Seguridad total = terror absoluto. Los límites de la acción israelí en Gaza
Jordi Vaquer i Fanés
Director de la Fundació CIDOB
13 de enero de 2009 / Opinión CIDOB, n.º 21
En 1951 John H. Herz, un académico norteamericano de derecho y relaciones internacionales, acuñó en su libro ‘Political Realism and Political Idealism’ el concepto del dilema de seguridad: en una situación de antagonismo entre dos actores internacionales, cualquier intento por parte de uno de ellos para incrementar su propia seguridad activará por parte del otro una respuesta que, al final, resultará en una merma de la seguridad del primero. Desde entonces, los académicos de las relaciones internacionales y de los estudios estratégicos han incorporado este concepto en su análisis, e incluso algunos lo han señalado como un factor clave en eventos tan graves como el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Los responsables de la política de seguridad israelí, sin embargo, parecen haber olvidado esta lección tan sencilla. En repetidas declaraciones, los líderes políticos y militares de Israel han reafirmado la legitimidad de las operaciones militares israelíes en Líbano (verano de 2006) y Gaza (invierno de 2008) apelando al derecho de los ciudadanos israelíes a vivir en plena seguridad y sin miedo a un ataque con cohetes. Resulta difícil objetar a tan elemental derecho, y no parece lógico negar a Israel la necesidad de protegerse. Sin embargo, el concepto del dilema de seguridad debería hacer reflexionar a esos responsables políticos sobre si es posible alcanzar esta seguridad total y, sobre todo, qué precio puede llegar a pagarse por ese sueño, probablemente inalcanzable.
Llevado al extremo, el dilema de seguridad significa que, en caso de enfrentamiento, la seguridad total para un país o colectivo sólo puede ser alcanzada al precio de la total inseguridad para su enemigo. Los israelíes no han conocido nada parecido a la seguridad total desde la creación de su estado en 1948, pero miles de palestinos viven o han vivido no muy lejos de lo que puede representar la inseguridad total como colectivo.
Considérese, por ejemplo, el caso de los habitantes de ciudades cisjordanas como Nablús o Hebrón. La primera vive cercada de modo prácticamente permanente por el ejército israelí, que controla sus entradas y salidas desde hace 7 años; la segunda tiene en el corazón de su ciudad vieja un asentamiento de colonos israelíes defendidos por el Tsahal. Rara es la noche en que Nablus no recibe una incursión militar israelí en su medina, el centro antiguo de la ciudad, y ningún habitante de ese barrio (militante o civil, adulto o niño, mujer u hombre) puede acostarse sin el temor de que en cualquier momento puedan entrar en su casa los soldados israelíes. Los habitantes de Hebrón ven como los colonos radicales atacan sus casas, coches y a ellos mismos, pero no pueden responder o defenderse a causa de la protección que les brinda el ejército ocupante. Un tendero de una de las dos ciudades puede levantarse una mañana y encontrarse que su negocio ha sido clausurado y su propiedad ha sido confiscada por el ejército ocupante.
En los últimos tiempos Gaza se ha convertido en otra representación, distinta y más sangrienta, de esa inseguridad total: sus habitantes, atrapados en un territorio del que no pueden salir, están sometidos a un auténtico asedio, a la vez que son vulnerables a ataques mortíferos cuyos objetivos son designados por Israel, sin que nadie pueda verificar si representan o no una amenaza.
Ni así, sin embargo, ha conseguido Israel asegurarse la seguridad absoluta. A pesar de operaciones con altísimo coste humano, de asedios y muros, de condiciones draconianas impuestas a poblaciones enteras, los israelíes simplemente han cambiado de protagonistas en sus pesadillas. Ni los ejércitos árabes con armamento soviético, ni los secuestradores de aviones y barcos, ni los suicidas dispuestos a morir matando con bombas en sus cuerpos, ni los misiles y cohetes caídos del cielo doblegaron la voluntad israelí. Sin embargo, cada vez que una amenaza ha sido conjurada, aparece otro horizonte inquietante. Las medidas de seguridad israelíes son el caldo de cultivo de nuevos odios y nuevas conjuras, y no cabe esperar que la operación en Gaza vaya a ser una excepción. Si un solo cohete sale de la Franja una vez acabada la incursión, la operación habrá fracasado, tal y como ha reconocido el propio Ehud Olmert, pero nada garantiza además que no aparezca una nueva amenaza, aún más inquietante.
En algún momento sería de esperar que los amigos de Israel (entre los que nadie, y sobretodo los propios israelíes, debería dudar que se encuentra la Unión Europea) sean capaces de hacerle comprender a sus líderes que la salida al dilema de seguridad no se encuentra en esa carrera enloquecida hacia lo absoluto – la inseguridad absoluta que representa para los palestinos la búsqueda israelí de una patria segura – sino en cambiar la premisa básica que nos lleva al dilema: la del enfrentamiento radical y necesario. La política de seguridad basada en la disuasión y el uso más o menos selectivo de la fuerza ha demostrado sus límites de forma sobrada. El absurdo tan patente de tener como objetivo la desaparición de Israel, que deslegitima automáticamente los objetivos y declaraciones de estados como Irán y grupos como Hamas por ser poco menos que una invitación del genocidio, no puede ser contestado con una no menos absurda insistencia en una sumisión total e incondicional de los palestinos y otros árabes y musulmanes a la definición unilateral israelí de las condiciones para su total seguridad. Por eso es imprescindible la negociación de buena fe, sin descartar interlocutores. Tarde o temprano, Israel tendrá que hablar, directa o indirectamente, con Hamas y con Irán, algo que no parece tan impensable como lo parecía no hace tanto tiempo el que lo hiciese con la OLP o con Siria. Tarde o temprano, sin embargo, no es una disyuntiva irrelevante. Cuando hay tanto sufrimiento de por medio, retrasar lo obvio es más que irresponsable: es cruel y aumenta, lejos de disminuir, los riesgos para Israel.
Jordi Vaquer i Fanés
Director de la Fundació CIDOB