Nuri al-Maliki

El proceso de democratización iniciado en Irak tras la invasión y ocupación por el Ejército de Estados Unidos en 2003 llegó a su término el 20 de mayo de 2006 con la formación del Gobierno de unión nacional presidido por Nuri al-Maliki. Shií laico, pero confesional, del Partido Islámico Dawa, Maliki es un antiguo exiliado y opositor a la dictadura de Saddam Hussein que pretende conseguir éxitos allí donde sus predecesores en los períodos interino y transitorio, los también shiíes Iyad Allawi e ibrahim al-Jaafari, fracasaron estrepitosamente: desmovilizar a los insurgentes de base sunní, acorralar a los terroristas jihadistas y atajar los ataques sectarios entre shiíes y sunníes, cuya dramática escalada a partir del atentado del 22 de febrero en Samarra ha puesto al país con un pie en una guerra civil de naturaleza religiosa.

(Nota de edición: esta versión de la biografía fue publicada originalmente en 5/2006. El ejercicio de Nuri al-Maliki como primer ministro de Irak concluyó el 8/9/2014. Su sucesor en la jefatura del Gobierno fue Haider al-Abadi. Posteriormente, Maliki sirvió como presidente de la República en los períodos 2014-2015 y 2016-2018).

1. Opositor a Saddam Hussein y exiliado shií del partido islámico Dawa
2. Actuante en el proceso político de transición bajo la batuta de Estados Unidos
3. Primer ministro del Gobierno nacional con la misión de impedir una guerra civil


1. Opositor a Saddam Hussein y exiliado shií del partido islámico Dawa

Miembro de la comunidad musulmana shií, mayoritaria en el conjunto de Irak y más todavía en su provincia natal de Karbala, cursó el bachillerato en el Usul ad-Din College de Bagdad y luego una licenciatura en Literatura Árabe y Estudios Coránicos en la Universidad Salah ad-Din de Erbil. A sus días de universitario, en 1968, se remonta su militancia en el partido confesional shií Ad Da’wa, palabra que en árabe significa llamada.

También llamado Hizb Ad Da’wa Al Islamiyah o Partido Islámico Dawa (DIP, en su sigla en inglés), el Dawa apareció a finales de los años cincuenta por iniciativa de un grupo de notables shiíes, clérigos y laicos, de las ciudades santas de Najaf y Karbala que querían vigorizar la cultura y la sociedad islámicas, no tardando en oponer resistencia a las políticas reformistas seculares y socialistas puestas en marcha por las sucesivas dictaduras republicanas de militares nacionalistas, nasseristas y el partido Baaz. Más allá de las acciones puramente reactivas contra un orden establecido que les parecía contrario a la fe, el Dawa elaboró un programa a largo plazo en el que la revolución islámica y el Estado religioso regido por la sharía aparecían como metas irrenunciables.

El joven Maliki, portando el nom de guerre de Abu Isra, desarrolló su activismo en oposición al régimen baazista de Saddam Hussein, un sunní de origen tribal que reprimía crudamente las manifestaciones políticas y religiosas del shiísmo militante. La persecución del poder de Bagdad se hizo más sañuda desde que en 1977 el Dawa, bajo el liderazgo de los ulema y hermanos Sayyid Mahdi y Sayyid Muhammad Baqr al-Hakim, se lanzara a la lucha armada e intentara derrocar la dictadura baazista por todos los medios subversivos, y desde que en 1979 los Hakim exhortaran a los irakíes a apoyar la triunfante revolución jomeinista en el vecino Irán, donde el nuevo régimen clerical shií se aprestó a auxiliar a sus hermanos de fe árabes.

Maliki fue uno de los miles de militantes del Dawa que en 1980, el año en que el Ejército irakí invadió Irán, cruzó la frontera del país persa para escapar de la verdadera campaña de exterminio desatada por Saddam, dejando atrás una condena a muerte in absentia, que era la pena dictada automáticamente contra todo miembro del Dawa. Tras una corta estancia en Irán se instaló definitivamente en Siria. Acogido a la hospitalidad del régimen de Hafez al-Assad, que dirigía un Baaz sirio enemigo del Baaz irakí y que a su vez estaba aliado a Irán, el exiliado, haciéndose llamar Jawad al-Maliki, continuó trabajando para el Dawa, como editor del órgano propagandístico Al Mawqif y, aunque este extremo no está del todo claro, como oficial responsable de algunas de las operaciones de tipo partisano efectuadas por la sección del partido que operaba dentro de Irak en la más estricta clandestinidad, acciones que fracasaron siempre en el intento de decapitar la dictadura baazista y que acarreaban invariablemente sangrientas represalias contra los paisanos shiíes.

Con el tiempo Maliki entró a formar parte de los órganos dirigentes de un partido que sufrió muchos conflictos y fracturas sobre cuestiones de estrategia y de doctrina político-religiosas. Las mayores discrepancias vinieron a propósito de la conveniencia o no de adoptar en Irak el modelo de gobierno islámico instaurado por Jomeini en Irán. Los partidarios de una república de corte teocrático y regida por una élite clerical, con Muhammad Baqr al-Hakim a la cabeza, se escindieron en 1982 para fundar el Congreso Supremo para la Revolución Islámica en Irak (SCIRI). Maliki se mantuvo en el sector oficialista, pero minoritario a raíz de aquel cisma y de posteriores defecciones, que veía con buenos ojos la instalación de un gobierno islámico compuesto mayormente de laicos y tecnócratas, y apoyado en una majlis ash-shura o asamblea consultiva de elección popular. Esta fórmula era menos sectaria que la anterior, ya que tenía más en cuenta la pluralidad religiosa y étnica de Irak, amén de presentar algún indicio de democracia.

Hombre casado y con cuatro hijos, Maliki fue haciéndose con las riendas de la sección en Damasco de un partido carente de unidad doctrinal y orgánica, cuyos cuadros estaban dispersos por Oriente Próximo y Europa. En marzo de 1991, coincidiendo con el aplastamiento por Saddam de la rebelión shií en las provincias del sur a rebufo de la derrota de su ejército en Kuwait frente a la coalición internacional, el exiliado emergió a la luz en Beirut como el presidente de la primera conferencia general de las principales fuerzas de la resistencia –shiíes del Dawa, el SCIRI y no religiosos, kurdos, comunistas y ex baazistas sunníes-, que se agruparon como Comité de Acción Conjunto y que llamaron a terminar con la dictadura baazista y a construir un nuevo Irak.

Sin embargo, el antagonismo de los diversos programas políticos allí confrontados (sin ir más lejos, el modelo de Estado centralizado e islamizado que preconizaba el Dawa apenas tenía puntos en común con el sistema estrictamente federal y secularizado preferido por los partidos kurdos, y eso siempre que renunciaran a la independencia del Kurdistán) y los mutuos recelos entre los líderes opositores aguaron el propósito de la unidad. En aquellas dramáticas jornadas, en que las tropas gubernamentales mataron a decenas de miles de shiíes en Karbala, Najaf, Nasiriyah y Basora, Maliki elevó la voz para denunciar a los medios internacionales la impune masacre perpetrada por Saddam. En las relaciones internas del partido, Maliki estableció un estrecho vínculo con el más notorio de los dirigentes de la sección del Dawa basada en Londres, Ibrahim al-Jaafari, un médico muy conservador en cuestiones de fe y de sistema político, aunque, como Maliki, de condición seglar. Al cabo de una década, Jaafari y Maliki estaban identificados como los virtuales números uno y dos del Dawa.

Aunque eran los primeros en desear la caída de la dictadura, Maliki, Jaafari y otros responsables del partido, haciendo gala de un nacionalismo religioso que miraba con desconfianza innata cualquier injerencia de las potencias occidentales en la región, no quisieron saber nada de reverdecer la alianza de todas las fuerzas de la resistencia irakí si ésta se subordinaba a la estrategia y el mando del Gobierno de Estados Unidos, que por su parte también recelaba de los patrocinios sirio e iraní del Dawa. Esta actitud aislacionista del Dawa le descalificó para recibir ayuda económica de Washington, aunque el partido tampoco la pretendía. También, en diciembre de 2002, cuando resultaba evidente que la administración republicana de George W. Bush tenía decidida la invasión de Irak y el derrocamiento de Saddam con una panoplia de justificaciones controvertidas –principalmente, la atribuida posesión de armas de destrucción masiva prohibidas por la ONU-, el Dawa se automarginó de la Conferencia de Londres, a la que asistieron una veintena larga de partidos y grupos de la oposición, y de la que salió un Comité cuyos integrantes presentaron como el primer paso hacia la constitución de un gobierno irakí provisional.


2. Actuante en el proceso político de transición bajo la batuta de Estados Unidos

La reluctancia de Maliki y sus compañeros a sumarse a este proceso político se prolongó hasta después de la conquista por el Ejército estadounidense de Bagdad y la desintegración del régimen de Saddam en abril de 2003. Pero luego, cuando comprobaron que Estados Unidos pretendía apoyarse en la mayoría shií para contrarrestar la tradicional supremacía política de los sunníes y borrar cualquier residuo del poder baazista antes de poner en marcha un gobierno nacional teóricamente soberano, cambiaron de actitud y se avinieron a colaborar con el ocupante occidental.

Tras finalizar un exilio que había durado 23 años Maliki se puso al servicio de la Autoridad Provisional de la Coalición (CPA), el órgano rector de la administración civil de la ocupación que dirigía con plenos poderes el embajador especial de la Casa Blanca, Paul Bremer. El dirigente shií fue seleccionado para el puesto de subdirector de la Comisión Nacional Suprema de Desbaazificación, órgano de once miembros creado por decreto de Bremer en septiembre de 2003 con el mandato de “desbaazificar" la sociedad irakí y que en noviembre siguiente fue puesto bajo la jurisdicción del Consejo de Gobierno de Irak, especie de protogobierno no soberano instalado por la CPA en el mes de julio. En esta comisión, Maliki estuvo supeditado al presidente de la misma, el shií no confesional Ahmad al-Chalabi, jefe del partido Congreso Nacional Irakí (INC), también una de las figuras descollantes del Consejo de Gobierno.

Mientras Jaafari y Ezzedin Salim, el responsable del partido en Basora, representaban al Dawa en el Consejo de Gobierno y tomaban asiento en su presidencia colectiva de once miembros, Maliki desarrollaba labores encaminadas a “desbaazificar" los órganos de seguridad y la función pública de un Estado por reconstruir. Las purgas, traducidas en despidos y confiscaciones de bienes, crearon más problemas de los que pretendían corregir, ya que empujaron a la oposición y a la lucha armada a miles de antiguos asalariados del régimen saddamista que no habían sido necesariamente verdugos y que de otra manera habrían podido ser reclutados para el nuevo orden político.

Maliki, Jaafari y Salim se convirtieron en objetivo criminal de una insurgencia nebulosa y heterogénea, pero cada vez más presente y agresiva, en la que acechaban antiguos baazistas, nacionalistas sunníes y fundamentalistas islámicos autóctonos o venidos de fuera, la cual emprendió una campaña de mortíferos ataques contra las tropas ocupantes y los irakíes tachados de “traidores" y “colaboracionistas". Salim fue una de las muchas personalidades alcanzadas por estas acciones terroristas: cayó asesinado en mayo de 2004, justo cuando fungía de presidente mensual de turno del Consejo de Gobierno, en plena ola de violencia subversiva de matriz sunní y coincidiendo también con la primera rebelión armada del clérigo shií Muqtada as-Sadr contra las fuerzas internacionales de ocupación en Najaf y Karbala.

En agosto de 2004, después de haberse disuelto el Consejo de Gobierno y la CPA y de haberles tomado el relevo (28 de junio) el Gobierno Interino de Irak, primer ejecutivo nacional formalmente soberano, compuesto por un Consejo de Ministros presidido por el shií no religioso Iyad Allawi y un esquema tripartito que luego sería conocido como Consejo Presidencial en el que Jaafari entró como vicepresidente, el perfil político de Maliki, hasta la fecha de escaso relieve, ganó alguna prestancia por doble motivo. Por un lado, realizó labores de mediación entre el bloque de partidos shiíes integrados en el proceso político y el partido radical de Muqtada as-Sadr, cuyo brazo armado, el Ejército de Al Mahdi, libró ese mes en Najaf una segunda y sangrienta rebelión contra el Ejército estadounidense y los débiles efectivos del (nuevo) Ejército nacional irakí, aún embrionario.

Por otro lado, el 18 de agosto, al tiempo que mediaba para intentar desactivar la crisis de Najaf, Maliki fue designado por la Conferencia Nacional celebrada en Bagdad uno de los 100 miembros, y de paso vicepresidente, del Consejo Nacional Interino, una asamblea sin capacidad legislativa, sólo consultiva y fiscalizadora de las decisiones del Gobierno Interino, cuya legalidad se fundaba en la previsión del Anexo de la Ley de Administración del Estado de Irak para el Período de Transición, suerte de Constitución interina promulgada el 8 marzo anterior, y en el pacto político alcanzado por el Consejo de Gobierno, la CPA y el enviado especial del secretario general de la ONU, el cual había sido validado por el Consejo de Seguridad de la ONU en su resolución del 8 de junio.

Más que en el período interino, Maliki jugo un papel destacado en la fase posterior, el período denominado propiamente de transición, que inauguraron las elecciones del 30 de enero de 2005 a la Asamblea Nacional de transición con funciones de asamblea constituyente, comicios que estuvieron a punto de postergarse debido a la terrible ola de violencia que asolaba el país y que fueron boicoteados por la mayoría de las formaciones sunníes. Maliki fue uno de los 140 candidatos de la Alianza Irakí Unida (UIA), lista pretendidamente no sectaria aunque de componente abrumadoramente shií formada por el Dawa, el SCIRI de Abdel Aziz al-Hakim –hermano menor del ayatollah Muhammad Baqr al-Hakim, el antiguo jefe del Dawa, quien había sido asesinado en Najaf en agosto de 2003-, el INC de Chalabi, la Organización Badr y la facción independiente de Hussein ash-Shahristani, que obtuvieron el escaño en una Asamblea de 275 miembros.

Con el 48,2% de los votos, la UIA, que contaba con los parabienes del gran ayatollah Sayyid Alí al-Husseini as-Sistani, actualmente la máxima autoridad espiritual del shiísmo irakí y personaje clave en la convulsa transición política, obtuvo la mayoría absoluta que le aseguraba la supremacía demográfica del electorado shií. Tras constituirse la Asamblea en marzo, Maliki tomó a su cargo el Comité parlamentario de Seguridad y Defensa, y se integró también en el Comité responsable de elaborar la Constitución permanente, que para entrar en vigor tendría que ser sancionada en referéndum a mediados de octubre. Fuera del hemiciclo, ejerció de interlocutor de la UIA en los continuos cabildeos políticos, donde se desenvolvió como un negociador duro, y de portavoz del primer ministro del Gobierno Transitorio de Irak, inaugurado el 3 de mayo tras prolongados regateos partidistas, quien no era sino Jaafari.

A trancas y barrancas, y mientras la seguridad más elemental era hecha añicos todos los días a lo largo y ancho del país, empezando por Bagdad, por una violencia terrorista y partisana que parecía no conocer límites de magnitud y crueldad, que tenía enfangados a los 133.000 militares de Estados Unidos –por su parte, involucrados en un escandaloso rosario de abusos, torturas, asesinatos y bombardeos indiscriminados- y que diezmaba a las fuerzas del Gobierno, el proceso de la transición política entró en su recta final el 15 de diciembre de 2005 con la celebración de las segundas elecciones legislativas, al Consejo de Representantes o asamblea permanente. La UIA, disminuida por el abandono del partido de Chalabi, volvió a ganar, aunque descendió al 41,2% de los votos. Su mayoría simple de 128 escaños iba a obligarle a ser más flexible a la hora de negociar con kurdos y sunníes la composición del próximo Gobierno, que debía ser de unidad nacional. Maliki renovó el escaño.


3. Primer ministro del Gobierno nacional con la misión de impedir una guerra civil

El bloque shií, que con la defección del INC había perdido su principal componente no religioso, vio rechazada por las facciones kurdas y sunníes la candidatura de Jaafari al puesto de primer ministro. Tras este veto prevalecía la opinión de que como jefe del Gobierno Transitorio, el líder del Dawa había mostrado una acusada tendenciosidad pro shií. Los kurdos, inclusive el líder de la Unión Patriótica del Kurdistán (PUK) y presidente del Estado desde abril de 2005, Jalal Talabani, le echaban en cara su poca disposición a atender sus exigencias de más autogobierno, sobre todo en lo concerniente al control de la ciudad de Kirkuk y sus campos petroleros; los sunníes le consideraban un sectario religioso que hacía la vista gorda con los desmanes terroristas de las milicias shiíes, algunos de cuyos miembros se habían infiltrado en las fuerzas de seguridad del Estado y actuaban con total impunidad.

Y es que en los últimos meses, las agresiones entre sunníes y shiíes, que constituían una manifestación de violencia diferenciada de los ataques de tipo guerrillero a objetivos militares y del terrorismo de masas practicado por los representantes de Al Qaeda en Irak –aunque estas células de jihadistas sunníes, repletas de fanáticos dispuestos a inmolarse, atacaban sañudamente a los shiíes con claras intenciones de avivar la mecha del odio religioso- habían cobrado una preocupante envergadura en Bagdad, sus alrededores y las provincias del tercio central.

En mitad de las complicadas negociaciones poselectorales, el 22 de febrero de 2006, se produjo el atentado que provocó una escalada de violencia sectaria sin precedentes y que hizo avizorar en el horizonte el peor escenario para Irak, la guerra civil entre shiíes y sunníes: fue el ataque con bombas perpetrado por un comando de hombres vestidos con uniformes de la Policía contra la mezquita Al Askariya de Samarra, el tercer santuario más sagrado del shiísmo irakí tras los recintos de Karbala y Najaf por albergar los mausoleos de los imanes Ali al-Hadi y Hassan al-Askari.

La mezquita quedó parcialmente destruida, y enteramente su famosa cúpula dorada. Al punto, turbas de shiíes encolerizados se lanzaron a la caza del sunní en Bagdad, Basora, Baqubah y otras ciudades, asesinando a un centenar largo sólo en las primeras 24 horas desde el atentado. En los días y semanas siguientes, se multiplicaron las atrocidades puramente sectarias, con ataques a mezquitas de una u otra confesión, operaciones de escuadrones de la muerte que asesinaban a sangre fría a vecinos en barrios donde determinada creencia era mayoritaria y secuestros de grupos enteros de personas que luego aparecían maniatadas y ejecutadas por disparo en cualquier callejón o descampado.

Las venganzas por el atentado de Samarra empujaron a los partidos sunníes a endurecer su postura en las negociaciones políticas. Descartado Jaafari, que tercamente se aferró a su postulación durante dos meses, los cabezas de facción alcanzaron, más por el deseo de cerrar cuanto antes unas discusiones que se estaban prolongando en demasía que por común convicción sobre la idoneidad del candidato, un frágil consenso en torno a Maliki, quien, a pesar de pertenecer a un partido que los sunníes consideraban fundamentalista shií y carente de una verdadera conciencia nacional irakí, les ofrecía un perfil ligeramente más pragmático que Jaafari. Además, Sistani y Sadr hicieron saber que estaban conformes con esta elección.

Los sunníes superaron los recelos que les producía un islamista que el año anterior, durante las discusiones constitucionales, había rechazado el deseo de Estados Unidos de incluir a más sunníes en la comisión redactora y la demanda de ellos de cerrar cualquier resquicio legal a la configuración de entes soberanos sobre líneas étnico-religiosas en el norte, para los kurdos, y en el sur, para los shiíes. También, y en esto no se diferenciaba de Jaafari, había advocado la introducción de la sharía como principal fuente de derecho. Sin embargo, Maliki insistía en que él era una auténtico federalista. En realidad, ni siquiera las posturas del Dawa y el SCIRI fueron unívocas: el partido de Hakim habría preferido a un compañero de militancia de Maliki, Ali al-Adib, un moderado mal avenido con Jaafari, pero la insistencia del Dawa en que el primer ministro tenía que ser Maliki convenció a kurdos y sunníes de que la hora de los forcejeos había terminado.

El 21 de abril de 2006 la UIA notificó que su candidato a primer ministro era Maliki. Un día más tarde, nada más ser reelegido por el Consejo de Representantes en la Presidencia del Estado, Talabani nominó al shií, que prometió presidir un ejecutivo levantado no sobre bases comunales, étnicas o sectarias, sino sobre “una fraternidad real entre todos los grupos". Subrayó, además, que “la eficiencia y una honestidad absoluta" iban a ser “los criterios para elegir a los ministros del próximo Gobierno", con la meta de convertir a Irak “en un país de justicia, libertad y democracia", que disfrutase de “una total soberanía". La actuación del Gobierno, explicó, estaría ceñida a un programa político de 33 puntos cuyo contenido sería desvelado una vez producida la toma de posesión,

Días más tarde, Maliki anunció que recuperaba su nombre real, Nuri; hasta entonces, había empleado el pseudónimo adoptado en 1980 para, como él mismo explicó, proteger a sus familiares dejados en Irak. El presidente Bush saludó el nombramiento de Maliki como un “logro histórico" que “hará de Estados Unidos un país más seguro", y felicitó al pueblo irakí por este “hito en el camino de Irak hacia la democracia". El 26 de abril se presentaron en Bagdad la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, como muestra del apoyo de Estados Unidos al nuevo primer ministro.

El 20 de mayo el Consejo dio luz verde a una lista de ministros en la que faltaban por asignar las sensibles carteras de Interior, Defensa y Seguridad Nacional, la primera de las cuales, interinamente, tomaba el propio Maliki. El bloque de partidos sunníes llamado Frente del Acuerdo Irakí (IAF), que con 44 diputados constituía el tercer grupo parlamentario tras la UIA y la Alianza del Kurdistán, dejó muy claro que no aceptaba la continuidad al frente de Interior del titular en el Gobierno Transitorio, Bayan Jabr, shií del SCIRI, al que acusaba de encubrir los escuadrones de la muerte y los centros de torturas destinados a aterrorizar a la población sunní, ni a ningún otro shií confesional sospechoso de sectarismo. Asimismo, exigía que el nuevo ministro de Defensa, como hasta ahora, fuera sunní.

En ese momento, no menos de 4.600 irakíes, civiles y uniformados, habían perecido en actos de violencia de signo político desde comienzos de año, una lúgubre estadística que además de muy estimativa era conservadora porque se basaba en el recuento de los cadáveres recogidos en las morgues de los hospitales de Bagdad y otras ciudades principales, además de que no tenía en cuenta las bajas en las filas de la insurgencia, las milicias y las células terroristas, que sin duda eran también elevadas, ni tampoco las bajas militares estadounidenses, que crecían en varias decenas todos los meses y que se aproximaban a las 2.500 desde el inicio de la invasión en marzo de 2003. En abril se habían computado más de un millar de muertos irakíes, y el balance tenía trazas de empeorar a corto plazo. La crónica negra del 20 de mayo no fue ni más ni menos desoladora que la registrada en los días anteriores y posteriores: 27 fallecidos en ataques y atentados en diversos puntos del país, y el descubrimiento de 21 cuerpos de hombres asesinados en Bagdad.

El Gobierno tomó posesión el mismo 20 de mayo, siendo su mandato hasta 2010. Los 28 ministerios del Gabinete y los ocho ministerios de Estado se repartían entre la UIA (Dawa, SCIRI, independientes), la Alianza del Kurdistán (PUK, KDP), el IAF, la Lista Nacional Irakí de Allawi, el Movimiento Sadrista (seguidores de Muqtada as-Sadr) y el Frente Turcómano Irakí, amén de unas cuantas personalidades independientes no adscritas a ninguna lista o partido. Maliki estaba secundado por dos viceprimeros ministros: Salam az-Zaubai, sunní del IAF, y Barham Salih, kurdo de la PUK, los cuales asumieron en funciones los ministerios de Defensa y Seguridad, respectivamente.

Maliki, que era el primer jefe de Gobierno shií con un mandato parlamentario completo desde el ejercicio de Muhammad Fadhel al-Jamali entre 1953 y 1954, se reafirmó en su decisión de acabar con las milicias sectarias, a las que llamó “grupos armados organizados que actúan al margen del Estado y de la ley", y de emplear “la máxima fuerza para enfrentar a los asesinos que derraman sangre". Sin embargo, era consciente de que la desesperada situación que vivía el país, que un cabeza de facción tan destacado como Allawi no tuvo ambages en describir como una guerra civil soterrada, no iba a arreglarse con la sola mano dura.

Así, Maliki renovó la oferta gubernamental de diálogo y reinserción a los grupos rebeldes no vinculados al terrorismo de tipo jihadista que depusieran las armas, expuso la necesidad de impulsar una “iniciativa nacional" que condujera a la reconciliación y habló de establecer un calendario de objetivos para ir transfiriendo al Estado las responsabilidades en materia de seguridad hasta ahora asumidas por la Fuerza Multinacional formada básicamente por tropas de Estados Unidos, lo que permitiría abordar la paulatina retirada de los soldados extranjeros.

(Cobertura informativa hasta 1/6/2006)