Las migraciones como coerción
* Este artículo se publicó previamente en La Vanguardia
El régimen bielorruso ha orquestado la llegada de miles de refugiados a las fronteras de Polonia, Letonia y Lituania. No es la primera vez que un estado vecino de la Unión Europea usa las migraciones como arma de guerra política. La cuestión no es solo qué quieren estos estados a cambio, sino cómo la Unión Europea es víctima de sí misma, por haberse creado dependencias externas en el control de sus fronteras y por sus propios miedos.
El uso de las migraciones como arma política en las fronteras exteriores de la Unión Europea empieza a ser habitual. En febrero de 2020, el Gobierno turco mandaba más de 13.000 personas a la frontera con Grecia. En mayo de 2021, Marruecos dejaba entrar irregularmente en Ceuta más de 10.000 personas en dos días. Ahora es el turno del régimen bielorruso, que desde hace meses está facilitando la llegada de miles de personas a la frontera con Polonia, Letonia y Lituania, como represalia por las sanciones impuestas por la UE.
El uso político de las migraciones no es nuevo. La politóloga norteamericana Kelly M. Greenhill acuñó el término “weaponisation of migration” para referirse al uso de las migraciones como arma de guerra política y militar. Con una perspectiva histórica de larga duración, Greenhill distingue entre intenciones coercitivas, es decir, cuando las migraciones se utilizan como instrumento de política exterior para presionar otros estados; intenciones de apropiación, cuando el objetivo es anexionar determinados territorios o consolidar el poder; o por razones económicas, buscando obtener una ganancia financiera.
No cabe duda de que las intenciones de Turquía, Marruecos y ahora Bielorrusia, son claramente coercitivas: han instrumentalizado la migración para inducir cambios y obtener concesiones de la UE. El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, pedía más ayuda financiera para la acogida de refugiados y apoyo a las operaciones militares turcas en el norte de Siria. Marruecos respondía ante lo que consideraba una falta de lealtad por la hospitalización en Logroño del líder del Frente Polisario Brahim Ghali y, en el fondo, exigía connivencia con la cuestión de la soberanía marroquí en el Sahara Occidental. Ahora Bielorrusia, con Rusia detrás, presiona para que la UE no se inmiscuya en sus asuntos internos.
Ante estos “chantajes”, la UE se escandaliza. Por un lado, califica la llegada de miles de personas (familias y menores incluidos) como una grave amenaza a la “seguridad” y, por ello, no duda en declararse “en guerra”, tanto en el tono de sus palabras como con el despliegue de los ejércitos nacionales en frontera. Por otro lado, se ruboriza por el uso “indecente” y “cínico” de los refugiados con fines políticos. Y responde con contundencia, e incluso unión – donde no acostumbra a haberla –, sin darse cuenta de que, en el fondo, en toda esta historia no es sino víctima de sí misma. En muchos sentidos, además.
Primero, la sobre-reacción de la UE, que no hay cosa que tema más que otra “crisis migratoria”, es lo que asegura el éxito del chantaje. Al final da igual cuántos sean. Lo que importa es el miedo: de una parte del electorado hacia el migrante, y de los gobiernos hacia la división y el caos que la UE y los estados miembros escenifican en cada ocasión.
Segundo, el uso de las migraciones como herramienta política es consecuencia directa de las políticas de externalización promovidas por la UE y los estados miembro. Al forzar a los estados vecinos a controlar sus fronteras, automáticamente nos hemos puesto en sus manos. Les ofrecemos incentivos a cambio de este control, desde los fondos de ayuda al desarrollo hasta posibles acuerdos en materia comercial o de visados. Ahora son ellos los que quieren imponer sus condiciones.
Tercero, no es sólo cuestión de que las personas migrantes y refugiadas caigan en la trampa de gobiernos malintencionados. No es por ellos que vienen, aunque la llegada se dé gracias a ellos. Es la miseria y el conflicto cronificados lo que convierte a los refugiados en “carne de cañón” de esta maquinaria estatal. A pesar de la evidencia, la UE tiene como principal objetivo “concienciar” a los migrantes. Prefiere quedarse con que la culpa es de estos gobiernos que se aprovechan de su inocencia, que entender que la causa está en origen, y que la solución pasa por ofrecerles protección y condiciones de vida digna.
Cuarto, declararse en guerra es abrir la puerta a la excepción. Hace meses que Polonia (y esta semana Lituania) ha declarado el estado de emergencia, con todo lo que esto implica en términos de suspensión de derechos fundamentales, uso ilimitado de la fuerza por parte del Ejército y militarización de amplias zonas sin acceso de la prensa ni de las ONGs. No es nuevo. También pasó en Grecia y las devoluciones en caliente, que vulneran estrepitosamente la legalidad, han sido una constante en cada ocasión.
Al final, como señala Ivan Krastev en su libro After Europe (2017), bien podría ser que las crisis migratorias, no por lo que son sino por lo que generan, acaben representando el inicio del fin del liberalismo europeo. Después de 2015, nuestro miedo a otra crisis migratoria hace que estemos dispuestos a aceptar lo inaceptable. Y este es el verdadero problema: de puertas hacia fuera, nos hemos hecho rehenes (y, por lo tanto, mudos) ante las presiones de estados terceros; de puertas hacia dentro, hemos acabamos aceptando la vulneración de derechos fundamentales. Lo más grave es que ya nadie parece inmutarse por ello.
Palabras clave: migraciones, UE, refugiados, Belarús, Polonia, Lituania, externalización, chantaje, Turquía, Marruecos
E-ISSN: 2014-0843