Saddam Hussein
Presidente de la República (1979-2003), vicepresidente (1968-1979) y primer ministro (1979-1991, 1994-2003)
Una ejecución en la horca grabada en video y rodeada de truculencia puso término el penúltimo día de 2006 a los 69 años de vida de Saddam Hussein, quien fuera todopoderoso presidente de Irak desde 1979 hasta abril de 2003. En esa fecha, Saddam fue derrocado y obligado a esconderse por el Ejército de Estados Unidos, que invadió Irak sin el aval de la ONU y con el pretexto de unas armas de destrucción masiva inexistentes. Capturado en diciembre siguiente y condenado al patíbulo tres años después como reo de crímenes contra la humanidad, Saddam, un dictador implacable y megalómano que basó su régimen de terror en el partido Baaz y en una urdimbre de lealtades tribales, provocador de conflictos bélicos y paria internacional, fue juzgado con garantías dudosas a instancias de sus antiguos perseguidos y al fragor de la catastrófica posguerra irakí, en un país asolado por la violencia sectaria, el terrorismo, la insurgencia armada y las operaciones militares.
1. De conspirador violento a dirigente expeditivo
2. Factótum en la cúpula de partido Baaz
3. Asunción de todo el poder y campaña bélica contra Irán
4. Invasión de Kuwait y segunda guerra del Golfo
5. Rebeliones internas y el castigo de los vencedores
6. Porfía con Estados Unidos en el escenario posbélico
7. La implacabilidad del ejercicio del poder
8. Una sórdida historia de avatares familiares
9. Intentos de superar el aislamiento exterior
10. Inclusión en el eje del mal y objetivo a batir por la administración Bush
11. Prolegómenos, razones explícitas y motivos ocultos de una guerra ilegal
12. Tempestad internacional en torno a la inspección del desarme
13. Fracaso de la diplomacia de la ONU e invasión por Estados Unidos
14. Desarrollo de la ofensiva, conquista de Bagdad y derrocamiento del régimen
15. El clandestino más buscado en un país ocupado y exangüe
16. Endurecimiento de la resistencia y captura final por el Ejército estadounidense
17. La hora del rendimiento de cuentas ante la justicia
18. Un caótico juicio con sentencia de muerte
1. De conspirador violento a dirigente expeditivo
Saddam Hussein Abdel Majid at-Tikriti nació en el seno de una familia de campesinos sin tierras de la aldea de Al Ajwa, mísero asentamiento de cabañas de adobe a orillas del río Tigris y sito a ocho kilómetros de Tikrit, una pequeña ciudad de provincias con un presente de pobreza y subdesarrollo. La parentela familiar pertenecía al clan Al-Bejat de la tribu de musulmanes sunníes de Al-Bu Nasir, dominante en la región, que luego se aliaría en una federación con las tribus Al-Bu Ajil y Al-Shayaisha. El padre, Hussein al-Majid, falleció sólo meses antes de nacer el niño, si bien fuentes biográficas sugieren que abandonó a su esposa, Subha Tulfah (fallecida en 1983), ya fuera poco antes o poco después de venir al mundo Saddam, y, de paso, que pudo no haber sido su padre biológico siquiera. Sea como fuere, desde los diez años Saddam quedó al amparo de su tío materno, Jairallah Tulfah, sunní devoto y riguroso oficial del Ejército que en 1941 fue expulsado del mismo y encarcelado por su militancia antibritánica y pronazi. Tras ser liberado en 1946, Tulfah, que era también un anticomunista visceral, se ganó la vida como maestro de escuela en Tikrit.
El muchacho empezó a recibir la educación primaria a los nueve años, si bien mientras vivió con el segundo marido (y primo carnal, a la sazón) de su madre, Hassán al-Ibrahim, recibió un trato brutal, fue obligado a pastorear rebaños de cabras o a realizar trapicheos y hurtos para subvenir las necesidades de un núcleo familiar que no generaba rentas de trabajo, y apenas asistió a clase. Con todo, consiguió terminar la primaria y en 1955 se trasladó a Bagdad junto con su familia de adopción para proseguir su formación en el instituto de secundaria Al Jark, foco de un radicalismo estudiantil que se nutría del odio a la monarquía hachemí reinante y a Estados Unidos y el Reino Unido, los cuales adoptaron aquel año el Pacto de Bagdad para preservar la región de las influencias comunistas.
El contacto con el ambiente político de Bagdad le separó a Saddam de su inicial educación religiosa y tradicional. En 1957, luego de ser rechazado en la Academia Militar por su pobre currículum escolar e influenciado decisivamente por su tío, que en estos años aparece como el mentor ideológico del futuro dirigente, se incorporó al entonces minúsculo Partido del Renacimiento Árabe Socialista (Baaz), seducido por sus ideales laicos, nacionalistas y revolucionarios. Notorios anticolonialistas irakíes habían nacido en el área de Tikrit, a 160 km al noroeste de Bagdad, que fue también la patria de Saladino, el gran sultán kurdo-turco conquistador de Jerusalén a los cruzados en 1187.
Joven de físico intimidador, naturaleza violenta y pendenciera, y partidario de la acción directa, los biógrafos no oficiales remontan el primer asesinato político de Saddam, el de un militante comunista de Tikrit y mediante un disparo en la cabeza, a octubre de 1958. Estas mismas fuentes aseguran que dicho crimen, al parecer, instigado o medio ordenado por Jairallah Tulfah, les valió a sobrino y tío compartir celda en la prisión de la ciudad durante medio año.
Una vez liberado por falta de pruebas, la dirección del Baaz incluyó a Saddam, entonces valorado únicamente por sus dotes de esbirro, en un comando de diez hombres con la misión de asesinar al primer ministro Abdel Karim Kassem. Éste, general del Ejército, había derrocado la monarquía hachemí el 14 de julio de 1958, en un sangriento golpe de Estado que costó la vida al joven rey Faysal II, al primer ministro Ahmad Mujtar Baban, al ex primer ministro Nuri as-Said y al antiguo regente Abdallah ibn Alí, y que había dado paso a una dictadura militar de tipo nacionalista, antioccidental y prosoviética, pero al mismo tiempo enemiga declarada del nasserismo y el panarabismo socializante que esgrimía el Baaz.
El 7 de octubre de 1959 el comando de Saddam ametralló en una emboscada el vehículo de Kassem en el centro de Bagdad. A diferencia de su chófer y su edecán, el general pudo salvar la vida con heridas leves gracias a que, según parece, Saddam pretendió apuntarse el mérito del magnicidio e incurrió en precipitación abriendo fuego a destiempo. Herido en la pierna izquierda, protagonizó, siempre según la leyenda oficial, una rocambolesca fuga. Como ningún médico quería curarle, él mismo se sacó la bala de la pantorrilla con una hoja de afeitar. Consiguió llegar a Tikrit y de ahí partió, a través de Siria, a Egipto, a donde llegó el 21 de febrero de 1960. En Bagdad le aguardaba una sentencia a muerte in absentia.
Colocado bajo la protección del rais Gamal Abdel Nasser, en El Cairo Saddam retomó la actividad política en el Mando Regional egipcio del Baaz, así como los estudios en la escuela superior Al Qasr An Nil, donde terminó su educación secundaria. Muy interesado en su instrucción, en 1962, becado por el Gobierno egipcio, se matriculó en la Facultad de Derecho de la universidad capitalina, donde no pudo terminar la carrera por las circunstancias políticas y quizá por sus limitaciones académicas. De todas formas, en 1971, ya aupado al poder en Irak, Saddam obligó a la Universidad Al Mustansiriya de Bagdad a otorgarle el diploma de jurista, según se asegura, compareciendo a los exámenes vestido de uniforme y -no pudo ser más contundente la intimidación- depositando su pistola sobre el pupitre a la vista de alumnos y profesores.
El 8 febrero de 1963 Kassem fue derrocado y ejecutado en un golpe conjunto de baazistas y nasseristas dirigido por el coronel Ahmad Hassán al-Bakr, alto dirigente del Baaz y pariente de Saddam (era un primo de su madre y del tío Jairallah Tulfah), que dejó un elevado número de cadáveres en Bagdad al ofrecer resistencia los efectivos afectos y los militantes comunistas. Bakr se convirtió en primer ministro y el nasserista Abdel Salam Muhammad Aref en presidente de la República y el Consejo del Mando Revolucionario (CMR), o junta político-militar. Sin dilación, Saddam retornó de Egipto junto con otros exiliados para ponerse al servicio de las nuevas autoridades e integrarse en las estructuras del Baaz, donde pasó a desempeñar labores de inteligencia, de seguridad interna del partido y de persecución de enemigos políticos, con los comunistas como víctimas predilectas.
Antes de terminar el año, en noviembre, se produjo la depuración de los ultraviolentos baazistas civiles, el ala izquierdista encabezada por Alí Salih as-Saadi, el secretario general del partido ya destituido en el verano como ministro del Interior, merced a la alianza entre la facción militar del Baaz, más moderada y leal a Bakr, quien perdió, empero, el puesto de primer ministro, y los nasseristas de Aref, el cual por su parte aprovechó las divisiones internas en sus cada vez más incómodos compañeros de viaje para asegurarse todo el poder en el CMR y establecer la Unión Socialista Árabe como virtual partido único. Saddam permaneció fielmente del lado de Bakr, testimoniando su apego, fundamentalmente, y por no decir exclusivamente, a los vínculos de paisanaje y de sangre, lo que favoreció su aceptación como baazista de pleno derecho y miembro del Mando Regional del partido.
Sobre este fondo permanente de violencias y tensiones, en octubre de 1964 Saddam, fue arrestado, no sin recibir a tiros a los oficiales que venían a prenderle, bajo la acusación de conspirar contra la vida del jefe del Estado. En 1965 seguía en prisión cuando el VIII Congreso Regional del Baaz le eligió vicesecretario general del Mando Regional irakí, teniendo como único superior a Bakr, que había recobrado la libertad después de conocer su propia experiencia carcelaria. En otro episodio que cimentó su aureola de hombre indómito, en julio de 1966 Saddam consiguió evadirse de la cárcel aprovechando su traslado a otro centro, aunque se sospecha que el Gobierno pudo facilitar esta huida, extremo que, de ser cierto, suscita especulaciones sobre un posible doble juego de Saddam. Tres meses atrás, Aref había perecido en un accidente de helicóptero y le había sucedido en la Presidencia su propio hermano, Abdel Rahmán Muhammad Aref, un nasserista bastante tibio cuya falta de implacabilidad le convertía en blanco fácil de todo tipo de complots, en un país donde las luchas políticas se dirimían y se dirimen a tiros.
Desde la clandestinidad, Saddam organizó una milicia baazista, el Jihaz Haneen, que iba a jugar un papel decisivo en el golpe de Estado perpetrado por Bakr el 17 de julio de 1968. Aref fue derrocado con suma facilidad, no hubo derramamientos de sangre y el Baaz retornó al poder, pero esta vez con la intención de usufructuarlo en exclusiva. En marzo anterior, el Baaz irakí se había separado definitivamente del Baaz de Siria, donde ostentaba el poder desde 1963, así que el Mando Regional de Bagdad, con Bakr como secretario general y Saddam como vicesecretario, pasó a funcionar con independencia del Mando Nacional (es decir, supranacional), el cual formalmente siguió existiendo bajo la jefatura de uno de los fundadores del partido histórico, el cristiano sirio Michel Aflak, que fijó su residencia en Bagdad, y cooptado de hecho por el poder irakí.
Luego de tomar parte activa en el asalto al poder, concretamente en la captura del palacio presidencial, Saddam recibió de Bakr el encargo de organizar el aparato de seguridad e inteligencia del nuevo régimen. Su primer cometido fue deshacerse, el 30 de julio, de dos altos mandos militares no baazistas cuyo concurso en el reciente golpe había sido necesario, los generales Abdel Razzaq Said an-Najif e Ibrahim al-Daud, los cuales habían accedido a sumarse a la conjura contra Aref a cambio de ser nombrados primer ministro y ministro de Defensa, respectivamente. Najif fue prendido por Saddam en persona a punta de pistola en el palacio presidencial de Bagdad. En cuanto a Daud, se enteró de su destitución cuando estaba en Jordania inspeccionando las tropas irakíes estacionadas en el país vecino desde la Guerra de los Seis Días. Ambos fueron enviados al exilio.
2. Factótum en la cúpula de partido Baaz
En tanto que hombre de la máxima confianza de Bakr -presidente de la República, presidente del CMR y primer ministro- y cancerbero servil del régimen, Saddam inició un ascenso irresistible a la cúpula del poder político. Tras el llamado "golpe correccional" del 30 de julio de 1968 fue designado vicepresidente en funciones del CMR y en noviembre de 1969 se convirtió en vicepresidente de la República y el CMR le confirmó como su vicepresidente.
Como prolegómeno de esta última promoción, Saddam se encargó de ajustar cuentas con el ex primer ministro nasserista (1965-1966) Abdel Rahmán al-Bazzaz: arrestado, torturado y condenado a 15 años de prisión en octubre de 1969, Bazzaz terminó siendo ejecutado en 1973. Incansable, Saddam puso su mirada ahora en dos poderosos jerifaltes militares baazistas que él veía amenazadores para su proyecto de poder. Estos eran el general Hardán Abdel Ghafar at-Tikriti, viceprimer ministro, ministro de Defensa y eminencia gris del golpe de 1968, que fue defenestrado el 5 de octubre de 1970 y mandado liquidar en Kuwait el 30 de marzo de 1971, y Salih Mahdi Ammash, el otro vicepresidente del CMR así como ministro del Interior, que en septiembre de 1971 fue rebajado al puesto de embajador en Moscú y que una década más tarde iba a morir en activo, en principio por causas naturales. Ahmad Shihab y Saadun Ghaydán se hicieron cargo de los ministerios de Defensa e Interior, respectivamente.
La desaparición de aquellas dos personalidades representó el triunfo de Saddam y la rama civil del Baaz sobre el estamento militar, una cuestión que el futuro dictador había perseguido con ahínco. Libre ya de potenciales rivales por la sucesión de Bakr, Saddam se erigió en el indiscutible lugarteniente del presidente y en el principal delegado de la política irakí tanto interior, al coordinar las centrales de inteligencia y la policía secreta, como exterior, al pasar a asumir lo esencial de las misiones de representación diplomática ante los países con los que Irak tenía relaciones.
Saddam jugó también un papel fundamental en la trascendental decisión del régimen, el 1 de junio de 1972, de nacionalizar los activos que mantenía la Compañía de Petróleos de Irak (IPC), con capital principalmente británico. La compleción de la nacionalización del petróleo, desarrollada por etapas y con muchas dificultades desde 1961, unida a la asistencia técnica de la URSS en este rubro, generó un fabuloso incremento de los ingresos de la Compañía Nacional de Petróleo de Irak (INOC), empresa estatal creada en 1966. Ello permitió impulsar a partir de 1976 los programas de armamento de destrucción masiva, tanto nuclear como químico y bacteriológico, así como el rearme a gran escala en las categorías de armamento convencional.
Por lo que se refiere a la política exterior irakí de estos años, el radicalismo y la belicosidad de los baazistas, especialmente intransigentes con Israel, bien hizo fluctuantes los tratos con Siria, Irán y la URSS, bien los dificultó extraordinariamente con la mayoría de los demás países árabes. La aparatosa intervención militar siria en Líbano en 1976 para impedir la derrota de los cristianos derechistas frente a los palestinos y las milicias libanesas de izquierda marcó un fuerte deterioro en las relaciones con el país vecino y rival, desde 1970 dirigido con mano de hierro por Hafez al-Assad, un militar baazista hostil -al igual que Saddam- a las veleidades marxistas en la rama siria del partido.
Precisamente, como se apuntó arriba, a raíz del cisma ideológico con Damasco el Baaz irakí recibió el parabién de Michel Aflak, acogido de buena gana en Bagdad, donde se recordaba la protección brindada por el prestigioso ideólogo a Saddam cuando su exilio damasceno en 1959-1960. Un último intento de aproximación sirio-irakí entre 1978 y 1979, al calor de las catilinarias comunes contra el Egipto de Anwar as-Sadat por sus acuerdos de paz con Israel, que incluso decidió restablecer el mando unificado del Baaz, se frustró cuando Saddam se hizo con todo el poder. Poco antes de esta mudanza, el 29 de enero de 1979, Saddam llegó a entrevistarse con Assad en Damasco. Finalmente, el 10 de octubre de 1980, después de que los sirios apoyaran a Irán frente a la agresión militar irakí, Saddam ordenó la ruptura de relaciones diplomáticas con Siria (y de paso con Libia, su aliado); en lo sucesivo, Saddam y Assad se iban a considerar enemigos mortales de sus respectivos proyectos de engrandecimiento nacional y de liderazgo en el mundo árabe.
El 6 de marzo de 1975 Saddam firmó en Argel con el sha Mohammad Reza Pahlevi un acuerdo para la delimitación fronteriza del Chatt Al Arab, la confluencia de los ríos Tigris y Éufrates antes de desaguar en el golfo Pérsico, por el que Irak cedía la orilla izquierda del estuario a cambio del cese por Irán de su ayuda a la guerrilla kurda, que, como consecuencia fulminante, se derrumbó tras 14 años de lucha.
Por la parte soviética, Saddam viajó a Moscú en 1971 y el 7 de abril de 1972 devolvió la visita el primer ministro Aléksei Kosygin, para la firma de un Tratado de Amistad y Cooperación de 15 años de validez. La firme línea prosoviética de Irak en estos años se tradujo, en 1973, en la entrada en el Gobierno de ministros comunistas, todo un viraje al cabo de tantos años de sañudas persecuciones, si bien la novedad resultó efímera y en vísperas de su salto a la Presidencia Saddam retornó al exterminio de comunistas con más bríos que nunca.
La URSS fue en estos años el principal proveedor de armamento convencional de Irak, mientras que Francia se avino a vender la infraestructura necesaria y uranio enriquecido para sacar adelante el ambicioso programa nuclear, enmascarado como para usos civiles, cuyo florón era el reactor atómico experimental Tammuz, en Al Tuwaitha, en las inmediaciones de Bagdad. Esta instalación fue destruida en un raid aéreo israelí el 7 de junio de 1981, propinando un golpe prácticamente de gracia a los perturbadores sueños de grandeza de Saddam, resuelto a convertir Irak en la primera potencia nuclear del mundo árabe. Semejante perspectiva, con toda lógica, resultaba intolerable a Israel, que fundaba su concepto de supervivencia como Estado en un mar de hostilidad árabe en la supremacía tecnológica en todos los niveles de la defensa y en la capacidad de disuasión por la tenencia, encubierta oficialmente pero por todos conocida, de su propia capacidad nuclear.
3. Asunción de todo el poder y campaña bélica contra Irán
El 16 de julio de 1979, culminando una paulatina socavación de autoridad y de poder, Saddam apartó del mando nominal a Bakr, el hombre a cuya sombra había hecho lo fundamental de su carrera y que a estas alturas era básicamente una figura decorativa. El veterano baazista fue oportunamente jubilado en una alternancia palaciega absolutamente limpia que contó con la resignada aquiescencia del afectado, responsable de comunicar a la nación su propia purga disfrazada con razones de salud y probablemente bajo amenazas del beneficiario. Se trató de la quinta mudanza en la primera poltrona del país en 21 años, pero la primera en la que no mediaron circunstancias dramáticas. Después de anunciarse la defunción de Bakr el 4 de octubre de 1982 como víctima de una larga enfermedad, resultó inevitable que se propalara la especie de que Saddam había tenido que ver con el deceso.
Saddam adquirió todas las atribuciones de su antiguo protector: presidente de la República, presidente del CMR, primer ministro, secretario general del Baaz y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. A pesar de carecer de cualquier formación castrense, Saddam ostentaba el galón de teniente general desde 1973 y el de general desde enero de 1976. Pero ahora no tuvo reparos en autonombrarse mariscal de campo del Ejército irakí.
Apoyado en sus familiares y paisanos de Tikrit y en el factor sunní, e insistiendo en el método de la eliminación física de los que consideraba sus enemigos, Saddam implantó una férrea dictadura personal y se dispuso a hacer realidad su ambición de liderar la nación árabe, huérfana de un conductor carismático desde la muerte de Nasser en 1970. Entonces, Egipto, el más importante país árabe, se encontraba marginado debido a la estrategia pacifista con Israel del presidente Sadat. Fue precisamente en Bagdad el 31 de marzo de 1979, cinco días después del tratado de paz egipcio-israelí, donde la Liga Árabe, reunida con urgencia, resolvió castigar a Egipto con la suspensión de pertenencia y la ruptura de relaciones diplomáticas por los estados miembros.
Sólo unos días después de la asunción presidencial de Saddam se practicaron una serie de arrestos que afectaron a cinco miembros del CMR, inclusive su secretario general, Abdel Hussein Mashhadi, y a cientos de cuadros baazistas, oficiales del Ejército y responsables gubernamentales. Tras acusarles por sorpresa en un mitin del partido que se reveló como un juicio con sentencia dictada de antemano tan grotesco como sumarísimo, el 8 de agosto fueron pasadas por las armas una veintena de personalidades supuestamente involucradas en tratos conspirativos con Damasco, aunque su pecado no era otro que haberse opuesto a la defenestración de Bakr y al ascenso de Saddam. Y aún ese, ya que sólo Saddam, director de este brutal drama con que quiso inaugurar su despotado, conocía los motivos que sellaron la suerte de unos y dejaron con vida a otros.
Entre los ejecutados estuvieron Muhy Abdel Saddam, secretario del CMR, y el histórico ideólogo baazista Abdel Jaliq as-Samarraj, en prisión desde julio de 1973 con una cadena perpetua por estar involucrado en un intento de asesinar a Saddam y Bakr orquestado por el entonces jefe del Servicio de Seguridad General o Al Amn Al Amm, Nadhim Kazzar (aquel complot de julio de 1973 fue abortado y terminó con la muerte del ministro de Defensa Shihab, tomado como rehén por Kazzar, y las ejecuciones sumarias del propio Kazzar y de otros 30 oficiales de la Seguridad General y el partido). Antes de la asunción presidencial, el largo brazo de los servicios secretos a las órdenes de Saddam se divisó en el asesinato del ex primer ministro Najif en su exilio londinense el 9 de julio de 1978.
Con posterioridad a la asunción y a las purgas que la prologaron, otras personalidades cayeron víctimas de la inquina de Saddam. Abdel Karim ash-Shaijli, antiguo compañero de correrías baazistas, desde 1968 brillante ministro de Exteriores y miembro del CMR hasta septiembre de 1971, cuando fue degradado al puesto de embajador de Irak ante la ONU, fue impunemente asesinado en 1980 en plena calle de Bagdad, cuando ya estaba retirado del servicio diplomático; los ex miembros del CMR Riyadh Ibrahim y Shafiq Abdel Jabbar al-Kamali fueron fusilados en junio de 1982; y el militar Tahir Yahya, que sirviera como primer ministro dos veces en el régimen de los hermanos Aref, murió en 1986 en la cárcel.
Saddam orientó las relaciones exteriores hacia Occidente. En este sentido, la persecución masiva del Partido Comunista en 1979 dañó irremisiblemente las hasta entonces privilegiadas relaciones con Moscú. Ansioso de convertirse en el nuevo gendarme del golfo Pérsico tras el derrocamiento del sha en febrero de 1979 en la revolución liderada por el ayatollah Ruhollah Jomeini (exiliado en Najaf, ciudad santa del shiísmo, hasta que fue expulsado por orden de Saddam en 1978 a demanda del sha), el presidente irakí empezó por minar los acuerdos de Argel de 1975, que hasta entonces ambas partes habían respetado escrupulosamente; primero, reclamando las islas Tumb, que Irán se había atribuido en 1971 luego de desbaratar Saddam un intento de golpe de oficiales armados por Teherán, y a continuación, reanudando la ayuda a la comunidad árabe del Juzestán, en el oeste de Irán.
La amenaza de las autoridades de Teherán con exportar la revolución islámica a Irak y sus llamamientos a los millones de shiíes locales para que se rebelaran contra los gobernantes "impíos" de Bagdad (lo que de alguna manera ya estaba sucediendo desde 1977), brindaron a Saddam el pretexto para lanzar una guerra relámpago cuyo objeto sería, más que destruirla, derrotar a la República Islámica en el campo de batalla para luego arrancarle un tratado de paz favorable, con la ampliación de la exigua franja costera irakí en el Golfo como principal cesión.
En el verano de 1980, con los ecos de una limpieza religiosa que alcanzó a decenas de miles de ciudadanos shiíes, despojados de sus propiedades y deportados a Irán, y en el caso de sus dirigentes, ejecutados, Saddam consideró madura la situación por las grandes dificultades que hallaba para consolidarse el régimen revolucionario, el cual, desgarrado por disidencias de toda índole y con el Ejército diezmado por las purgas de los jomeinistas, parecía precisar sólo una presión adicional para desmoronarse. El 17 de septiembre el Gobierno de Bagdad declaró derogados los acuerdos de Argel al tiempo que acusaba a Teherán de "violaciones repetidas y flagrantes de la soberanía irakí". El 22 de septiembre el Ejército irakí invadió Irán por diversos puntos, desbordando una defensa desorganizada y avanzado con rapidez.
Los éxitos iniciales de las huestes de Saddam, empero, no pudieron culminarse por la dispersión de los objetivos a tomar y para enero de 1981 Irán pasó a la contraofensiva. La reacción persa, cuya inicial debilidad militar quedó compensada por la exaltación del martirio de sangre y el ardor fanático de los Guardianes de la Revolución, los Pasdarán, lanzados en masa contra las defensas irakíes en sucesivas ofensivas de infantería al estilo de la Primera Guerra Mundial, colocó al dictador irakí ante la perspectiva imprevista de una larga guerra de desgaste a lo largo de un estrecho frente de trincheras en las marismas del Chatt Al Arab, para la que sus tropas no estaban preparadas a menos que se las dotara del más moderno armamento y en enormes cantidades.
Entonces salió a relucir la impericia militar de Saddam como comandante en jefe, que había comenzado el conflicto sin tener una idea clara de cómo terminarlo, tendía a sobrevalorar sus fuerzas, era rígido en su táctica y un estratega aún peor, amén de entrometerse hasta en los más nimios detalles de las operaciones, desorientando a los militares de carrera. Confrontado con los reveses en el frente, Saddam podía mandar fusilar a oficiales que se habían replegado, una práctica que en nada ayudó a la moral de los hombres bajo su mando. Si en el bando iraní el acicate de la combatividad era la religión y el orgullo nacional de la patria agredida, en el irakí pesaba sobre todo el miedo a la represalia de Saddam.
El 27 de septiembre de 1981 los iraníes levantaron el cerco a su ciudad de Abadán y el 24 de mayo de 1982 recuperaron la cercana Jorramshahr, capturada por los irakíes al mes de comenzar la guerra. El general irakí responsable de las operaciones en el sector respondió del desastre ante el pelotón de ejecución, aunque no faltan fuentes que apuntan, como en otros sucesos similares anteriores y posteriores, a su eliminación personalmente por Saddam pistola en mano. Para junio de 1982 Irak había perdido la totalidad del suelo iraní invadido dos años atrás y el 14 de julio hubo de defender su propio territorio cuando el enemigo se lanzó en tromba tras la frontera para la conquista de Basora.
Para contener las oleadas de atacantes iraníes, Saddam aumentó los pedidos de armas a Occidente, empleó gases tóxicos en el frente (desde Teherán, Jomeini ordenó no responder con la misma arma), y para desasirse de una guerra ruinosa, multiplicó las ofertas de alto el fuego sobre la base del Acuerdo de Argel, sin otro deseo que hacer borrón y cuenta nueva de lo sucedido y regresar a las posiciones anteriores a la invasión de septiembre de 1980. También, estrechó los lazos con los regímenes árabes moderados, como Egipto, Jordania y las monarquías del Golfo, todos los cuales estaban interesados en la neutralización de la amenaza iraní. El 18 de marzo de 1985 viajaron a Bagdad para expresarle su apoyo el rey Hussein de Jordania y el presidente egipcio Hosni Mubarak, a pesar de que oficialmente, por mandato de la Liga Árabe, Bagdad y El Cairo no tenían relaciones diplomáticas; éstas se restablecieron en noviembre de 1987 luego de así autorizarlo la Liga Árabe en su cumbre de Ammán.
Con el objeto de contrarrestar el discurso de Teherán, que le trataba de apóstata, Saddam ensayó la retórica religiosa, de la que en la década siguiente iba a dar rienda suelta en su enfrentamiento con Estados Unidos, y del choque de civilizaciones, presentando la guerra como el último episodio del enfrentamiento multisecular entre los árabes sunníes y los persas shiíes. La reclamación de legitimidad religiosa por un dirigente absolutamente laico que hasta entonces no había dado muestras de piedad u observancia islámicas incluyó el proclamarse descendiente directo del Profeta Mahoma. En este regateo de la clientela espiritual con Teherán, Saddam no tuvo empacho en presentar un árbol genealógico "revisado", irrisoriamente burdo y ofensivo para los creyentes, en el que hacía remontar su estirpe hasta el califa Alí, yerno del Profeta y primer imán del shiísmo.
Para Europa Occidental y Estados Unidos, potencia que el 26 de febrero de 1982 le borró de su lista de países patrocinadores del terrorismo internacional, sólo tres años después de haberle incluido, y que el 26 de noviembre de 1984 restableció las relaciones diplomáticas interrumpidas en 1967, Irak era un valladar frente al expansionismo shií en particular e islámico en general, luego les interesaba invertir en la victoria de Saddam. En esta línea de apoyo y refuerzo de las opciones militares de Saddam se inscribió la visita el 19 de diciembre de 1983 de Donald Rumsfeld, ex secretario de Defensa de Estados Unidos y ahora enviado especial del presidente Ronald Reagan para Oriente Próximo, supuestamente para ofrecerle imágenes por satélite de las posiciones iraníes, helicópteros de combate, agentes para sintetizar gas sarín y hasta cultivos bacterianos para desarrollar bombas de ántrax y botulismo.
El caso fue que, hasta el final de la guerra, Saddam recibió de Estados Unidos todo este material, con especial énfasis en la información de inteligencia sobre las posiciones y capacidades militares iraníes. La contribución al arsenal bacteriológico irakí por la superpotencia americana habría incluido también una cepa del virus de la fiebre del Nilo occidental. Igualmente, países como el Reino Unido, Alemania, China y, sobre todo, Francia, se cuidaron de que los arsenales irakíes estuvieran bien pertrechados, tanto los convencionales como los de destrucción masiva. Como la URSS tampoco veía con buenos ojos al jomeinismo por un eventual contagio desestabilizador de sus repúblicas musulmanas, pese al desagrado que le habían causado los encarcelamientos y ejecuciones de comunistas en Irak, siguió suministrando armamento en secreto. Ello convirtió a Irak en un raro caso de múltiple clientelismo en la Guerra Fría.
Desde comienzos de 1983 la guerra entró en un punto muerto, de equilibrio entre el potencial humano iraní y la superioridad cualitativa irakí. Saddam intentó arrancar el armisticio mediante el bombardeo con aviación y misiles de la retaguardia iraní, tanto objetivos urbanos como los nudos de producción y de distribución de petróleo. También terminó por ordenar la movilización de todos los hombres en edad de luchar que no fueran imprescindibles para mantener en marcha la maquinaria de la sociedad y la economía irakíes. La escalada de la batalla económica, con sus fases de guerra de las ciudades y guerra de los petroleros, puso en serio peligro la navegación en el golfo Pérsico y alarmó a los gobiernos de las grandes potencias. Éstos enviaron una flota de buques de guerra para escoltar el comercio del crudo, y, de paso, ofrecer una cortina protectora para las represalias aéreas de Irak contra los petroleros, puertos y terminales iraníes, aunque también empezaron a apostar, a través de la ONU, por un alto el fuego satisfactorio para ambas partes.
En febrero de 1986 el Ejército iraní, en una gran ofensiva relámpago, Aurora VIII, atravesó el Chatt Al Arab, tomó el puerto de Al Fao, del que arrancaba el oleoducto submarino que conectaba con las terminales petroleras offshore de Jor Al Amaya y Mina Al Bakr, arrolló a los 10.000 soldados irakíes que lo defendían y avanzó en dirección a la frontera con Kuwait, mientras otra pinza amagaba contra Basora por el norte. Pero el Ejército de Saddam aguantó su más serio aprieto desde el comienzo de la guerra y en los meses siguientes evitó las caídas de la citada segunda ciudad del país y del puerto de Umm Qasr, a tiro de piedra de territorio kuwaití, que era la última salida al mar que le quedaba a Irak. Las desesperadas ofensivas Karbala de 1986 y 1987 se estrellaron una y otra vez contra las bien pertrechadas defensas irakíes, mientras que en el Golfo, Estados Unidos adoptó una posición de beligerancia activa contra Irán.
La balanza militar empezó a inclinarse del lado de Irak, que retomó la iniciativa en el Kurdistán y los frentes meridionales. El 18 de abril de 1988 los irakíes recuperaron en pocas horas Al Fao y en las semanas siguientes reconquistaron todos los territorios propios perdidos desde 1982. Poco antes, el 16 y el 17 de marzo, su aviación había atacado con gases mostaza, sarín, tabún y VX la población kurda de Halabja, en la provincia de Sulaymaniyah, que había sido conquistada en la víspera por los iraníes con el apoyo de guerrilleros kurdos, matando entre 3.000 y 5.000 civiles.
La masacre de Halabja, que no fue sino el episodio más publicitado de una vasta operación militar antikurda cuyo nombre clave era Anfal (en árabe, botín), desarrollada en ocho ofensivas aeroterrestres hasta septiembre de 1988, suscitó en círculos oficiales el primer debate serio sobre el uso que el dictador irakí estaba haciendo de las armas que se le suministraban, además de recordar la existencia de una guerra de exterminio, con visos de genocidio, en el Kurdistán. Pero no hubo exactamente un revuelto internacional. Los medios de comunicación insertaron el espantoso episodio en el reguero diario de informaciones que generaba la interminable guerra del Golfo, desdibujando su dimensión y significado.
Como había sucedido con las denuncias por la ONU del uso de armas químicas en los frentes iraníes en los años anteriores, los gobiernos occidentales, con el de Washington a la cabeza, prefirieron desdramatizar lo sucedido en Halabja y manejaron el asunto de una manera tal que parecía que lamentaran que no hubiesen sido los iraníes los autores de aquel horror. Estados Unidos dio otras muchas muestras de condescendencia con Saddam. Así, marcando un asombroso contraste con la actitud desplegada sólo tres años más tarde ante la invasión de Kuwait, Washington aceptó de buenas a primeras las disculpas irakíes por el bombardeo por error con un misil Exocet de la fragata USS Stark, el 17 de mayo de 1987, que mató a 28 marineros.
Confrontada con la evidencia de que Occidente no iba a permitir la derrota militar de Irak y agotada por el terrible coste humano de la contienda, el 18 de julio Irán transigió y aceptó la resolución 598 del Consejo de Seguridad de la ONU del 20 julio de 1987 que llamaba al alto el fuego pero no determinaba al agresor, el cual, objetivamente, no era otro sino Irak. El 26 de julio Bagdad anunció la retirada de los territorios ocupados en el Juzestán, el 8 de agosto las delegaciones negociadoras acordaron el cese de hostilidades y el 20 de agosto la guerra concluyó oficialmente, si bien las armas callaron al menos diez días antes.
4. Invasión de Kuwait y segunda guerra del Golfo
Irak salió de la guerra con un pírrico estatus de vencedor, si se considera la evolución de la contienda desde 1987, no así en su conjunto, pero el país estaba exangüe tras ocho años de lucha extremadamente letal que le había causado de 200.000 a 300.000 muertos entre militares y civiles (las bajas iraníes fueron, como mínimo, tres veces superiores) y enormes destrucciones en infraestructuras económicas clave. Por el contrario, las Fuerzas Armadas fueron rápidamente repuestas con nuevas remesas de armamento importado de los países proveedores.
Los costes de la reconstrucción, unos 230.000 millones de dólares, y el pago de la deuda adquirida con las monarquías del Golfo, otros 85.000 millones (de los que tres cuartas partes correspondían a la adquisición de armas), produjeron fuertes desequilibrios en las balanzas de pagos y comercial, para cuya corrección los ingresos del petróleo se mostraron insuficientes. El volumen de las exportaciones en 1989, 14.200 millones de dólares, no cubrió siquiera los costes combinados del servicio de la deuda y la importación de alimentos aquel año. A las dificultades económicas se añadió la perturbación social causada por la desmovilización de cientos de miles de combatientes.
Confiado de la tolerancia de Estados Unidos, un país siempre ligado a su trayectoria y no pocas veces en un sentido positivo para él (mucho se ha hablado sobre hipotéticos contactos con la CIA, ya en las primeras etapas de su carrera, en los primeros años sesenta), y del poderío militar de Irak, descrito entonces como entre los más temibles del mundo, al menos cuantitativamente, Saddam planeó un envite formidable y arriesgado: la invasión del Emirato de Kuwait.
El pequeño y opulento Estado regido por la dinastía absolutista de los Al Sabah había sido junto con Arabia Saudí el principal sustentador financiero de Irak durante la guerra con Irán, desarrollada ante sus mismas puertas. Pero Kuwait ahora estaba frustrando en el seno de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) las urgencias irakíes a las monarquías del Golfo para que pusieran fin a su política de producir por encima de los topes estipulados, razón del abaratamiento del barril en el mercado internacional, con el consiguiente quebranto para los ingresos de Irak. Desde la lógica de Saddam, la posesión de Kuwait no sólo terminaría con los apuros económicos de Irak, sino que a él le convertiría en el nuevo caudillo del mundo árabe, el nuevo Nasser, y en el árbitro del golfo Pérsico como poseedor de un colosal imperio petrolero.
En julio de 1990 el Gobierno irakí sumó a sus críticas por la producción excesiva de petróleo por Kuwait y su negativa a concederle una moratoria del servicio de la deuda de guerra la denuncia de bombeos ilegales desde 1980 en los pozos compartidos del campo de Rumaila, al oeste de Basora, por lo que exigía compensaciones millonarias. De ahí pasó a reivindicar la soberanía de las islas costeras de Warbah y Bubiyán para reforzar la salida irakí al mar, limitada a la península de Al Fao y el pedazo de costa anexo, y finalmente cuestionó la misma soberanía de Kuwait, que fuera un mero distrito administrativo de Basora bajo la dominación otomana y luego una provincia que los británicos separaron del reino de Irak en 1932 y a la que otorgaron la independencia por separado en 1961.
Saddam pensó probablemente que el mundo no iba a rasgarse las vestiduras ante una recomposición de fronteras por la fuerza, por una ocupación militar, como había sucedido con las aventuras imperialistas de Estados Unidos y la URSS en el Tercer Mundo, o con las presencias de Israel, Siria, Marruecos, China e Indonesia en Cisjordania, Líbano, Sáhara Occidental, Tíbet y Timor Oriental, respectivamente, todas ellas impuestas a la comunidad internacional como hechos consumados. Convencido de que Estados Unidos no intervendría en un asunto interno de los árabes y de que estos gobiernos, dependiendo de su orientación política, se limitarían a rezongar un poco, a resignarse temerosos e incluso a apoyarle, Saddam se lanzó a la acción. De hecho, la prensa norteamericana informó que en una entrevista fechada el 25 de julio, la embajadora en Bagdad, April Glaspie, le habría dado a entender a Saddam la neutralidad estadounidense en un conflicto ocasionado por el asunto del supuesto robo de petróleo por Kuwait.
Este extremo sugiere que el dictador irakí se sirvió de la ambigüedad de la embajadora para emprender su agresión contra el emirato, o que acaso no interpretó bien sus palabras. Tampoco han faltado elucubraciones sobre que Saddam pudo haber caído en una especie de maquiavélica trampa: ser medio invitado a invadir Kuwait para luego toparse con el muro bélico de Estados Unidos, que supuestamente habría prefabricado la crisis con el objeto de rentabilizar una serie de ventajas estratégicas y satisfacer determinados intereses económicos propios, por de pronto, llenar las arcas de sus multinacionales petroleras a fuer de la escalada del precio del barril de crudo.
Fuera lo que discurriera entre bambalinas y en la mente de Saddam, siempre calenturienta a tenor de su trayectoria, el hecho es que en las primeras horas del 2 de agosto de 1990, después de varios días de movimientos de tropas en la frontera, 120.000 soldados irakíes invadieron Kuwait sin encontrar mayor resistencia. La conmoción internacional originada reveló de inmediato que, como en 1980 con Irán, Saddam había errado garrafalmente el cálculo. Estados Unidos, alarmado por la drástica alteración estratégica en el Golfo y la indefensión de Arabia Saudí, puso en marcha una imponente maquinaria bélica, la Operación Escudo del Desierto (Desert Shield), que movilizó a más de medio millón de soldados de esa nacionalidad, y enroló a una vasta coalición de países para obligar a Irak a dar marcha atrás.
Invocando el derecho internacional violado, las potencias occidentales se movilizaron en el ámbito de la ONU y auspiciaron un rosario de resoluciones de condena y sanción contra Irak, la primera de las cuales, la 660, se aprobó el mismo día de la invasión con 14 votos a favor y una abstención (la de Yemen), mientras que la segunda, la 661, el día 6, le impuso un embargo económico total. Los gobiernos más involucrados espolearon también una campaña de demonización de Saddam. De la noche a la mañana, el dirigente irakí fue presentado a las estupefactas sociedades occidentales por los medios de comunicación públicos y también por la mayoría de los privados como un dictador brutal (oprobioso término que hasta el 2 de agosto rara vez se le había endilgado), el nuevo Hitler de Oriente Próximo y una amenaza intolerable para la seguridad internacional, pues controlando las grandes reservas mundiales de petróleo tenía la llave para desatar una crisis energética global.
Conforme pasaban las semanas se fue mostrando la magnitud del yerro de Saddam. La URSS de Mijaíl Gorbachov atravesaba una situación interna muy delicada y no estaba en condiciones de ejercer el tradicional contrapeso internacional de Estados Unidos. Moscú se limitó a proponer salidas negociadas de la crisis, pero implícitamente se situó en la coalición antiirakí. Peor aún, importantes estados árabes se sumaron, y no sólo diplomáticamente, al bando occidental: Egipto, país que hasta entonces había mantenido unas excelentes relaciones con Irak, Siria y Marruecos enviaron tropas a Arabia Saudí, 52.000 entre los tres, y naciones musulmanes no árabes como Pakistán y Bangladesh actuaron de igual manera. Todas las monarquías del Golfo, con la saudí a la cabeza, que aportó 67.000 soldados, corrieron en socorro de la casa real kuwaití. En total, Escudo del Desierto reclamó a 660.000 soldados de 34 países.
El resto de estados árabes ofrecieron distintos grados de circunspección, tibieza o solidaridad formal que apenas ocultaron su malestar por el caos regional y las posibles repercusiones internas que la agresión irakí había provocado. Sólo los gobiernos de Yemen, Sudán y Mauritania apoyaron abiertamente a Irak como nación hermana acosada por Occidente, pero se trataba de países con poca ascendencia en el concierto de naciones árabes. La Libia de Muammar al-Gaddafi, con la que las relaciones nunca habían sido cálidas (el 12 de septiembre de 1987 quedaron restablecidos los contactos diplomáticos tras siete años de ruptura por causa del apoyo de Trípoli a Teherán), prefirió escurrir el bulto con una ambigua postura antibelicista.
La Jordania del rey Hussein mantuvo una lealtad forzada por la dependencia económica. El aliado de Saddam más cercano geográficamente fue la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yasser Arafat, con quienes había tenido sus más y sus menos en el pasado (Bagdad había sido la retaguardia de los disidentes terroristas palestinos Abu Nidal y Wadi Haddad, que en los años setenta intentaron liquidar a Arafat y sus lugartenientes), pero éstos eran los que menos tenían que ofrecerle (y, por el contrario, mucho que perder, como luego se vio). La Liga Árabe, por mayoría, exigió repetidamente la evacuación de Kuwait y condenó la política agresiva de Bagdad. En la cumbre extraordinaria celebrada en El Cairo el 10 de agosto, 16 de los 20 miembros (aunque tres, Jordania, Mauritania y Sudán, pidieron que se tomara constancia de sus reservas) votaron a favor del envío de la fuerza militar panárabe a Arabia Saudí. En esa votación, se opusieron Libia y la OLP, y se abstuvieron Argelia y Yemen.
Ante tan apurada situación, Saddam no escatimó sus bazas. Haciendo gala de su inveterada falta de escrúpulos, apeló directamente a las masas árabes, que demostraron sus fuertes simpatías proirakíes en las calles, para que derrocaran a sus gobernantes "traidores" a la nación árabe. El discurso nacionalista se revistió del manto religioso -él, como ya se apuntó arriba, un no practicante, si no un agnóstico, que había hecho del laicismo un pilar de su régimen-, recuperado para la circunstancia del baúl de los disfraces ideológicos. El autócrata se autoconcedió los títulos de "El Creyente", "Servidor de Dios" y "Guía de todos los Musulmanes", empezó a comparecer vestido con el atuendo tradicional de beduino y convocó a la guerra santa contra el "infiel", entre otros recursos de populismo islámico.
Saddam manipuló a las opiniones públicas occidentales, donde había importantes sentimientos de rechazo a una "guerra por el petróleo", con el argumento de la injusticia histórica cometida con Irak en la descolonización, que negaría el derecho de existir al Estado kuwaití, y con la amenaza de una hecatombe ecológica y de ingentes bajas entre los soldados de la coalición por causa de las armas químicas. Chantajeó a los gobiernos de los mismos países con la ocupación de sus embajadas y la anulación de los visados a sus residentes en Irak, retenidos como moneda de cambio y escudos humanos frente a eventuales ataques aéreos.
Cuando en los países afectados surgieron iniciativas privadas de intercesión y liberación de los nacionales retenidos (en la mayor parte de los casos estas embajadas las encabezaron ex presidentes y primeros ministros), Saddam no desaprovechó la oportunidad de presentarse como un dirigente razonable y magnánimo, tal que a partir del 6 de diciembre todos los rehenes fueron autorizados a marchar. Asimismo, el dictador intentó romper el bloqueo de la ONU ofreciendo petróleo gratuito a países en vías de desarrollo si acudían a recogerlo personalmente en los puertos de Irak y Kuwait. Finalmente, Saddam trató de mezclar el problema palestino con la solución de la crisis kuwaití, algo que a él no le reportó ninguna ventaja pero sí grandes perjuicios a los palestinos. El 12 de agosto planteó una iniciativa de paz que fue rechazada según la cual Irak se retiraría de Kuwait si Israel hacía lo propio de los territorios árabes ocupados de Gaza, Cisjordania, el Golán y sur de Líbano.
Todo ello, por lo que se refiere a la guerra psicológica. En cuanto a las operaciones sobre el terreno, Saddam procedió a la asimilación contrarreloj de Kuwait, declarando su anexión como la decimonovena provincia irakí (8 de agosto), designando unas autoridades de ocupación y renombrando los toponímicos para suprimir toda referencia a la monarquía derribada. Al mismo tiempo, se apuntó un tanto con la aceptación por Irán (14 de agosto) de un futuro acuerdo de paz que daba satisfacción a buena parte de las exigencias de Teherán. Además de reconocer el Acuerdo de Argel y de devolver 1.500 km² de territorio iraní aún ocupado (cosa que cumplió inmediatamente), Saddam propuso el intercambio de prisioneros, los 70.000 irakíes por los 30.000 iraníes.
Estas concesiones equivalían a correr un velo sobre reivindicaciones históricas de Irak y a convertir en completamente estériles los ocho años de guerra, pero de lo que se trataba para Saddam era resguardar su retaguardia de un beligerante potencial. El 9 de septiembre visitó Teherán Tarik Aziz, viceprimer ministro, ministro de Asuntos Exteriores y destacado miembro del CMR (miembro de la minúscula Iglesia Cristiana Caldea y jerarca cultivado, Aziz estaba considerado el rostro afable del régimen y fungía como interlocutor habitual de Occidente), el 14 de octubre se anunció la normalización de relaciones diplomáticas y el 14 de noviembre Bagdad acogió al responsable de la diplomacia iraní, Ali Akbar Velayati.
Como se apuntó arriba, los medios de comunicación se explayaron en ponderar lo imponente del arsenal convencional irakí. Los stocks acumulados tras la guerra con Irán conformaban una panoplia heteróclita y ya anticuada en el caso de varias categorías de armas, pero, con todo, asombrosa en términos numéricos. Ahora bien, se desconocía cuántas de estas unidades eran operativas, por falta de mantenimiento o de tripulantes y servidores con la instrucción necesaria. Según estudios armamentísticos occidentales, en 1990 las Fuerzas Armadas irakíes poseían 5.600 tanques (soviéticos, británicos y chinos), 6.500 vehículos blindados de toda clase (soviéticos, brasileños, checoslovacos, franceses, españoles y chinos), 5.500 cañones remolcados o autopropulsados y baterías de artillería antiaérea (soviéticos, estadounidenses, franceses, australianos, checoslovacos y yugoslavos), más de un millar de lanzadores de cohetes múltiples (soviéticos, brasileños y egipcios), cerca de 20.000 misiles anticarro (franceses y soviéticos), 700 aviones (soviéticos y franceses) y 450 helicópteros (soviéticos, estadounidenses y franceses).
Intentar evaluar las unidades para la guerra química y bacteriológica era una tarea de lo más procelosa. Del arsenal de misiles con carga explosiva convencional se tenía un conocimiento un poco menos incierto: varios miles de unidades para la guerra aérea y aeronaval, de fabricación francesa, soviética y estadounidense, y algunos centenares de vectores tierra-tierra de corto y medio alcance, tanto de fabricación propia como soviética, la mayoría de la serie Scud, ingenios balísticos que eran susceptibles de acomodar cargas químicas. Cuando Irak se convirtió en el villano internacional por la invasión de Kuwait, más de 200 compañías privadas de una veintena de países estaban involucradas en el abastecimiento de tecnologías de armas no convencionales al régimen de Saddam: a la cabeza, Alemania, con nada menos que 86 contratistas, seguida por el Reino Unido y Estados Unidos con 18 cada uno (las firmas norteamericanas habían proporcionado precursores químicos y computadores para misiles), Austria con 17, Francia con 16, Italia con 12 y la pacífica Suiza con 11.
En cuanto a las fuerzas humanas irakíes, se calculaban en 950.000 los soldados encuadrados en siete cuerpos de Ejército de Tierra, que incluían a siete divisiones blindadas o mecanizadas y 40 divisiones de infantería. La Guardia Republicana, tropa de élite separada del Ejército regular, constaba de tres divisiones blindadas o mecanizadas, cuatro divisiones de infantería y una de fuerzas especiales. 45.000 uniformados servían en las Fuerzas Aéreas y 5.000 pertenecían a la irrelevante Armada.
Pese a las inquietantes bravatas de Saddam sobre una "madre de todas las batallas" (umm al-ma'arik) y una jihad contra los "profanadores" de las ciudades santas del Islam en Arabia Saudí, la coalición de Estados Unidos puso a punto su aparato bélico y además encontró el camino despejado con la resolución 678 aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU el 29 de noviembre, que concedía una "última oportunidad" a Irak y autorizaba a los estados miembros el recurso a "todos los medios necesarios" para restaurar el statu quo legal en Kuwait.
En la medianoche, en horario de Washington, del martes 15 al miércoles 16 de enero de 1991 venció el ultimátum explicitado en la resolución 678. La guerra no se hizo esperar: a las 18,38 horas del 16 en horario de Washington, las 2,38 horas del jueves 17 en horario de Bagdad, la aviación aliada comenzó la Operación Tormenta del Desierto (Desert Storm), el bombardeo sistemático y sostenido de objetivos del poder militar y político irakí en Kuwait y a lo largo y ancho del propio Irak.
Carente de estrategia militar, Saddam decidió no combatir a sus enemigos con las mismas armas (así, puso su aviación, en la que no debía confiar gran cosa, a buen recaudo en aeródromos iraníes o en hangares bajo tierra), insistió en su táctica favorita de confundir y dividir al adversario, y provocó a Israel y Arabia Saudí lanzándoles misiles Scud, no todos los cuales pudieron ser interceptados por los contramisiles Patriot estadounidenses, con la intención de incendiar todo Oriente Próximo. Ilustrado por los aliados con triunfales partes de material bélico irakí destruido, el asalto aéreo contra la maquinaria de Saddam se mostró, empero, ineficaz en los propósitos políticos de lograr la evacuación de Kuwait.
Cada vez más impaciente, el 22 de febrero Estados Unidos respondió al segundo plan soviético de paz ultimando a Bagdad a que comenzase la retirada del emirato a partir de las ocho de la tarde, en horario de Bagdad, del sábado 23, y que la completase para el 1 de marzo. Saddam, atrapado en el dilema de retirarse de Kuwait incondicionalmente, sin poder salvar la cara ante su pueblo y el mundo árabe, o encajar una derrota total y quien sabía si mortal, no movió pieza, de manera que a las 4 de la madrugada del domingo 24 en Bagdad, las 8 de la tarde del 23 en Washington, la coalición emprendió la por doquier temida ofensiva terrestre.
Las tropas aliadas, esencialmente estadounidenses (350.000), británicas (36.000) y francesas (14.000), apenas encontraron resistencia, y sólo se reportó un enfrentamiento de entidad con los blindados de la Guardia Republicana. En sólo tres días, con bajas por su parte prácticamente inexistentes, los atacantes completaron la liberación de Kuwait, en cuya defensa Saddam había desplegado 600.000 soldados, tomando miles de prisioneros en su avance. Al tercer día, el martes 26, el Ejército irakí, siguiendo la orden impartida en la víspera por Saddam de una evacuación "organizada" del emirato, comenzó a retirarse, pero en desbandada. El caótico repliegue derivó en tragedia, pues, privadas de protección aérea, las columnas de miles de vehículos militares y civiles, rebosantes de soldados malamente pertrechados y de bienes fruto del pillaje generalizado en el emirato, fueron bombardeadas por la aviación aliada en la saturada autopista que subía a Basora prácticamente a capricho y sin necesidad, ya que se trataba de un ejército derrotado. Al mismo tiempo, paracaidistas de la CI División Aerotransportada de Estados Unidos alcanzaban el Éufrates a la altura de Nasiriyah.
El miércoles 27 fue el día del final: Bagdad anunció su aceptación incondicional de la docena de resoluciones de la ONU en su contra, las avanzadillas aliadas, con unidades del Ejército del emir derrocado, Jabir Al Ahmad Al Sabah, a la cabeza, entraron en la capital, donde miles de civiles kuwaitíes salieron a recibirles con júbilo, y horas más tarde el presidente George Bush anunció que Kuwait había sido liberado y ordenó el cese de las hostilidades con efecto en la madrugada del jueves 28, en horario de Washington, las ocho de la mañana en el teatro de operaciones. La guerra había durado 43 días.
5. Rebeliones internas y el castigo de los vencedores
La derrota de Saddam en Kuwait había sido catastrófica en el plano militar: murieron entre 30.000 y 50.000 uniformados, por citar un baremo equilibrado entre los balances más mortíferos y los más mesurados. A ellos debían sumarse otro tanto o más de civiles, también en número muy impreciso. Se han calculado en más de 10.000 las víctimas inmediatas de los bombardeos aéreos sobre las ciudades, pero a esta cifra hay que añadirle todas las defunciones a posteriori, por heridas, infecciones y desatención médica, que sin lugar a dudas fueron mucho más numerosas. Sin llegar a conocerse nunca la mortandad exacta de esta guerra del lado irakí, es seguro que el total de muertos provocados por los ataques de la coalición, entre combatientes y no combatientes, excedió los 100.000. En este punto, el contraste con las bajas infligidas al enemigo no podía ser más sangrante: Estados Unidos perdió a 315 soldados, de los cuales sólo 148 fueron caídos en combate, debiéndose los demás fallecimientos a accidentes, al denominado fuego amigo o a causas naturales.
Pero, ahora, para Saddam lo que estaba en juego era su misma permanencia en el poder. En efecto, las tropas aliadas parecían no conformarse con liberar el emirato y amagaban, aprovechando la desintegración del Ejército irakí, con tomar Basora y llegar hasta la misma Bagdad, según sugería la presencia estadounidense en el curso medio-bajo del Éufrates. Estas avanzadillas llegaron a una distancia de 250 km de Bagdad, y en ese tramo no se les interponía ninguna defensa, según declaró después el comandante en jefe del cuerpo expedicionario, general Norman Schwarzkopf.
Sin embargo, Bush, por consideraciones de geopolítica, no quiso darle el golpe de gracia a Saddam, además de que las resoluciones de la ONU nada decían de derrocar gobiernos internacionalmente reconocidos. Hoy hay bastante unanimidad en la suposición de que Estados Unidos temía más un vacío de poder en Irak que la continuidad de Saddam en el mismo, pues el derrumbe del Gobierno central podría haber alentado la autodeterminación de los kurdos sunníes del norte y de los árabes shiíes del centro y el sur, que suponen respectivamente (las cifras son aproximativas) el 18% y el 60% de la población irakí, fraccionando el país en perjuicio de los intereses estratégicos occidentales. Convenía, pues, que Saddam, si bien convenientemente debilitado y controlado, siguiera al mando en Bagdad.
En la primera de una serie de contradicciones y vacilaciones en la etapa posbélica, Washington alentó la rebelión kurda y shií para luego asistir impávido a su destrucción por Saddam. El 3 de marzo, el mismo día en que el Ejército irakí firmó la rendición incondicional en un puesto de mando en Safwán, estallaron revueltas en el sur, donde los shiíes militantes y el pueblo llano, ayudados por unidades rebeldes del Ejército, se hicieron con el control de Basora, Nasiriyah, Amarah, Hillah y las ciudades santas de su fe, Karbala y Najaf. Era la hora del desquite feroz por tantos años de represión política y religiosa, y de marginación socioeconómica. Las turbas shiíes, con ciega rabia, se dedicaron a linchar a cuantos baazistas y funcionarios del Gobierno caían en sus manos, y a arrasar oficinas del partido y edificios públicos. El día 6 la guerra civil se extendió al Kurdistán, donde las guerrillas de la Unión Patriótica (PUK) de Jalal Talabani y el Partido Democrático (KDP) de Massud al-Barzani capturaron las ciudades de Arbil, Dahuk, Sulaymaniyah, Zajo y Kirkuk, y entablaron combate por la gran urbe de Mosul.
Ante la inacción de los aliados, Saddam se apresuró a poner coto a dos rebeliones que amenazaban con cogerle en una pinza en Bagdad. Para el 31 de marzo la revuelta de los shiíes quedaba aplastada, con un balance de decenas de miles de muertos, la mayoría ejecutados sumariamente, y de devastaciones en las ciudades reconquistadas. Entonces, el sátrapa se volvió contra el norte: tras recuperar casi todas las ciudades kurdas en los últimos días de marzo, el 1 de abril el Ejército lanzó una contraofensiva general que se saldó con la captura de Sulaymaniyah y el hundimiento de los peshmerga del KDP y la PUK. En penosas condiciones, más de dos millones de civiles se lanzaron a un éxodo masivo para ponerse a salvo en Turquía, Irán y Siria.
El drama de los kurdos conmovió a la opinión pública occidental, que forzó a sus gobiernos a intervenir. Con manifiesta reluctancia, el 17 de abril Estados Unidos movilizó a 10.000 soldados en la operación humanitaria Proveer el Consuelo (Provide Comfort), autorizada implícitamente por la resolución 688 de la ONU del 5 de abril, la cual condenó la represión de los kurdos y apeló a la asistencia humanitaria internacional. El operativo de protección militar estadounidense quedó reforzado con la incorporación de contingentes menores del Reino Unido, Francia, Holanda, Italia, España y Canadá.
Aunque bramó contra la "injerencia" en sus asuntos internos, el Gobierno de Saddam ordenó a sus tropas que abandonasen la zona de seguridad establecida por los aliados, que desde el 19 de mayo hasta el 15 de julio fueron retirando los 4.500 soldados de protección a sus bases en Turquía para dar paso al personal de la ONU. Sintiéndose seguros, Barzani y Talabani retornaron a sus feudos: el primero estableció su gobierno en el noroeste de la región, con capital en Arbil, y el segundo hizo lo propio en la provincia de Sulaymaniyah, más al sudeste. Saddam había perdido el extremo norte del país, en lo sucesivo autónomo de hecho bajo una suerte de protectorado internacional, pero no descuidó explotar la rivalidad entre el KDP y la PUK para impedir la consolidación de un poder político y militar kurdo susceptible de revolverse otra vez contra él.
Desde su sorprendente acuerdo de cese de hostilidades con Talabani el 24 de abril de 1991 hasta su fugaz pero masiva intervención militar del 31 de agosto de 1996 en ayuda de Barzani, que vio cómo 30.000 soldados irakíes de élite le entregaban Arbil -perdida frente a la PUK en diciembre de 1994- en bandeja y, sin detenerse, perseguían a Talabani y sus hombres hasta obligarles a cruzar la frontera iraní, Saddam aplicó éxito con las turbulentas facciones kurdas la táctica del divide y vencerás. Cambiando de peón cuando lo juzgó oportuno, después de 1991 el autócrata bagdadí obtuvo un inestimable provecho de las luchas fratricidas de los kurdos, incapaces de establecer un gobierno nacional de coalición, cuanto menos de plantear, como punta de lanza de una hipotética coalición general de fuerzas opositoras, una amenaza seria al régimen baazista.
Pero, además, los sucesos de marzo y abril de 1991 demostraron que, pese a los ingentes daños recibidos, el Ejército irakí conservaba una más que notable capacidad operativa. En 1992 se estimó en 400.000 los efectivos de las Fuerzas Armadas, con varios cientos de tanques y aviones en servicio. No en vano, tras la guerra se supo que muchos de los supuestos carros de combate, piezas de artillería y rampas de misiles tierra-tierra destruidos por los misiles inteligentes de Estados Unidos no eran sino ingeniosas reproducciones de plástico, entre otras estratagemas de engaño y disimulo.
Mientras Saddam destruía a sus oposiciones internas, se sometía a regañadientes al alto el fuego bajo condiciones fijado en la resolución 686 del 2 de marzo del Consejo de Seguridad de la ONU, y a las prolijas y duras condiciones de paz estipuladas por la resolución 687 del 3 de abril.
Las exigencias al perdedor eran las siguientes: la eliminación de todas las armas de destrucción masiva que pudiera tener, así como el desmantelamiento de los programas, instalaciones y componentes relacionados; el sometimiento a los tratados internacionales sobre prohibiciones que afectaban a estas armas (paradójicamente, Irak era signataria del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares -TNP- de 1968 y de la Convención de prohibición total de Armas Bacteriológicas -BWC- de 1972); la eliminación, igualmente bajo supervisión de la ONU, de todos los misiles balísticos con un alcance superior a los 150 km; la prohibición de adquirir, por tiempo indefinido, armas convencionales; y, el pago de reparaciones a Kuwait por los daños cometidos durante la ocupación, así como la asunción de responsabilidades por los perjuicios a la ecología del golfo Pérsico. Hasta que estos puntos no fueran satisfechos, l