Los puntos críticos de la vacunación: patentes, producción y acceso universal

CIDOB Report nº 7
Publication date: 07/2021
Author:
Joan Bigorra, director de Innovación, ISGlobal. Asesor sénior de Innovación, Hospital Clínic de Barcelona
Download PDF

 La crisis de la COVID-19 ha puesto de manifiesto la fragilidad de nuestros sistemas de alerta y de nuestras capacidades de gestión de la salud global, pero también ha puesto en valor la investigación científica, la innovación y la cooperación internacional para lograr vacunas eficaces con una rapidez impensable. Sin embargo, si no se acelera la producción y distribución global de vacunas, estos esfuerzos podrían ser insuficientes para conseguir el reto de tener al menos el 70% de la población mundial protegida a finales de 2021. 

La falta de equidad en salud es un tema trascendente y recurrente. La industria de la salud en general ha orientado sus recursos de Investigación y Desarrollo (I+D) a aquellas sociedades con capacidad y disposición a pagarlos. Ello se ha traducido en inequidad y abandono de algunas enfermedades propias de los países de renta baja como la malaria, la tuberculosis o la leishmaniosis entre otras. También quedan al margen algunos grupos de población en países desarrollados. Con medicamentos oncológicos cuyo precio multiplica por cinco o por diez el salario anual medio se empieza a hablar de toxicidad financiera. 

Esta inequidad se ha combatido en los últimos años gracias al esfuerzo de diversos agentes, en especial varias ONG. Los avances han sido discretos, aunque no por ello menos meritorios. 

Con la COVID-19 nos encontramos ante una situación distinta. La falta de equidad ya no es un problema de los que la sufren, sino de todos. La velocidad y facilidad de contagio del SARS-CoV-2, así como sus devastadoras consecuencias en plena globalización, fomentan la convicción que la salida de esta pandemia debe ser global y que es imperativo vacunar de forma rápida a la mayoría de la población mundial, a la vez que se desarrollan tratamientos eficaces y accesibles. Ello plantea retos colosales en clave geopolítica, entre los cuales se encuentran cuestiones de política industrial. 

El statu quo previo a la pandemia 

La mayoría de avances en ciencias biomédicas y descubrimientos de nuevos mecanismos de acción de las últimas tres décadas se producen en centros académicos, y su desarrollo clínico se realiza en los grandes hospitales de los sistemas sanitarios en su mayoría públicos o sin afán de lucro. En

cambio, la industria de la salud, mayoritariamente en manos privadas y con un fuerte músculo financiero, es la que acapara la capacidad de gestión de proyectos, de producción y de comercialización de acuerdo con los estrictos requerimientos regulatorios a escala global. 

Siendo la tecnología de la salud un bien prioritario y teniendo en cuenta las inversiones que requiere su comercialización, la industria requiere de incentivos que faciliten el retorno de la inversión y beneficios adecuados para su supervivencia en economías de mercado. El principal incentivo de que disfruta la industria de la salud, al igual que otros sectores de alta tecnología, es la protección de la propiedad industrial, generalmente en forma de patentes, que otorgan la exclusividad para fabricar y comercializar el nuevo producto durante un periodo de tiempo. 

Esto crea una situación de monopolio que suele traducirse en precios elevados y, por consiguiente, dificultades de acceso. Esta situación se mantiene a pesar de que entre los años 2000 y 2018, y según un riguroso análisis publicado en la prestigiosa revista JAMA, generaba beneficios en el ámbito farmacéutico muy superiores a otras industrias que disfrutan igualmente de la protección intelectual. Este estudio señalaba que las 35 grandes empresas farmacéuticas que cotizan en la bolsa de Nueva York habían reportado un margen bruto del 76,5% frente al 37,4% de un grupo de 357 empresas del S&P500, un EBITDA (Earnings Before Interest Taxes Depreciation and Amortization) del 29,4% frente al 19% y un margen de beneficio neto sobre ventas del 13,8% frente al 7,7% del resto de empresas. Parece, por lo tanto, que el incentivo de las patentes farmacéuticas tiene un rendimiento excepcional y un retorno económico más que razonable. 

La introducción en 1980 de la Bayh Dole Act en Estados Unidos sobre innovaciones producidas gracias a la aportación de fondos públicos ha supuesto un gran cambio para la industria. Los riesgos de las fases iniciales de investigación básica los han ido asumiendo, principalmente, los centros académicos y las empresas start-ups asociadas y, una vez el producto entra en fase de pruebas –y por tanto se reduce el riesgo–, lo adquieren las empresas del sector. Por ejemplo, el informe de tendencias globales en I+D del instituto IQVIA, señalaba que, en el año 2020, el 64% de las moléculas en desarrollo en las grandes corporaciones farmacéuticas procedían de pequeñas empresas start-ups biomédicas de base académica. 

La respuesta inicial a la pandemia 

La respuesta médica a la pandemia ha sido un hito extraordinario, sin ningún precedente conocido. Las primeras vacunas se desarrollaron en siete meses frente a los nueve años habituales. Este logro indiscutible se debió a dos factores. 

El primero, décadas de investigación básica financiada con fondos públicos que permitieron secuenciar el material genético del SARS-CoV-2 en cuestión de días. Y los trabajos académicos sobre el ARNm de la Dra. Katalin Karikó proporcionaron el conocimiento a dos start-ups: Moderna en Estados Unidos y BioNTech en Alemania (con Pfizer), para desarrollar sus vacunas en cuestión de semanas. Las investigaciones sobre adenovirus como vector para transportar material genético de la Universidad de Oxford fueron la base de la vacuna de AstraZeneca. 

Y el segundo es el gran esfuerzo de colaboración público-privada a través de COVAX, analizado en más detalle en el capítulo de Rafael Vilasanjuan, donde la comunidad internacional se ha volcado en el esfuerzo por desarrollar productos industriales para el diagnóstico, prevención y tratamiento de la COVID-19, introduciendo criterios de equidad que hasta el momento se han incumplido. 

El esfuerzo económico ha sido excepcional. La inversión en I+D durante los 10 primeros meses de 2020 multiplicó por cuatro el gasto anual combinado contra el VIH-SIDA, la malaria y la tuberculosis en el período 2007-2018. El caso más significativo es la llamada Operación Velocidad de la Luz (Warp Speed) a través de la cual el Gobierno de los Estados Unidos adelantó a la industria 12.000 millones de dólares. 

El resultado fue inmediato. A finales del 2020, la comunidad científica tenía abiertas líneas de investigación para el desarrollo de 1.052 productos relacionados con la COVID-19: 469 diagnósticos, 362 terapias y 221 vacunas (con seis de cada diez dólares invertidos en la investigación de vacunas), la mayoría de ellos dirigidos desde países occidentales desarrollados, pero también desde China (168 proyectos), Corea del Sur (47) o India (31). España era la base de 13 proyectos de investigación. 

De acuerdo con la información recogida por Policy Cures la casi totalidad (92%) de los recursos invertidos en estas partidas procedía de los presupuestos públicos de Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Canadá, Japón y la Unión Europea, entre otros. Esto sin contar los fondos públicos o los miles de millones de presupuestos gubernamentales invertidos en compras adelantadas de vacunas o en la expansión de la producción industrial. En este escenario, y con una gran parte de los riesgos cubiertos por presupuestos públicos, la industria escaló su producción, un esfuerzo muy necesario, pero todavía insuficiente. 

¿Y ahora qué? 

Tras un año 2020 de vértigo, el año 2021 empezó visualizando la inequidad en la distribución de las vacunas. Según la OMS, a fecha de 5 de mayo 2021 y contrariamente a los objetivos de equidad pactados en el COVAX, el 80% de los aproximadamente 1.100 millones de dosis de vacuna producidas habían sido administradas en países de renta media y alta, en parte porque COVAX no ha tenido la misma la capacidad financiera que unos países ricos que han acaparado las compras. Una vez sus sociedades alcanzan niveles altos de inmunización, estos mismos países donan vacunas a COVAX, pero no parece suficiente para alcanzar una solución rápida y justa. Y ante esta constatación se plantean varias alternativas. 

La primera, la llamada de la OMS para dotar a COVAX –el mecanismo multilateral que vela por la equidad en el acceso a las vacunas– de una aportación adicional de 2.000 millones de vacunas, adicionales a los 1.300 millones que ya estaban comprometidos para junio 2021. Este esfuerzo sería suficiente para vacunar a los profesionales esenciales, a la población de mayor riesgo y a hasta a un 30% de la población adulta en los países de rentas bajas. La OMS pide además liberalizar las cadenas de suministro eliminando las barreras arancelarias, las medidas de control de la exportación y otros trámites burocráticos que bloquean o ralentizan el suministro y la distribución de vacunas y de sus materias primas y componentes esenciales. 

La propuesta de muchos países –liderados desde octubre de 2020 por India y Sudáfrica y a los que en 2021 se sumó Estados Unidos– y de organizaciones sanitarias y humanitarias para suspender temporalmente las patentes relacionadas con los productos sanitarios y medicamentos que permiten luchar contra la COVID-19. No es una propuesta desenfocada, ya que los tratados internacionales de protección de la propiedad industrial y del libre comercio, así como la legislación de la mayoría de países, contempla la posibilidad de suspender las patentes y/o de obligar a conceder licencias obligatorias en situaciones de emergencia sanitaria como lo es esta pandemia. Lo extraordinario de la situación actual es que Estados Unidos apoya estas declaraciones, no por un problema interno de acceso a la vacunación, sino por su convencimiento de que en un mundo globalizado la vacunación en este país, por masiva que sea, no protegerá a sus ciudadanos ni a su economía a medio plazo. Si la vacunación a escala mundial no es suficiente, seguirán apareciendo cepas con mutaciones que pueden poner en peligro la eficacia de las primeras campañas de vacunación. 

¿Cuál es el camino? 

Los fabricantes de vacunas contra la COVID-19 han hecho una estimación de que su capacidad conjunta de producción alcanzará los 12.000 millones de dosis de vacunas en 2021, según refiere el sistema de seguimiento del Centro de Innovación en Salud Global de la Universidad de Duke. 

¿Dónde se producirían estos 12.000 millones de dosis? El Serum Institute of India es el principal productor en el país líder en producción de vacunas de todo tipo. Se estima que dos tercios de la población infantil mundial recibe vacunas de este instituto, que en abril de 2021 anunció un aumento de su capacidad para producir cuatro vacunas diferentes de coronavirus, algunas de ellas fabricadas sin concluir la tercera fase de ensayos clínicos y, por lo tanto, sin haber recibido la aprobación regulatoria. Destaca el incremento de la producción de la vacuna de AstraZeneca, que fabrica bajo licencia, hasta los 100 millones de dosis mensuales, muchas de ellas para países de renta baja que ahora ven comprometido su suministro por la gravedad de la situación de la pandemia en el país productor. 

Para el 2021, los planes de producción más ambiciosos hablan de 1.000 millones de dosis de Moderna y 750 millones de dosis de BioNTech-Pfizer, fabricadas en Estados Unidos y en Europa, algo más de 3.000 millones de dosis de Astra-Zeneca producidas en el Reino Unido y la India, alrededor de 1.000 millones de la vacuna Sinopharm desarrollada y fabricada en China que quizá se produzca próximamente en algún país africano, posiblemente Marruecos, y algo más de 1.200 millones de dosis de la vacuna rusa Sputnik V producidas en Rusia y, posiblemente, en Argentina. A estas cantidades hay que añadir el escalado de producción de los nuevos entrantes como Janssen, entre otros. En España existen cuatro plantas farmacéuticas que contribuirán en algunos pasos de la producción de las vacunas de Moderna (Rovi, en Madrid), AstraZeneca (Insud Pharma, en Azuqueca de Henares, Guadalajara), Janssen (Reig Jofre, en Sant Joan Despí en Barcelona) y Novamax (Biofabri, en O Porriño, Pontevedra). 

Una novedad positiva es que continentes como África o Sudamérica, especialmente castigados por la pandemia y que hasta ahora han recibido un porcentaje minúsculo de las vacunas disponibles, empezarán a tener plantas de producción en los próximos meses. Incluso así, no está claro que se alcance el gran volumen de dosis necesarias para vacunar al 70% de la población mundial antes de 2022. Y es aquí donde entraría la cuestión de las patentes, en la medida que su suspensión temporal pudiese favorecer los objetivos de producción y distribución de vacunas con mayor rapidez y aumentar las probabilidades de alcanzar este objetivo. 

Es cierto que la protección de la propiedad industrial es crucial para incentivar el desarrollo industrial y la comercialización de medicamentos. De ahí que no se proponga abolirla, sino suspender la validez de la protección de la propiedad industrial relacionada con la producción de las vacunas contra la COVID-19 y de sus componentes e ingredientes durante el tiempo que sea necesario para no poner barreras a la vacunación masiva mundial en el menor tiempo posible. Posiblemente, la tecnología de vacunas de ARNm (BioNTech/Pfizer y Moderna) quede por ahora fuera del alcance de muchos países, pero otras tecnologías como los vectores virales sí que podrían ser accesibles rápidamente. 

Suspender durante un tiempo la protección de la propiedad industrial en las condiciones anteriormente mencionadas supondría, además, eliminar el temor a posibles litigios futuros, algo que sin duda podría estar frenando iniciativas valiosas en estos momentos.  

Ello debería acompañarse también de estímulos para la transferencia de tecnología y licencias obligatorias según los casos, así como de otras medidas adicionales tales como: 

  • Incrementar de forma sustancial las aportaciones a COVAX.
  • Asegurar la libre circulación de productos y servicios relacionados con la producción y distribución de vacunas entre todos los países.
  • Potenciar el seguimiento epidemiológico y genómico de nuevas variantes.
  • Dotar de medios a los sistemas de salud menos desarrollados para reforzar su capacidad de vacunación. 

El esfuerzo económico adicional de estas medidas ha sido cuantificado por el Fondo Monetario Internacional en 50.000 millones de dólares. Es una cantidad de recursos importante, pero el coste de no hacer lo que sea necesario en estos momentos será infinitamente mayor en vidas, en sufrimiento, en empobrecimiento general de la población y en conflictos migratorios y sociales. 

Conclusión 

La respuesta inicial a la pandemia ha abierto un camino posible para su control, pero sigue lleno de retos. Ahora es el momento de tomar decisiones de alcance para responder de la única manera posible: hacer lo que sea necesario para conseguir la vacunación del 70% de la población mundial a finales de 2021. De no hacerlo, el coste en vidas, salud, estabilidad y progreso social será inasumible.