Dominique de Villepin
Primer ministro (2005-2007); ministro de Asuntos Exteriores (2002-2004)
El decimoséptimo primer ministro de la V República Francesa pertenece a una familia que desde hace muchas décadas forma parte de lo que algunas veces se ha llamado la "aristocracia republicana", cuyos miembros, por tradición, se forman en los colegios elitistas que nutren a los cuadros de la Administración del Estado, el Gobierno o la alta empresa, y que en algunos casos han dado lugar a dinastías políticas. Los Galouzeau de Villepin, desde principios del siglo XVIII, han ocupado un lugar eminente en la alta burguesía nacional con un cierto, aunque falso, empaque nobiliario.
Un bisabuelo, coronel del Ejército, sirvió durante la Primera Guerra Mundial y en noviembre de 1918, días después del armisticio, encabezó la columna francesa que entró en Metz, capital de la Lorena, el terruño de sus antepasados, poniendo fin a 48 años de anexión alemana. El abuelo, François de Villepin (1890-1972), acrecentó la fortuna de la familia con su participación en los consejos directivos de varias compañías, y el padre, Xavier de Villepin, nacido en 1926 en Bruselas, militó en la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial antes de embarcarse en un periplo como representante de firmas industriales que le hizo recorrer medio mundo y que duró tres décadas.
El matrimonio formado por Xavier de Villepin y Yvonne Hétier, consejera en un tribunal administrativo, tuvo cuatro vástagos: Eric (hoy ya fallecido), Dominique, Véronique y Patrick. El futuro primer ministro fue alumbrado en 1953, cuando el padre ejercía en Rabat, en el entonces Protectorado Francés de Marruecos. Aunque nacido en esta parte de África, el muchacho, debido al nuevo destino profesional de su padre, creció y recibió su primera educación en Venezuela. En Caracas, estudió en el Colegio Francés, lo que no fue óbice para que aprendiera el idioma español, que actualmente habla a la perfección. Su experiencia en el continente americano incluyó una estadía en Nueva York, donde reanudó las clases, también en un liceo francés.
Una vez radicado en Francia, el joven Villepin completó su educación secundaria en el centro privado Le Caousou de Toulouse antes de matricularse en la Universidad de París, donde obtuvo sendas licenciaturas en Derecho y Literatura, y de realizar el servicio militar obligatorio en la Armada, a bordo del portaaviones Clémenceau. En 1978 cursó una diplomatura en el Instituto de Estudios Políticos (IEP) de la capital gala y a continuación, como no podía ser menos en un joven de su cualificación académica, extracción social y ambiciones profesionales, ingresó en la célebre Escuela Nacional de Administración (ENA), institución que ha formado a buena parte de la élite política francesa de las últimas décadas y que desde su creación por Charles de Gaulle en 1945 ha surtido de personal a todos los escalafones medios y altos del organigrama de Estado, desde las prefecturas departamentales hasta el funcionariado de la Presidencia de la República, pasando por la Inspección de Finanzas, el Tribunal de Cuentas o el Consejo de Estado.
En 1977, antes de flanquear las puertas de la ENA para luego ser reclutado en el servicio diplomático, Villepin se afilió al partido gaullista Reagrupamiento por la República (RPR), puesto en marcha en diciembre del año anterior por el ex primer ministro Jacques Chirac, ahora flamante alcalde de París, a partir de la anterior Unión de Demócratas por la República (UDR). El gaullismo integraba la mayoría presidencial, la coalición del centro-derecha que respaldaba al inquilino del Elíseo, Valéry Giscard d’Estaing, y al nuevo jefe del Gobierno, Raymond Barre, aunque desde la dimisión de Chirac en agosto de 1976 se hallaba supeditado a los republicanos independientes de Giscard, que en 1978 convergieron con los radicales y los centristas socialdemócratas para dar lugar a la coalición permanente Unión por la Democracia Francesa (UDF), liderada por Jean Lecanuet. Precisamente, Xavier de Villepin, al contrario que su hijo, canalizó su militancia política en la UDF.
En mayo de 1980, Villepin terminó su instrucción en la ENA, dentro de la llamada promoción Voltaire, y, sin solución de continuidad, entró en la plantilla del Quai d'Orsay, el Ministerio de Asuntos Exteriores, que entonces dirigía Jean François-Poncet, un miembro de la UDF. El primero de junio estrenó su despacho de encargado de misión en el área de África del Nordeste (Etiopía, Somalia y Djibouti) dentro de la Dirección de Asuntos Africanos y Malgaches (en la actualidad, Dirección de África y el Océano Índico). Al año siguiente, ascendió a encargado de misión adjunto al director del Departamento y pasó a formar parte del Centro y Análisis y Previsión del Ministerio. Villepin desempeñó estas funciones en París hasta mayo de 1984, ocupando ya el Gobierno el Partido Socialista (PS), con Pierre Mauroy a su frente, y dirigiendo el Ministerio Claude Cheysson, cuando fue destinado a la Embajada francesa en Washington en calidad de primer secretario y consejero para asuntos de Oriente Próximo, teniendo como jefe al embajador Emmanuel Jacquin de Margerie. En 1985 contrajo matrimonio con Marie-Laure Le Guay, con la que iba a tener tres hijos, dos chicas y un varón.
En 1987 se convirtió en consejero (director) de la Oficina de Prensa y Comunicación de la Embajada en Estados Unidos, y dos años después fue transferido a la legación en Nueva Delhi, donde se desempeñó de segundo consejero, de primer consejero a partir de 1990. Para entonces, su padre llevaba cuatro años representando en el Senado de la República a los franceses residentes en el extranjero, todavía en las filas de la UDF, en tanto que el Gobierno, luego del paréntesis (1986-1988) en que estuvo pilotado por Chirac, volvía a estar encabezado por un socialista, Michel Rocard. En 1992 estuvo de vuelta en su antiguo departamento en el Quai d'Orsay, Asuntos Africanos y Malgaches, donde ocupó la posición de director adjunto.
En las elecciones legislativas del 21 y el 28 de marzo de 1993, la alianza forjada por el RPR y la UDF ganó por mayoría absoluta y el presidente socialista desde 1981, François Mitterrand, tuvo que acomodarse a su segunda cohabitación con el centro-derecha. El 29 de marzo, Villepin debutó en la estructura del Gobierno, con el primer ministro Édouard Balladur en la cúspide, como el director de Gabinete del ministro de Exteriores, Alain Juppé, otro enarca, de la promoción de 1972, y uno de los hombres de confianza de Chirac, quien también era un veterano de la ENA. Villepin no necesitó de la recomendación de Juppé para acceder al círculo del fundador y presidente del RPR (hasta 1994, cuando fue sucedido en ese puesto orgánico por el propio Juppé, secretario general de la formación desde 1988 y entonces considerado el delfín político del alcalde parisino), ya que le conocía personalmente desde principios de la década anterior.
Hombre de físico peculiar –cuerpo larguirucho y esbelto, ondulado cabello entrecano, más tarde plateado, rostro moreno y anguloso-, gesto inquisitivo y ademanes distinguidos, Villepin se ganó un crédito de servidor público altamente competente que, no obstante sus formas refinadas, podía desplegar un verbo punzante y vitriólico, y comportarse con impetuosidad y autoritarismo. Este enamorado de la historia y la literatura de su país, creyente a pies juntillas en la grandeur de Francia, se proyectaba como un intelectual inquieto, con ramalazos de lirismo "romántico", al decir de los periodistas que ya entonces se mostraron atraídos por el personaje, que tenía publicados dos libros de poesía, Parole d'Exil, de 1986, y Le droit d'aînesse, de 1988.
Para completar esta paleta multifacética, Villepin se revelaba a sus íntimos como pintor, de temas tanto figurativos como abstractos, y como deportista consumado, que igual le daba por disputar partidos de tenis que salir a correr en los maratones. El caso era que Chirac le tenía reservadas grandes remuneraciones políticas a Villepin, el "diplomático poeta", que él iba a agradecer con una ajustada modulación de enfoques y una lealtad a toda prueba.
El 7 de mayo de 1995 Chirac batió en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales al socialista Lionel Jospin, luego de dejar en la estacada, en la primera ronda, a Balladur, que había lanzado su candidatura no obstante pertenecer al RPR, y diez días después se posesionó del puesto que debía coronar una densa y dilatada carrera política. Había llegado la hora de premiar a los enarcas más identificados con el chiraquismo.
Juppé, el tecnócrata, el liberal, recibió la jefatura del Gobierno con la misión, ingrata de hecho, de preservar, a cualquier precio social, la ortodoxia financiera para asegurar el acceso de Francia en 1999 a la tercera etapa de la Unión Económica y Monetaria previamente a la puesta en circulación de la moneda única europea. Y Villepin, que acababa de mostrar al público sus excelentes dotes organizativas como director de la exitosa campaña electoral de su jefe, entró al servicio particular y exclusivo del flamante jefe del Estado como secretario general del Palacio del Elíseo, un cargo de corte burocrático y logístico, que situaba a su titular un poco en la sombra, aunque indudablemente poderoso. En añadidura, desde enero de 1996 a mayo de 1999, Villepin sirvió de presidente de la Junta de Gobernadores de la Oficina Nacional de Bosques (ONF)
Parece que a lo largo de su primer septenio presidencial, Chirac sometió a la valoración de Villepin todo tipo de cuestiones de calado estratégico. Los comentaristas franceses le atribuyen en particular un rol importante en la decisión, altamente arriesgada y, para no pocos miembros del RPR, insensata, tomada por el presidente en abril de 1997 de disolver la legislatura y convocar elecciones anticipadas con la expectativa de incrementar la mayoría absoluta de que gozaban el RPR y la UDF en la Asamblea Nacional y así oxigenar al Gobierno de Juppé, que enfrentaba una vasta protesta sindical por la reforma de la Seguridad Social, y encarar con tranquilidad los retos económicos del futuro inmediato. El resultado fue que los partidos de la mayoría presidencial sufrieron un auténtico descalabro ante el PS y sus aliados izquierdistas y comunistas, los cuales, bajo el liderazgo de Jospin, regresaron al Gobierno el 3 de junio. Se sabe que tras el desastre en las urnas, Villepin le ofreció a Chirac su dimisión, pero el presidente se la rechazó, reteniéndole a su lado en el Elíseo.
A lo largo de la tercera cohabitación de la V República, Villepin jugó un papel constructivo en la articulación de las relaciones entre Chirac y Jospin, que, contra pronóstico, discurrieron por un sendero moderadamente sosegado, ya que el presidente y el primer ministro armonizaron sus posturas en varios temas, como la aspiración de que la construcción europea tomara un rumbo más social, preocupada por ejemplo por el problema del desempleo, y se aproximara a un modelo de tipo federal. Por otro lado, el secretario general de la Presidencia no era miembro de la cúpula del RPR, así que la trifulca intestina y la crisis de identidad en que se sumió el partido tras las parlamentarias de 1997 las vivió desde el graderío protector del Elíseo, aunque no por ello se libró de escuchar agrios comentarios sobre su incierta cuota de responsabilidad, en tanto que asesor informal y confidente de Chirac, en la presente zozobra del neogaullismo.
En el congreso celebrado el 31 de enero y el 1 de febrero de 1998 se midieron los sectores chiraquiano y el aglutinado en torno al sucesor de Juppé al frente del partido en julio anterior, Philippe Séguin, presidente de la Asamblea Nacional en la anterior legislatura y hasta hacía muy poco adalid de una tendencia del neogaullismo en la acepción más social y euroescéptica, pero que ahora pretendía modernizar la doctrina tradicional del RPR con la asimilación de los planteamientos liberales que, por ejemplo, caracterizaban a la UDF de François Léotard y Alain Madelin. La plataforma renovadora de Séguin fue derrotada y en abril de 1999 el presidente del RPR se vio medio obligado a dimitir, dejando el terreno expedito para que la dirección orgánica del partido la ocupara, desde el 4 de de diciembre, una política bien vista por Chirac, Michèle Alliot-Marie.
En el ínterin, la presidencia del RPR fue desempeñada en funciones por Nicolas Sarkozy, secretario general del partido, ministro del Presupuesto con Balladur y liberal sin complejos, quien en los próximos años iba a convertirse en el gran antagonista de Villepin. Por el momento, poco se conocía de las opiniones de Villepin sobre la batalla ideológica en curso; si acaso, que era un pragmático, que se casaba mal con los dogmas, fueran del tipo que fueran, y que era un europeísta. Pero su principal seña de distinción política continuaba siendo un chiraquismo de tipo empático, de conexión íntima con la persona, casi familiar.
Los trajines inherentes a su puesto oficial no obstaron para que Villepin desarrollara su potencial como ensayista y literato. En 2001 apareció en las librerías Les Cent-Jours ou l'esprit de sacrifice, una voluminosa e indisimulada loa de Napoleón Bonaparte, personaje histórico que siempre había fascinado al autor, circunscrita al período comprendido entre el regreso del emperador de su exilio en la isla de Elba y su derrota definitiva en la batalla de Waterloo. La crónica novelada de, en palabras de Villepin, la "epopeya" del "compositor militar más grande de todos los tiempos" mereció ese mismo año el Premio de los Embajadores y el Gran Premio de Historia de la Fundación Napoleón.
Villepin, que tenía en blanco el capítulo de su currículum reservado a los cargos de elección popular, dio el verdadero salto a la alta política a raíz de las extrañísimas elecciones presidenciales del 21 de abril y el 5 de mayo de 2002, cuando Chirac, después de desembarazarse de Jospin con un porcentaje paupérrimo de votos, ganó la reelección hasta 2007 con el respaldo general de la izquierda, el centro y la derecha, que cerraron filas con el único fin de parar en seco al ultraderechista Jean-Marie Le Pen, líder del Frente Nacional (FN) y sorprendente disputador de la ballotage.
Chirac aceptó la dimisión de Jospin y nombró para sustituirle a Jean-Pierre Raffarin, presidente regional de Poitou-Charentes y dirigente de Democracia Liberal (DL, nombre adoptado en 1997 por el Partido Republicano de los giscardianos, que desde 1998 se hallaba desvinculado de la UDF). Entre la primera y la segunda vuelta de las presidenciales, no faltaron las especulaciones sobre una designación de Villepin para el puesto de, nada menos, primer ministro, aunque su perfil de hombre del servicio del presidente, con escaso bagaje gubernamental y nula experiencia en la política representativa, convertían a semejante promoción en prematura y en políticamente inoportuna.
Con todo, se daba por hecho que Villepin, el fiel escribano, iba a tener un puesto de relieve en el nuevo ejecutivo, y así fue: el 7 de mayo tomó posesión el Gabinete de Raffarin, basado en el RPR, la DL y la UDF, con Villepin portando una cartera que sí parecía venirle al dedo, la de Exteriores, Cooperación y Francofonía. En el mismo barco descollaba Sarkozy, un conservador con fama de duro, que se disponía a pelear para ocupar el hueco que en su momento iba a dejar Chirac, y que asumió el Ministerio del Interior con el cometido de mitigar las que ahora mismo eran las principales preocupaciones de los franceses, cuales eran la inseguridad ciudadana, la delincuencia y las problemáticas relacionadas con la integración social de los inmigrantes. Después de las elecciones legislativas del 9 y el 16 de junio, que dulcificaron la pírrica victoria de Chirac en las presidenciales al obtener el nuevo frente unido del centro-derecha, la Unión por la Mayoría Presidencial (UMP), una confortable mayoría absoluta de 357 escaños con el 33,7% de los votos, Villepin fue confirmado en el Quai d'Orsay.
En cuanto a la UMP, puesta en marcha el 23 de abril por el RPR de Alliot-Marie (a la sazón, nueva ministra de Defensa), la DL de Madelin y el Partido Popular por la Democracia Francesa (PPDF) del ex ministro de Exteriores Hervé de Charette, se concebía no como una alianza más entre gaullistas y no gaullistas para la presentación de listas electorales conjuntas, sino como el embrión de un gran partido unitario del centro-derecha, puesto al servicio del presidente. Dicho y hecho, el 17 de noviembre de 2002 la UMP, con el nombre definitivo de Unión por un Movimiento Popular, se constituyó en partido unificado, lo que supuso la desaparición de los tres partidos fundadores. Juppé se hizo cargo de su presidencia y Philippe Douste-Blazy de su secretaría general.
El minoritario Partido Radical decidió asociarse a la UMP, pero sin perder su independencia orgánica. Todo esto dejó a los democristianos de François Bayrou como la única familia política procedente de la vieja UDF que continuó dando vida a la nueva UDF, que había sido reestructurada como un partido propiamente dicho en septiembre de 1998. Por cierto que el senador Xavier de Villepin, septuagenario ya, fue uno de los muchos que abandonaron las filas de la UDF para pasarse a la UMP. Ahora que su hijo se había convertido en el jefe de la diplomacia gala, consideró oportuno cesar como presidente de la Comisión del Senado sobre Asuntos Exteriores, Defensa y Fuerzas Armadas, función que venía desempeñando desde 1993. Fue el prolegómeno de la jubilación política de Villepin padre, que en septiembre de 2004 se despidió de la Cámara alta.
En un panorama internacional revuelto desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington, la gestión del ministro de Exteriores francés iba a tener mucho que ver con la nueva era de cooperación con los aliados de la OTAN, y en especial con Estados Unidos, en la lucha contra el fenómeno del terrorismo global que personificaba la organización islamista Al Qaeda. Por otra parte, el responsable del Quai d'Orsay debía encargarse de los asuntos del Consejo de la Unión Europea (UE), en una etapa cuajada de tareas y de retos a cual más formidable, cuando el eje franco-alemán no atravesaba por sus mejores momentos y cuando la economía nacional andaba de capa caída, con la producción menguando, el paro aumentando y el déficit público a punto de rebasar el tope del 3% establecido por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) para todos los miembros de la UE, pertenezcan o no a la eurozona. El predecesor de Villepin en el cargo, el socialista Hubert Vedrine, había conducido el Ministerio con una prudencia a veces contentiva. La opinión generalizada era que en el último lustro, Francia se había retraído en el ámbito internacional.
La primera crisis con la que Villepin tuvo que lidiar tuvo como escenario Côte d’Ivoire, donde en septiembre de 2002 un fallido golpe de Estado degeneró en una guerra civil, forzando a París a despachar allí a 3.800 soldados (Operación Licorne) para apuntalar al Gobierno del presidente Laurent Gbagbo, proteger los intereses franceses en la ex colonia e interponerse entre los contendientes hasta que llegara una fuerza de paz africana. En enero de 2003, Villepin fue uno de los artífices de las conversaciones celebradas en Linas-Marcoussis, al sudeste de París, entre las facciones en conflicto, las cuales acordaron cesar las hostilidades y formar un gobierno de transición, aunque tales compromisos no tardaron en ser violados.
Pero la situación que marcó su ministerio de manera indeleble y que le convirtió en un personaje estrella de la política internacional fue la crisis de Irak. Transcurrido el ecuador de 2002, Chirac y Villepin comenzaron a aplicar una estrategia reactiva contra los planes de la Administración de George W. Bush, secundados por el Gobierno laborista de Tony Blair en el Reino Unido, de desencadenar una guerra de invasión y derrocamiento contra el régimen de Saddam Hussein con los argumentos de que éste escondía armas de destrucción masiva prohibidas por la ONU desde su derrota en la guerra del Golfo en 1991, podía aliarse con Osama bin Laden para repetir una agresión terrorista contra Estados Unidos o cualquier otro país occidental, y, en resumidas cuentas, constituía una amenaza intolerable para la paz y la seguridad internacionales.
En la postura pacifista de los franceses, tradicionalmente proárabes, concurrían temores genuinos por las consecuencias desestabilizadoras en todo Oriente Próximo de una campaña bélica semejante, que parecía obedecer también a ciertos intereses estratégicos particulares de Estados Unidos que poco o nada tenían que ver con las presuntas armas químicas y biológicas de Saddam y sus presuntos conciliábulos con Al Qaeda. Pero también el convencimiento de que la instalación en Irak, país que había sido muy buen socio comercial (inclusive y sobre todo en los sectores petrolero y armamentístico), de una especie de protectorado estadounidense sólo podía traducirse en un fuerte retroceso de la presencia y la influencia francesas en la zona, de manera que Irak podría ser a Oriente Próximo lo que el Zaire y la región de Grandes Lagos habían sido a África central entre 1994 y 1997. París también velaba por sus propios intereses.
Aunque se guardaban de vocearlo, a los gobernantes franceses les soliviantaba la idea de reemplazar la dictadura baazista, que tenía a sus espaldas todos los crímenes imputables contra su propio pueblo y los de los países vecinos a los que había agredido en el pasado, por un gobierno de líderes opositores, en su mayoría kurdos y shiíes, patrocinados y teleguiados por Washington con un programa de aspiraciones democráticas. En resumen, la confrontación franco-estadounidense por Irak se planteaba con un trasfondo de mudanzas geopolíticas y geoeconómicas.
La firme postura de rechazo del dúo Chirac-Villepin a la tesis anglo-estadounidense de que a Saddam se le había agotado el tiempo de jugar al gato y el ratón en la interminable porfía sobre los arsenales clandestinos atribuidos se materializó a las claras, y libró una refriega sin precedentes con un país que, a fin de cuentas, era amigo (al menos hasta ahora) y aliado, en el Consejo de Seguridad de la ONU, donde Francia, que contaba con asiento permanente, halló el eco positivo de Alemania, Rusia y China.
En las reuniones del Consejo del 5 de febrero, 14 de febrero y 7 de marzo de 2003, retransmitidas en directo por las televisiones, el ministro de Exteriores galo, desplegando una oratoria serena y articulada pero muy contundente, defendió con brillantez la concesión de más tiempo y más medios a los equipos internacionales de inspección de armamento para que prosiguieran sus misiones (el personal de Hans Blix y Mohammed El Baradei aún no había encontrado nada prohibido, pero tampoco la colaboración que Bagdad les había prometido), valoró como no concluyente la exposición por su homólogo estadounidense, Colin Powell, de un material audiovisual que supuestamente evidenciaba los escamoteos irakíes, rechazó que la resolución 1.441, aprobada por el Consejo en noviembre, hubiese sido violada ya o estuviese agotada, y afirmó que no se justificaba todavía el recurso a la guerra, aun reconociendo lo perturbador de desconocer el paradero de una larga lista de precursores y municiones químicos y biológicos cuya pista la ONU había perdido en la década anterior.
A lo largo de este forcejeo espectacular (y nada bueno para el vínculo transatlántico, que de hecho salió malparado, aunque Francia, sotto voce, culpó del desaguisado a la arrogancia, el unilateralismo y los escasos pruritos legalistas de los anglo-estadounidenses), Villepin y sus colegas alemán, Joschka Fischer, y ruso, Igor Ivanov, pasaron de defender el doble pronunciamiento del Consejo sin automatismos, es decir, primero, la resolución que fijara las nuevas condiciones del desarme (la 1.441) y después, de ser preciso, la resolución que explicitara el ultimátum de la guerra, a negar al bloque de Estados Unidos, Reino Unido y España la aprobación de esa misma segunda resolución redactada en unos términos draconianos.
Junto con Chirac, el ministro advirtió que Francia vetaría cualquier borrador de resolución que diera luz verde a la invasión al amparo de un ultimátum de pocos días porque "la agenda militar no debe dictar el calendario de las inspecciones", porque "el cambio de régimen en Bagdad no era el objetivo de la resolución 1.441", porque "la fuerza no es el mejor medio para generar una democracia", y porque, en lo referente a la lucha contra el terrorismo, "la guerra sólo lo incrementaría, y el mundo haría frente a una nueva ola de violencia". La vibrante elocuencia de Villepin, aplaudida por el aforo del Consejo, no sirvió para detener los preparativos de la Operación Libertad Irakí, que comenzó el 20 de marzo una vez que Estados Unidos, Reino Unido y España escenificaran en el archipiélago de las Azores la elusión de los obstáculos que encontraban en la ONU, donde fueron incapaces de captar a más países del Consejo, pero le convirtió en un símbolo del rechazo planetario a la guerra y de la primacía del derecho internacional, amén de esa "vieja Europa" a la que con tono desdeñoso se refirió el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld.
La "gallarda" actuación de Villepin en Nueva York mereció el respeto y la alabanza de toda la clase política de Francia, inclusive los comunistas, y en los medios de comunicación dio pábulo a una colección de epítetos, a cual más colorista: el ministro de Exteriores era "el húsar de Chirac", "el Quijote de la República", "el mosquetero de la política". Ahora bien, la "victoria diplomática" en la ONU había roto muchos platos y Villepin y Chirac, pese a la negativa a enviar tropas a la ocupación y la reconstrucción de Irak, se aprestaron a atajar la crispación, a cerrar las heridas y a propiciar encuentros en la cumbre con la Administración Bush.
Al margen de Irak y de los temas anexos, en febrero de 2004 Villepin y Powell, a quien se había enfrentado hacía justo un año en el Consejo de Seguridad de la ONU, hallaron un punto de encuentro en la crisis de Haití, con una iniciativa al alimón para declarar al presidente constitucional, Jean-Bertrand Aristide, políticamente desahuciado frente a una rebelión armada de sus enemigos internos. Pero Villepin hizo algo más por la reparación de las relaciones con Estados Unidos. Tratándose de un vehemente defensor del laicismo del Estado y de la retirada de cualquier signo religioso de las instituciones bajo su jurisdicción (también el velo islámico de las escuelas), el ministro perfiló una postura de máximo rigor con el islamismo radical y sus manifestaciones públicas en la sociedad, sobre todo en lo tocante a los sermones en las mezquitas y el proselitismo realizado dentro y fuera de ellas, ya que lo consideraba el sustrato nutricio del terrorismo, terrorismo que podía atacar a Francia pese a la negativa del Gobierno a tomar parte en Libertad Irakí.
En este particular, como en otros, el enfoque de Sarkozy, que estaba difuminando sus credenciales liberales con un barniz populista e incluso nacionalista, difería del de Villepin, al propiciar el ministro del Interior, católico confeso, una flexibilización del concepto del laicismo estatal y poner en marcha el Consejo Francés del Culto Musulmán (CFCM), órgano de representación del Islam ante el Estado en el que desde el principio adquirieron una presencia descollante los clérigos integristas. En 2003, Sarkozy, más que rivalizar con Villepin, friccionaba con Chirac, quien barajaba la opción de Juppé, pese a sus graves problemas con la justicia (en enero de 2004, el alcalde de Burdeos iba a ser condenado a 18 años de prisión sin cumplimiento y a 10 años de inhabilitación política por un caso de financiación ilegal del RPR), para sucederle en la Presidencia en 2007, eso en el caso de que no candidateara él mismo para un tercer mandato.
Con todo, el protagonismo adquirido por Villepin por méritos propios en la preguerra irakí, que magnificó el caché político del ministro, no podía menos que alimentar los recelos de Sarkozy, cuyas ambiciones apuntaban a lo más alto, y que disfrutaba de una considerable popularidad, todo para disgusto del sector chiraquiano, donde seguía siendo visto como una especie de advenedizo. El pique entre Villepin y Sarkozy comenzó a tomar forma después las elecciones regionales del 21 y el 28 de marzo de 2004, en las que la UMP y la UDF perdieron frente a las izquierdas todos los consejos metropolitanos salvo los de Alsacia y Córcega.
Tremendamente desgastado ya por el movimiento huelguístico en contra de sus intentos de privatizar las compañías públicas del gas y la electricidad, de reformar en un sentido restrictivo el sistema de pensiones y de devaluar la ley de la semana laboral de 35 horas, Raffarin fue retenido por Chirac, no obstante el bofetón electoral, en la jefatura del Gobierno. El 31 de marzo tomó posesión el tercer Gabinete de Raffarin: Villepin cedió Exteriores a Michel Barnier y suplantó en Interior, Seguridad Interna y Libertades Locales a Sarkozy, que pasó a hacerse cargo de Economía y Finanzas, un ministerio que en las actuales circunstancias garantizaba poco lucimiento y sí muchas complicaciones.
El 16 de julio, un mes después de la elecciones al Parlamento Europeo, que depararon otro fortísimo revés a la UMP, Juppé -quien confiaba en la revocación en segundo juicio de su sentencia condenatoria- dimitió como presidente del partido, sellando el fracaso de los planes de Chirac e inaugurando en las filas neogaullistas la competición por la candidatura presidencial en 2007, aunque Chirac se resistía a descartar su quinta postulación consecutiva desde 1981. Villepin guardó silencio, pero Sarkozy, envalentonado por los numerosos apoyos que iba encontrando en el partido y el Gobierno, no tuvo ambages en lanzar su desafío. En noviembre, la militancia de la UMP votó a favor de elevar a Sarkozy a la presidencia del partido. Chirac, de mala gana, aceptó que Sarkozy pilotara la UMP, pero exigió al ministro que abandonara el Gobierno.
Como titular del Interior, Villepin se distinguió por respirarle en la nuca a la nebulosa del islamismo radical asentado en Francia que era susceptible, a través de algunos imanes de mezquitas con discurso politizado, de suministrar activistas a las redes criminales de Al Qaeda para cometer atentados en Europa y en la propia Francia. De todas maneras, su segundo ministerio fue breve. El 29 de mayo de 2005, el rotundo rechazo de los franceses al Tratado de la Constitución Europea en un referéndum que Chirac, infructuosamente, intentó no convertir en un plebiscito sobre su actuación, selló la varias veces postergada baja de Raffarin y dio alas a Sarkozy, que en los sondeos de popularidad aventajaba holgadamente a Villepin. Y es que pasados los días del encomio por una actuación internacional que estuvo ceñida a una coyuntura concreta, el ministro del Interior destilaba un aura aristocrática que no terminaba de seducir al ciudadano de a pie. Sin duda, pesaban en contra su excesiva identificación con el chiraquismo y ciertos tics que a muchos franceses les podían parecer arrogantes.
Para reemplazar a Raffarin, Chirac, que no tenía la menor intención de dimitir pese al enorme varapalo político y personal que había supuesto la derrota del sí en el referéndum, pero que ya apenas podía sostener una apuesta por el tercer mandato, podía nombrar a Sarkozy, como un intento de debilitarlo, ante la difícil situación económica y política en que se hallaba el país –aunque no parecía probable que el presidente de la UMP aceptara el envite, y desde la perspectiva de Chirac tampoco se antojaba sensato abrir una especie de cohabitación con un sector crítico de su propio partido-, a Alliot-Marie, personalidad no polémica y de talante integrador, y a Villepin, en cuyo caso se trataría de una designación con un mensaje político porfiado y continuista, de alguna manera, toda una declaración de hostilidades a Sarkozy y sus pretensiones de replantear una serie de normas y hábitos arraigados en el sistema de la V República. Otros candidatos apuntados por los observadores, aunque con menos posibilidades, eran el ministro de Exteriores, Barnier, el de Sanidad, Philippe Douste-Blazy, y el de Economía, Thierry Breton.
El 31 de mayo, la dimisión de Raffarin fue aceptada en el Elíseo e inmediatamente después se conoció a su reemplazo: era Villepin. El Gabinete que, en palabras del presidente, debía conferir un "nuevo impulso" y una "movilización nacional" en tiempos de incertidumbre y descontento, volvía a contar con Alliot-Marie en Defensa, con Breton en Economía y con Douste-Blazy, más ahora en Exteriores, y repescaba para el Ministerio del Interior a Sarkozy, pero con competencias reforzadas en calidad de ministro de Estado. El nuevo número dos del Gobierno reiteró sus declaraciones de intenciones sobre una Francia urgida de transformar su modelo de economía de mercado para achicar el elemento social y acrecentar el liberal.
Los medios locales hablaron de un malabarismo de Chirac que había dado lugar a una "bicefalia" en el Gobierno. Nadie dudaba a estas alturas de las ambiciones presidencialistas de Villepin, pero el primer ministro no haría ningún movimiento revelador hasta que su viejo protector no le diera luz verde. Por lo que se refiere a la UDF, el partido de Bayrou mantuvo a su único representante en el Ejecutivo, Gilles de Robien, que saltó de Equipamientos y Transportes a Educación. Villepin prometió devolver la confianza a los ciudadanos en los 100 primeros días en el cargo y acometer una enérgica acción contra el desempleo, que ya rebasaba el 10%, ligada al "modelo social" francés, el cual descansaba en "dos pilares, el de la iniciativa y el de la solidaridad". Este comentario de salida fue interpretado como un marcaje de distancias del reformismo liberal que enarbolaba Sarkozy. El Gobierno ganó el 8 de junio la convalidación de la Asamblea Nacional con 363 votos a favor, 178 en contra y 4 abstenciones, y el 9 de junio la el Senado con 174 y 126, respectivamente.
Antes de someterse a la confianza de los legisladores, Villepin informó que la lucha contra el paro gozaría en 2006 de una partida adicional de 4.500 millones de euros, lo que iba a exigir "una pausa" en la reducción del impuesto sobre la renta prometida por Chirac en la campaña de las presidenciales en 2002. Se trataba, por tanto, de una nueva demora en la disminución de la presión fiscal directa, que no podría aplicarse hasta que el déficit de las administraciones públicas no se ajustara al tope del PEC, aunque esta meta, después de tres años de incumplimiento, parecía estar a la vuelta de la esquina. El "plan de urgencia" por el empleo incluía también la reglamentación de nuevas modalidades de contratación laboral y la flexibilización del despido. El primer ministro afirmó asimismo que, pese al resultado negativo del referéndum sobre la Constitución de la UE, en el cual atisbaba el temor de los franceses a las "consecuencias económicas y sociales" de la "rápida ampliación" a los países del centro y el este del continente, Francia iba a "respetar sus compromisos" y a continuar "impulsando la aventura europea", pero en el entendimiento de que Europa "no se construye por la sola fuerza del mercado".
Además de las obras arriba citadas, Dominique de Villepin es autor de los ensayos de contenido político -y de grandilocuente prosa, cargante en opinión de algunos lectores- Le cri de la gargouille (2002), que es un análisis autocrítico de la Francia contemporánea, y Le requin et la mouette (2004), que, al contrario, constituye una encendida exaltación de los valores franceses como alternativa a una "globalización sin alma" y al "pesado rodillo del liberalismo económico", más una vindicación de la actuación propia en los debates de la ONU sobre Irak. También, del recopilatorio de discursos, artículos y entrevistas Un autre monde (2003), de una Histoire de la diplomatie française (2005), en coautoría con Jean-Claude Allain, Françoise Autrand y Lucien Bély, y de L'Homme européen (2005), un manifiesto conjunto con Jorge Semprún en favor de la Constitución Europea. En el campo de la poesía, en 2003 publicó el voluminoso ensayo Éloge des voleurs de feu y en 2005 la antología Urgences de la poésie, que incluye sus composiciones Le droit d'aînesse, Elegies barbares y Sécession.
(Nota de edición: esta biografía fue publicada originalmente en 7/2005. El ejercicio de Dominique de Villepin como primer ministro de Francia concluyó el 17/5/2007. Su sucesor en la jefatura del Gobierno fue François Fillon).