacional.

Las realizaciones más visibles de este proceso de concentración de empresas de un mismo ramo y de holdings gestores tuvieron lugar en el último lustro de la presidencia de González. En mayo de 1991 nació la Corporación Bancaria de España, luego conocida como Argentaria, como una sociedad estatal y una entidad de crédito que federaba seis bancos públicos: el Banco Exterior de España, la Caja Postal de Ahorros, el Banco de Crédito Industrial, el Banco de Crédito Agrícola, el Banco de Crédito Local y el Banco Hipotecario de España. El macrogrupo bancario, que mantuvo su naturaleza pública, era una operación necesaria ante las recientes fusiones acometidas en la gran banca privada. De hecho, Argentari se convirtió en la mayor entidad financiera del país, por delante de los bancos Bilbao Vizcaya (BBV, con el que terminaría fusionándose, privatización mediante, en 1999), Santander y Central Hispano (BCH).

En julio de 1992 nació el holding público multisectorial TENEO, vasta sociedad anónima que acogió a todas las empresas del INI, 47, capaces de gestionarse y de competir en el mercado sin recurso a los presupuestos generales del Estado. Más tarde, en junio de 1995, el INI y el Instituto Nacional de Hidrocarburos (INH, a cuyo cargo estaba la petrolera Repsol, la principal compañía industrial del país por volumen de negocio), fueron disueltos y en su lugar se establecieron dos nuevos entes, la Agencia Industrial del Estado (AIE) y la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI). De acuerdo con el nuevo esquema, las empresas deficitarias que sí dependían de la financiación pública para su sostenibilidad quedaban bajo responsabilidad de la AIE, mientras que Repsol y el grupo TENEO se subordinaban a la SEPI. Por otro lado, el Grupo Patrimonio dio lugar a una doble Sociedad Estatal de Participaciones Accionariales (SEPA I y SEPA II). En todos estos años, los sucesivos holdings fueron vendiendo paquetes de acciones de, entre otras, la eléctrica Endesa, la electrónica Indra, la papelera Ence y Repsol. Lo mismo sucedió con Argentaria y con el monopolio Telefónica.


3. Despegue económico, liberalización y contestación sindical; la reforma militar

El control de la inflación, que alcanzaba el 14,6% a finales de 1982, constituyó un objetivo confeso desde el momento en que quedó de manifiesto el pronto abandono de la estrategia estatista. Anticipándose incluso a los socialistas franceses, que hasta el cambio de Gobierno en 1984 no renunciaron a su política de nacionalizaciones y de regulación a ultranza, González fue decantándose por un pragmatismo promercado que intentaba aunar la liberalización de la economía y una política social activa, lo que le granjeó la confianza del gran capital y la patronal. Esta última, que venía pregonando que sin podas en el déficit público y en los elevados tipos de interés, y sin la flexibilización del mercado de trabajo acompañada de moderación salarial, no vendrían inversiones productivas ni se crearía empleo, accedió a firmar el Acuerdo Económico y Social con el Gobierno y los sindicatos cuando apreció que el primero estaba asumiendo lo esencial de sus tesis.

La primera legislatura gobernada por González, rica en decisiones ejecutivas y en novedades legislativas de corte rupturista, tuvo un balance mixto en el que predominó la sensación de que lo más duro de la reconversión industrial ya había pasado y de que el futuro inmediato, ahora que el país era miembro de la CEE, forzosamente tenía que traer mejoras en materia de crecimiento y de empleo. El paro era la gran asignatura pendiente de González. La tasa no había hecho más que aumentar desde la restauración de la democracia y esta tendencia continuó sin apenas tregua en los tres primeros años de Gobierno socialista: de los 2,28 millones de parados que había en diciembre de 1982 (tasa del 16,6%, según la Encuesta de Población Activa) se pasó a los 3,05 millones (el 21,6%) en el primer trimestre de 1986. El precio social de la reforma estructural había sido elevadísimo.

González, preocupado por que se desinflaran para el Gobierno las repercusiones positivas de su victoria en el referéndum del 12 de marzo sobre la permanencia en la OTAN, decidió adelantar las elecciones generales al 22 de junio de 1986. A ellas, el PSOE llegó menos desgastado de lo que se había sospechado y el partido gobernante volvió a ganar con el 44,1% de los votos y 184 diputados, esto es, mayoría absoluta de nuevo. La Coalición Popular, el principal grupo de oposición que encabezaba la derechista Alianza Popular (AP), resultó perjudicada por la resurrección política del ex presidente Suárez —a la postre, efímera—, que irrumpió en el Congreso con su Centro Democrático y Social (CDS). AP retrocedió con respecto a sus resultados de 1982, revés que obligó a su fundador y presidente, el antiguo ministro franquista Manuel Fraga Iribarne, a presentar la dimisión.

El 25 de julio de 1986 tomó posesión el nuevo Gobierno González, que no experimentó cambios en los ministerios de peso: continuaron Fernández Ordóñez (sustituto de Morán en julio de 1985) en Exteriores, Serra en Defensa, Barrionuevo en Interior y Solchaga (sustituto de Boyer en julio de 1985 también) en el superministerio de Economía y Hacienda. Comenzaba la segunda legislatura con mayoría socialista, y González se permitió vislumbrar un futuro económico más auspicioso.

Si bien la macroeconomía funcionaba, pasando el quinquenio 1985-1989 por una fase de crecimiento expansivo (con el pico en 1987, cuando el PIB aumentó un 5,5%) acompañada de una inflación globalmente a la baja (aunque todavía por encima del 5%) y de una entrada masiva de capitales financieros extranjeros (captados por los tipos de interés fijados por el Banco de España, entre los más altos de la OCDE, que convertían en muy atractivas las emisiones de deuda pública y las inversiones a plazo españolas), los sindicatos entendían que la prosperidad de los números se hacía a costa del bolsilo y las condiciones labores de los trabajadores. Observadores terceros pusieron matices a la robustez de un crecimiento tras el que había muchos movimientos especulativos de capital a corto plazo e inversiones agresivas a la caza de la máxima rentabilidad. También se hacía notar que el nuevo dinamismo económico era coincidente con la llegada de los primeros fondos estructurales europeos, de los que España iba a ser un gran beneficiario.

Diversos colectivos que se sentían damnificados por las reformas del Gobierno protagonizaron una fuerte conflictividad social. El descontento obrero y estudiantil cristalizó en dos huelgas generales, convocadas por las principales centrales sindicales. La primera, en la primera legislatura, tuvo lugar el 20 de junio de 1985, cuando el desempleo afectaba a tres millones de personas, y estuvo dirigida contra el endurecimiento de las condiciones para acceder a la pensión al cabo de una vida laboral, pero el recorte no se detuvo y entró en vigor a finales de julio. En mitad de la segunda legislatura tuvo lugar la más masiva y contundente huelga general del 14 de diciembre de 1988, en contra del Plan de Empleo Juvenil y las revisiones a la baja de los salarios de los funcionarios, que paralizó el país por primera vez desde 1934. Para los sindicatos y la oposición a la izquierda del PSOE, la política del Gobierno era cada vez más favorable a los empresarios, lo que hacía muy difícil aceptar sus propuestas de concertación social.

La huelga general de 1988, en la que incluso la señal de la cadena pública Televisión Española (TVE) fue cortada por los trabajadores, marcó un hito al conseguir la retirada del Plan de Empleo Juvenil, que buscaba facilitar la incorporación de los jóvenes al mercado laboral mediante modalidades de contratación temporal y con salarios de baja remuneración (despectivamente llamados contratos basura por los detractores de la reforma). En esos momentos, el paro global andaba en el 18,3% de la población activa, pero el paro de los menores de 25 años duplicaba esa tasa. La UGT de Nicolás Redondo, que había apoyado la reforma de las pensiones en 1985, optó sin embargo por presentar un frente unitario con Comisiones Obreras (CCOO, próximas al PCE), el otro sindicato mayoritario, en la huelga de 1988.

La tremenda presión de la calle no sólo arrancó el aparcamiento de la flexibilización (o precarización, según lo veían los contrarios a la medida) del mercado laboral juvenil, sino que impelió a González a dar un giro acusadamente social a su gestión, incrementando el gasto público. Como consecuencia, se dispararon el déficit, que invirtió la tendencia al recorte desde su pico negativo del 6% del PIB alcanzado en 1985, y la deuda pública, crecida en consonancia a partir de un nivel equivalente al 40% del PIB. Entre huelga y huelga, en marzo de 1987, la AP, liderada por Antonio Hernández Mancha, presentó una moción de censura que el Gobierno sorteó sin dificultad gracias a la mayoría absoluta de que gozaba el PSOE más los apoyos adicionales de la Izquierda Unida (IU, cuyo principal componente era el PCE) y el Partido Nacionalista Vasco (PNV).

En otro terreno bien distinto, el de la España de las Autonomías, establecida por la Constitución de 1978 y que terminó de articularse en los primeros años del Gobierno socialista con la elaboración y entrada en vigor de los estatutos de las comunidades de Extremadura, Castilla y León, Baleares y la Comunidad de Madrid (en febrero y marzo de 1983) y los de las ciudades de Ceuta y Melilla (en marzo de 1995), González encajó el que en su momento, en agosto de 1983, fue considerado su primer revés serio. Se trató de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la controvertida Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA, de julio de 1982), defendida a capa y espada por el PSOE y la UCD, y considerada por el PCE y los nacionalistas catalanes y vascos un instrumento del Gobierno central para cortocircuitar las competencias y las normativas aprobadas por las asambleas autonómicas. El Tribunal estimó que 14 de los 38 artículos de la LOAPA no se ajustaban a la Constitución de manera parcial o total, obligando a las Cortes a reelaborar una norma autonómica sin naturaleza orgánica y desprovista de carácter armonizador. La definitiva Ley del Proceso Autonómico fue promulgada en octubre de 1983.

La resolución de la cuestión militar
Una labor de la mayor importancia, aunque opaca para el público, fue la reforma del Ejército, conducida sin estridencias y con habilidad por el ministro de Defensa, Narcís Serra, uno de los dirigentes del socialismo catalán. El proceso había comenzado ya en la etapa ucedista, pero ahora se vio facilitado por la moderación ideológica del PSOE y de González.

El Gobierno obtuvo en esta tarea la ayuda inestimable de los generales Gutiérrez Mellado y Manuel Díez-Alegría Gutiérrez, antiguo jefe del Alto Estado Mayor, así como del almirante Ángel Liberal Lucini, quien fue, desde 1984, el primer Jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD, nombrado por el presidente del Gobierno y directamente supeditado a él). La realización de la a veces llamada transición militar, entendida como un corolario pendiente de la ya concluida transición política del posfranquismo, tuvo un mérito adicional desde el momento en que la organización terrorista ETA, en la cima de su poderío, seguía atentando con saña contra las Fuerzas Armadas, poniendo en su punto de mira a oficiales de la más alta graduación (asesinatos entre 1984 y 1988 del teniente general Guillermo Quintana Lacaci, de los generales Luis Azcárraga y Juan Atarés, y de los vicealmirantes Fausto Escrigas y Cristóbal Colón de Carvajal, amén de decenas de uniformados de rangos inferiores) y creando enorme crispación en los cuarteles.

La profunda reestructuración de las cadenas de mando y del organigrama de la Defensa, la inculcación en los uniformados del apoliticismo, la obediencia constitucional y el principio de supremacía de la autoridad civil, la profesionalización de la oficialidad castrense y el paulatino pase a retiro, incentivado, de muchos viejos oficiales que se habían identificado con la dictadura franquista combinado con una calculada política de ascensos al generalato, desterraron definitivamente el fantasma del golpismo en España y, en un sentido general, terminaron con la tradición de la injerencia en los asuntos extramilitares, que había durado casi dos siglos.

En 1985, tal como confirmó crípticamente el propio González en un mitin en La Coruña en 1997, todavía tuvo lugar un complot golpista urdido por oficiales ultras, en activo y en la reserva, que planearon asesinar al presidente del Gobierno, al rey y su familia, al vicepresidente Guerra, al ministro Serra y a los jefes de la cúpula militar mediante un gran atentado terrorista durante el desfile del Día de las Fuerzas Armadas, el 2 de junio, en la capital gallega. El objetivo del múltiple magnicidio era crear un vacío de poder que sería cubierto por una junta militar. Los conspiradores abortaron la operación al ser advertidos por los servicios de inteligencia de la Defensa, el CESID, de que estaban perfectamente al tanto de sus intenciones. El Gobierno renunció a emprender acciones contra los responsables de tan terrible maquinación, a los que tenía estrechamente vigilados, y ninguno de ellos fue perseguido.

En relación con este apartado, la defensa por los socialistas de la LOAPA fue interpretada por muchos observadores como un guiño a un estamento tradicionalmente apegado al principio de la unidad nacional, vista en serio peligro por los militares nostálgicos del franquismo tras la articulación del Estado autonómico y la instalación en los territorios históricos de Cataluña y el País Vasco de sendos gobiernos nacionalistas. Por otra parte, González se negó en redondo a abordar una reforma de las Fuerzas Armadas que pasara por la abolición del servicio militar obligatorio (la mili, muy impopular entre los jóvenes y esquivada en masa por quienes cursaban estudios superiores valiéndose de prórrogas) y la creación de un Ejército estrictamente profesional, con el argumento de que la renuncia a los soldados de reemplazo generaría grandes problemas de reclutamiento y daría lugar a unas tropas básicamente interesadas en los incentivos económicos.


4. El relanzamiento de las relaciones internacionales de España; la OTAN y la CEE

Los gobiernos de González confirieron el impulso definitivo a la apertura al exterior iniciada por los primeros gobiernos democráticos. La diplomacia española en este período, conducida sucesivamente por los ministros Fernando Morán, Francisco Fernández Ordóñez (desde 1985) y Javier Solana (desde 1992), adoptó un estilo no especialmente distintivo y, antes bien, rechazó el unilateralismo y la no alineación, renunció a casi todas las reservas de excepcionalidad nacional y buscó la plena participación en el concierto de países occidentales, que era, por geografía, cultura e historia, el ámbito propio de España; allí estaban sus principales socios comerciales y allí esperaba apoyarse para superar su retraso tecnológico. La estrategia internacionalista de González tuvo su definición máxima en la inserción en las estructuras euro-atlánticas.

El cambio de postura sobre la OTAN y las relaciones con Estados Unidos
Entre 1983 y 1984, poniendo fin a un período de ambigüedad y vacilaciones, el Gobierno socialista, no sin en precio de disensiones internas y enfrentamientos con las bases del partido, recicló el acendrado discurso neutralista y antiamericanista del PSOE al pasar a defender la permanencia de España en la OTAN en las condiciones del ingreso negociado por el Gobierno de Calvo-Sotelo y producido, contra la voluntad mayoritaria de la sociedad española, el 30 de mayo de 1982. El giro de ahora era copernicano, máxime porque en aquellas fechas el PSOE había convocado movilizaciones masivas bajo la consigna de OTAN, de entrada no. Asimismo, en su programa electoral de 1982 el partido se comprometía a consultar a los ciudadanos en referéndum sobre la permanencia o la salida de la organización militar, y González había asegurado que, llegado ese momento, un gobierno suyo aconsejaría el voto favorable a la primera opción.

Al contrario por ejemplo que su homólogo socialista griego, Andreas Papandreou, el gobernante español se preocupó desde el primer momento en mitigar las aprensiones de Estados Unidos en materia de defensa y seguridad, pero sin renunciar a una serie de principios. El 19 de abril de 1983 el Congreso autorizó el nuevo Convenio bilateral de Amistad, Defensa y Cooperación con Estados Unidos, que había dejado firmado (2 de julio de 1982) el Gobierno ucedista y que puso al día el viejo Pacto de Madrid de 1953 entre los gobiernos de Franco y Eisenhower. El nuevo convenio entrañaba la modernización material de las Fuerzas Armadas Españolas merced a la obtención de 400 millones de dólares en créditos para la compra de armas y equipos estadounidenses, y por otro lado dotaba de un nuevo marco a la cooperación militar-industrial, que permitía a España acceder a los concursos internacionales para el suministro de material militar para las Fuerzas Armadas de Estados Unidos.

Dos meses después, el 20 de junio, González se desplazó en visita oficial de trabajo a Washington, donde fue recibido por el presidente Ronald Reagan. Este, según hizo constar en su diario, vio en su huésped español a un "agudo, brillante, con personalidad, joven, moderado y pragmático socialista". La buena comunicación y los deseos de entendimiento volvieron a presidir los siguientes encuentros con Reagan en 1985, el primero en mayo en Madrid y el segundo en septiembre en Washington.

En octubre de 1984, durante el debate sobre el Estado de la Nación, González hizo oficial su viraje atlantista con un discurso en el que expuso un "decálogo" sobre la política nacional de paz y seguridad, que debía servir de base para un consenso parlamentario en política exterior. Sus puntos principales eran: la continuidad en la OTAN, pero sin participar en su estructura militar integrada (luego el Gobierno seguiría reservándose el control operativo de las tropas españolas en caso de movilización aliada); el rechazo a la instalación o tránsito de armas atómicas por territorio nacional; el compromiso con la distensión y el desarme internacionales (que vino a ilustrar la adhesión el 14 de noviembre de 1987 al Tratado de No Proliferación Nuclear); la vigencia del Convenio con Estados Unidos, pero abriendo negociaciones para reducir la presencia militar de la superpotencia; la voluntad de participar en la Unión Europea Occidental (UEO, en la que España ciertamente iba a ingresar el 27 de marzo de 1990); y la reivindicación de la soberanía sobre Gibraltar.

No por casualidad, el presidente español abandonó las tesis del desmarque de la política de bloques militares y el desmantelamiento de todas las bases extranjeras en territorio español, con la salvaguardia nuclear de por medio, en el momento álgido del último período de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la URSS libraban una cruda contienda geopolítica y armamentística, el equilibrio del terror ofrecía una dudosa, por peligrosa, garantía de paz y la política europea se hallaba mediatizada por la acalorada polémica de los euromisiles (misiles de crucero y balísticos de corto alcance), cuya instalación por la OTAN en Alemania Occidental y el Reino Unido el español salió a respaldar. González se vio reforzado con la asunción de sus planteamientos por el XXX Congreso del PSOE, en diciembre de 1984, y a raíz del cambio de titular en el Ministerio de Exteriores, en julio de 1985, cuando cesó Morán, cuyas relaciones con el Departamento de Estado no eran fluidas, y el relevo lo tomó Fernández Ordóñez, un atlantista convencido.

Cumpliendo con un compromiso electoral, aunque en realidad doblegado por la presión de una de las sociedades más pacifistas y antimilitaristas del continente, González convocó para el 12 de marzo de 1986 el referéndum nacional sobre la OTAN. Este no tenía carácter vinculante y sólo era consultivo, pero corría el riesgo de convertirse en un plebiscito sobre la gestión del Gobierno; si González lo perdía, su situación, con las elecciones generales a la vuelta de la esquina, se tornaría muy comprometida.

La decidida implicación del presidente, que hizo valer su carisma y argumentó, con persuasión y pedagogía, las razones para votar sí y las consecuencias de votar no (de las que citó el daño político para el Gobierno, el desprestigio de España en el mundo occidental y hasta riesgos impredecibles para la misma OTAN y para el equilibrio internacional entre los bloques, prospectivas que fueron tachadas de exageraciones demagógicas por el PCE), resultó decisiva para el vuelco de la opinión del electorado, que finalmente aprobó la permanencia en la OTAN en las condiciones fijadas por el Gobierno. El sí a la OTAN ganó con el 52,5% de los votos, aunque el 40,2% de los censados se abstuvo de votar. 14 años después, González iba a considerar la promesa y convocatoria de esta consulta, que tantas preocupaciones personales y costes políticos le ocasionó, como el "mayor error" de su carrera política.

El desenlace del referéndum sobre la OTAN, que preludió la segunda victoria consecutiva del PSOE por mayoría absoluta en las elecciones generales anticipadas, tuvo el efecto de descongelar las negociaciones bilaterales con Estados Unidos, conducidas por el ministro Fernández Ordóñez, para la reducción de la presencia militar de este país en España. Se llegó así al Convenio sobre Cooperación para la Defensa, que sustituyó al Convenio de 1982. Adoptado el 1 de diciembre de 1988 y en vigor desde el 4 de mayo de 1989, el nuevo Convenio establecía las salidas en el plazo de tres años del Ala Táctica 401 de la Fuerza Área de Estados Unidos (consistente en 72 cazas F-16) de la Base de Torrejón de Ardoz, cerca de Madrid, y de los destacamentos de reabastecimiento y rescate aéreos (Ala Táctica 406) de la Base Aérea de Zaragoza, además de la clausura de algunas instalaciones menores. Tras estos repliegues, la presencia militar estadounidense en España quedaría reducida a las bases de utilización conjunta de Morón de la Frontera (en Sevilla), aérea, y Rota (en Cádiz), naval.

Las relaciones hispano-americanas fueron puestas a prueba durante la crisis y guerra del Golfo entre agosto de 1990 y febrero de 1991. Una vez producida la ocupación de Kuwait por Irak, Madrid despachó buques de la Armada (con marinería de reemplazo a bordo, decisión que concitó fuertes críticas domésticas) al dispositivo naval multinacional que vigilaba el bloqueo a Irak. Al comenzar las hostilidades el 17 de enero, el Gobierno autorizó a Estados Unidos el empleo de las bases aéreas en territorio español para las acciones de guerra. Morón, Torrejón y Zaragoza se convirtieron así en nudos de apoyo y tránsito del esfuerzo bélico del país aliado y en punto de partida de numerosas misiones de bombardeo estratégico en el teatro de operaciones.

La prolongación de la campaña aérea previa a la ofensiva terrestre para la liberación de Kuwait tuvo un devastador coste humano en la población civil irakí, los llamados daños colaterales, que provocó viva inquietud en el gobernante español. La muerte de tres centenares de bagdadíes en el bombardeo, presuntamente accidental, de un refugio antiaéreo el 13 de febrero empujó a González a solicitar por carta al presidente George Bush que cesaran los ataques aéreos contra las ciudades irakíes. Entonces, cabeceras de la prensa internacional destacaron la "excepción" española dentro de la amplia pero compacta coalición internacional antiirakí liderada por Estados Unidos y avalada por el Consejo de Seguridad de la ONU. Por otro lado, la plena participación de las facilidades españolas en la cadena logística de las operaciones Escudo del Desierto y Tormenta del Desierto retrasó varios meses las evacuaciones de las unidades destacadas en Torrejón y Zaragoza, que dejaron de albergar escuadrones y personal norteamericanos en la primavera de 1992.

La activación en 1989 del nuevo Convenio bilateral con Estados Unidos coincidió con el debut de las Fuerzas Armadas Españolas en las operaciones de mantenimiento de la paz y de observación de la ONU, de la que España era miembro desde 1955. A petición de los secretarios generales Javier Pérez de Cuéllar y Boutros-Ghali, miles de soldados profesionales tomaron parte a partir de abril de 1989 y hasta el final del Gobierno socialista en 1996, sucesivamente, en las misiones de las Naciones Unidas en Namibia (UNTAG), Angola (UNAVEM I y II), Centroamérica (ONUCA, que fue de paso la primera misión mandada por un militar español), Haití (ONUVEH), El Salvador (ONUSAL), Bosnia-Herzegovina (UNPROFOR), Mozambique (ONUMOZ) y Guatemala (MINUGUA). Asimismo, una agrupación táctica de la Brigada Paracaidista tomó parte en abril de 1991 en la operación militar multinacional (junto con fuerzas de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia, Holanda y Canadá) lanzada en las montañas de la región norteña del Kurdistán para proteger a los refugiados kurdos de la represión irakí.

Fuera del ámbito de la ONU, personal español participó en misiones conducidas por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y la UEO. El 1 de julio de 1994 España se integró con una División Mecanizada en el Cuerpo de Ejército Europeo o Eurocuerpo, puesto en marcha por Francia, Alemania y Bélgica, un instrumento de la UEO concebido para ejecutar las llamadas misiones Petersberg, definidas en 1992.

El ingreso en las Comunidades Europeas
Pero sin duda, la piedra angular de la política exterior de González fue la entrada en las Comunidades Europeas, una meta perseguida por todos los gobiernos españoles desde 1962, aunque sólo con verdadero ahínco, una vez removidas las desconfianzas y reticencias propias del nacionalismo franquista, a raíz de la solicitud oficial presentada por Suárez en 1977. Para los gobiernos de la democracia, resultaba indispensable superar la marginación secular de España en el concierto económico y político europeo.

El 12 de junio de 1985, tras seis años de arduas y sinuosas negociaciones, en las que Madrid hubo de adoptar el marco jurisdiccional europeo, adaptar sus estructuras productivas sometidas a proteccionismo y vencer las resistencias francesas por la competencia que entrañaba el potente agro español, González firmó en el Palacio Real de Madrid el Acta de Adhesión a la Comunidad Económica Europea (CEE), la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EURATOM). El ingreso formal en las Comunidades Europeas tuvo lugar el 1 de enero de 1986, a la vez que la incorporación de Portugal.

La pertenencia a la CEE, donde el país obtuvo un dilatado período de adaptación, sobre todo para el sector primario (en realidad, el proteccionismo estatal dio paso aquí al proteccionismo, bien que de muy distinta índole, de la Política Agraria Común, PAC), hasta su plena inserción en la unión aduanera del Mercado Común Europeo y en el conjunto del Mercado Interior Único (establecido por el Acta Única Europea de 1987 y vigente desde enero de 1993), supuso para España una muy notable ampliación y modernización estructural, particularmente de las infraestructuras de transporte (desarrollo de la red de autovías y autopistas). Más aún, la membresía comunitaria, junto con la emisión de deuda pública, resultó decisiva para el rápido crecimiento del PIB hasta 1989, que fue el más fuerte de la CEE en ese período. En consonancia, aumentó la renta por habitante, avanzándose en el objetivo de reducir el diferencial con los países socios, aunque en 1996 aún quedaba un buen trecho por cubrir para igualar la media de renta comunitaria.

La percepción popular de que el ingreso en la CEE se había traducido inmediatamente en un maná de subvenciones y ayudas, y por extensión en prosperidad económica, robusteció el sentimiento mayoritariamente proeuropeo de los españoles. En el balance financiero, España fue desde el principio un receptor neto de fondos estructurales. Se convirtió, de hecho, en el país receptor por antonomasia, habida cuenta del peso comparativo de su sector primario (objeto de los fondos vinculados a la PAC) y de sus desequilibrios económicos y demográficos internos (paliados con el Fondo de Desarrollo Regional).

Cuando en 1993 se crearon los Fondos de Cohesión para contribuir al fortalecimiento de la cohesión económica y social de la nueva UE y facilitar el enganche de los países menos ricos (España, Portugal, Grecia e Irlanda) en la Unión Económica y Monetaria (UEM), España se convirtió, con diferencia, en el principal beneficiario de los mismos. Hasta el final del mandato de González, los fondos estructurales y de cohesión aumentaron para España ejercicio tras ejercicio, superando de largo el ritmo de las reformas estructurales. Este desajuste se advirtió claramente en la agricultura extensiva de las comunidades meridionales, hasta el punto de convertirse las subvenciones comunitarias en la principal fuente de renta de amplias capas de población con carácter permanente.

Entre la primera presidencia nacional de turno del Consejo, en el primer semestre de 1989, y la segunda, en el segundo semestre de 1995, el peso específico de España y la influencia de González en la nueva (desde noviembre de 1993) Unión Europea fueron parejos a su adscripción a las tesis más europeístas. En mayo de 1993 el gobernante fue galardonado con el Premio Carlomagno, que recogió en la ciudad alemana de Aquisgrán por su contribución a la unidad europea. Era el tercer español en recibir este prestigioso laurel, luego del pensador y diplomático Salvador de Madariaga en 1973 y del rey Juan Carlos en 1982. En 1994 los gobernantes europeos barajaron seriamente al socialista español como el líder idóneo para sustituir al socialista francés Jacques Delors al frente de la Comisión Europea, pero González descartó esta posibilidad, refutando a quienes pensaban que no iba a desaprovechar una oportunidad para abandonar el Gobierno en un momento de extremo agobio interno para entrar por la puerta grande de Europa.

El desarrollo de las relaciones bilaterales
Por lo que se refiere a las relaciones bilaterales, los gobiernos de González extendieron a Alemania e Italia el esquema de cumbres regulares que ya venía funcionando con los países limítrofes, Francia y Portugal. Una particular relevancia adquirieron los lazos personales con el canciller Helmut Kohl, no obstante pertenecer el líder alemán a la familia democristiana, quien había llegado al poder en su país también en 1982.

En 1990 Kohl agradeció el gesto de González de apostar sin reservas por la unificación alemana después de la caída del Muro de Berlín, posición que contrastó con las reluctancias del presidente francés François Mitterrand, la ambigüedad del primer ministro italiano Giulio Andreotti y la hostilidad manifiesta de la primera ministra británica Margaret Thatcher. Y es que en Madrid no se olvidaba el papel jugado por Bonn en la conclusión favorable de las negociaciones para el ingreso en la CEE; entonces, Kohl presionó a Mitterrand para que dejara de obstaculizar la adhesión española luego de expresarle González el compromiso de su país con la defensa occidental, según se desprendió de la aceptación del despliegue de los euromisiles y del cambio de postura sobre la OTAN. A la hora de negociar el reparto de las ayudas y subvenciones de Bruselas, Alemania tendió a favorecer los intereses de España.

Las relaciones hispano-francesas, tensionadas desde la muerte de Franco por la rivalidad en el mercado agrícola europeo y la tolerancia gala con los santuarios instalados en su suelo por ETA, tardaron en tomar un vericueto bonancible, pese a ser socialistas ambos gobiernos. En los primeros años de la década de los ochenta, todavía fue común que Francia otorgara el estatuto de refugiado político a ciudadanos vascos españoles en Francia, lo que provocaba viva irritación en el Palacio de la Moncloa. La cooperación francesa en la lucha antiterrorista fue llegando a cuenta gotas y no empezó a materializarse en serio hasta 1986, cuando las autoridades del país vecino comenzaron a detener y a entregar por el procedimiento administrativo de urgencia a etarras que no tenían causas graves allí y que eran reclamados por la justicia española. Ser socios en la CEE ayudó a los dos países a superar, paulatinamente, las fricciones e incomprensiones que habían caracterizado la década precedente.

Las relaciones con el Reino Unido discurrieron por un cauce positivo que hizo posible el restablecimiento de las comunicaciones, bloqueadas por Franco en 1969, entre España y Gibraltar el 5 de febrero de 1985, día en que la Policía española levantó la verja al libre tránsito de personas, vehículos y mercancías. A cambio, Londres se comprometió a discutir con Madrid el futuro de su última colonia en suelo europeo, enclave que en 1986 singularizó aún más su anomalía territorial al afectar a dos países que eran socios en las Comunidades Europeas. Cuando González salió del poder una década después, las conversaciones no habían desembocado en nada que relativizara la soberanía británica sobre el peñón.

Por lo que se refiere a la URSS, la decepción de Moscú con la entrada en la OTAN de España —de la que había esperado que mantuviera su estatus no alineado, habida cuenta de su posición geográfica estratégica— quedó superada tras el arranque de la Perestroika y la Glasnost, movimientos de reforma que merecieron el apoyo entusiasta del líder socialista español. Los reyes efectuaron una visita oficial en mayo de 1984 y Mijaíl Gorbachov recibió el agasajo de sus anfitriones en Madrid en octubre de 1990, en un desplazamiento que revistió también un carácter histórico y que supuso la firma de varios acuerdos y convenios bilaterales. En julio de 1991, semanas antes de producirse el fallido golpe de estado comunista, González devolvió la visita y signó con Gorbachov un Tratado de Amistad y Cooperación hispano-soviético.

A finales de diciembre de 1991 España reconoció a la nueva Rusia independiente surgida de la desintegración del Estado soviético. Su presidente, Borís Yeltsin, suscribió con González un Tratado de Amistad y Cooperación hispano-ruso durante su estancia oficial en Madrid en abril de 1994. Posteriormente, los mandatarios volvieron a reunirse dos veces en Moscú, en mayo y en septiembre de 1995.

El relanzamiento de las relaciones diplomáticas de España bajo González excedió con mucho el contexto euro-atlántico. Las siempre complejas relaciones con Marruecos (expuestas a altibajos por la reivindicación marroquí de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, la equilibrada postura española favorable a la resolución del conflicto del Sáhara Occidental con la implicación de la ONU y contraria a reconocer la soberanía marroquí sobre el territorio —aunque sí su administración civil, al tiempo que rehusaba reconocer tampoco a la RASD proclamada por el Frente Polisario—, las negociaciones pesqueras, etc.) experimentaron un refuerzo con el Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación, firmado por González y el primer ministro Azzeddine Laraki en Rabat el 4 de julio de 1991 en presencia de los reyes Hasan II y Juan Carlos. En virtud de este Tratado, en diciembre de 1993 arrancó el formato de las Reuniones de Alto Nivel (RAN) o cumbres entre los respectivos jefes de Gobierno.

España estableció relaciones diplomáticas con Israel el 17 de enero de 1986, como antesala de una reunión en La Haya entre González y el primer ministro Shimon Peres. Este acercamiento, con todo el simbolismo histórico que encerraba, se acomodó a la tradicional postura proárabe de España en el conflicto de Oriente Próximo. Como contrapartida, el 14 de agosto del mismo año, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yasser Arafat vio reconocido el estatus diplomático para la oficina informativa que mantenía abierta en Madrid desde 1977.

España se convirtió así en un país que inspiraba confianza tanto a árabes como a israelíes, un país que podía hacer de puente intercultural por haber sido en el pasado patria multisecular y convivencial de musulmanes y judíos. Esta singular dualidad fue reconocida con la elección de Madrid como la sede de la histórica Conferencia que, bajo la égida de Estados Unidos y con el patrocinio compartido de la URSS, puso en marcha el proceso de paz en Oriente Próximo. El magno evento se desarrolló en el Palacio Real de Madrid entre el 30 de octubre y 1 de noviembre de 1991, con González de anfitrión. Al mismo asistieron, además de las delegaciones israelí (encabezada por el primer ministro Yitzhak Shamir), jordano-palestina, egipcia, siria y libanesa, sus dos copatrocinadores, los presidentes Bush y Gorbachov.

En América Latina, España tuvo una implicación importante en los procesos de paz de Centroamérica tras la creación del Grupo de Contadora y de su Grupo de Apoyo. Entre 1989 y 1991 González figuró en el grupo de "presidentes amigos" que prestó sus buenos oficios para el resultado positivo del proceso de paz de El Salvador. En enero de 1992 González, en tanto que testigo de la ceremonia, tuvo una presencia descollante en la firma en Chapultepec, México, por el presidente Alfredo Cristiani y la guerrilla del FMLN de los Acuerdos de Paz que pusieron término a 12 años de sangrienta guerra civil.

Por otro lado, los lazos políticos y culturales entre España y el subcontinente adquirieron una dimensión multilateral con la activación de las Cumbres Iberoamericanas, la segunda de las cuales tuvo lugar en Madrid el 23 de julio de 1992, en el emblemático año del Quinto Centenario. En el aumento de la presencia y de la influencia españolas en Sudamérica jugaron un papel determinante las cordiales relaciones personales de González, marcadas por la afinidad ideológica dentro de la Internacional Socialista, con los presidentes socialdemócratas de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, Perú, Alan García, Bolivia, Jaime Paz Zamora, Ecuador, Rodrigo Borja, y Brasil, Fernando Henrique Cardoso, amén del radical argentino Raúl Alfonsín y el colorado uruguayo Julio María Sanguinetti.

Con la Cuba de Fidel Castro, González afianzó unas relaciones que, como había sucedido con anteriores gobiernos, se sobrepusieron a los ya habituales roces y desencuentros, en estos años ocasionados por la presencia de etarras en la isla, las declaraciones desdeñosas de Castro sobre el Quinto Centenario y la monarquía española, y la crisis de los ciudadanos cubanos refugiados en la Embajada española en La Habana en julio de 1990.

En noviembre de 1986 González efectuó al país caribeño, como remate de una gira latinoamericana que le llevó también a Perú y Ecuador, un viaje cuyo aspecto más sonado fue la visita, con Castro de cicerone, al cabaré Tropicana, donde los dirigentes se dejaron retratar sonrientes con las vedetes del espectáculo; además, el anfitrión condecoró a su huésped con la Orden de José Martí, la máxima distinción cubana. Un mes después, las gestiones españolas permitieron la liberación del activista anticastrista de origen español y antiguo comandante de la Revolución Eloy Gutiérrez Menoyo, que llevaba preso desde 1965. Una vez superada la crisis diplomática de julio de 1990, Moncloa consiguió que el dictador comunista se desplazara a Madrid en julio de 1992 para asistir a la II Cumbre Americana.

En diciembre de 1995, en la recta final de su mandato y coronando la presidencia semestral española del Consejo de la UE, brilló especialmente el protagonismo exterior de González. Madrid fue el escenario de tres importantes eventos: la firma de la Nueva Agenda Transatlántica con Estados Unidos, junto con el presidente Bill Clinton y el presidente de la Comisión Europea Jacques Santer, el día 3; el Consejo Europeo que aprobó el nombre de euro para la futura moneda común europea, los días 15 y 16; y la firma por los respectivos ministros de Exteriores del Acuerdo Marco Interregional de Cooperación entre la Comunidad Europea y el MERCOSUR, el día 15. Poco antes, el 27 y el 28 de noviembre, Barcelona había acogido la I Conferencia Euromediterránea (CEM), cita que supuso el nacimiento del Partenariado Euromediterráneo y el arranque del llamado Proceso de Barcelona.

El 14 de diciembre de 1995, además, González, en tanto que presidente de turno del Consejo Europeo, representó a la UE en la solemne firma en París del Acuerdo General para la Paz en Bosnia-Herzegovina adoptado el mes anterior en Dayton, Estados Unidos, por los tres presidentes ex yug