Colin Powell

El afroamericano que, antes de Barack Obama y Kamala Harris, más alto llegó llegó en los escalafones militar y civil de Estados Unidos, el general Colin Powell fue el estratega de la guerra del Golfo de 1991 y luego sopesó candidatear a la Presidencia antes de ser reclutado por George Bush para el puesto de secretario de Estado. Desde enero de 2001 siguió una trayectoria oscilante y problemática en el seno de la Administración republicana, donde los ideólogos de la derecha neoconservadora tendieron a marginarle. Heraldo de la guerra contra el terrorismo de Al Qaeda y mediador poco creíble en el conflicto palestino, a principios de 2003 su protagonismo cobró relieve en los debates del Consejo de Seguridad de la ONU que preludiaron la invasión de Irak, pero la comprobación de que las denunciadas armas de destrucción masiva en realidad no existían malparó irremediablemente su historial diplomático. Desencantado, Powell decidió no seguir en el Gobierno tras la reelección de Bush en noviembre de 2004. Alejado de la primera línea de la actualidad y vuelto fugazmente a los titulares por sus feroces críticas a Donald Trump, el ex jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas y del Departamento de Estado falleció en octubre de 2021, por complicaciones derivadas de la COVID-19 y con un diagnóstico de mieloma, a la edad de 84 años.

(Texto actualizado hasta octubre 2021)

1. La formación de la carrera militar de un afroamericano de clase media-baja
2. Laureado de guerra y oficial bajo sospecha en Vietnam
3. Asesor de políticas de defensa y estratega en el Pentágono y el Gobierno
4. Consejero de seguridad nacional en el gabinete Reagan; la sombra del escándalo Irangate
5. Salto al vértice de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos
6. Jefe de operaciones en la guerra del Golfo y aclamación como un héroe nacional
7. Colgadura del uniforme y entrada en la política con tentaciones presidenciales
8. Reclutado para la plataforma republicana de Bush y concesión de la Secretaría de Estado
9. Una opción moderada mal ubicada entre radicalismos de derecha
10. Efímera recuperación de lustre a fuer de la diplomacia antiterrorista
11. Gestión poco eficiente en el conflicto palestino-israelí
12. Empeño de la solvencia diplomática en los prolegómenos de la guerra contra Irak
13. Abandono del Gobierno pese a la reelección de Bush


1. La formación de la carrera militar de un afroamericano de clase media-baja

Hijo de campesinos jamaicanos emigrados a Nueva York a comienzos de los años veinte del siglo XX y segundo de dos hermanos, su padre, Luther Powell, se ganaba la vida como encargado en una empresa de transporte naval, y su madre, antes de formar el hogar, había trabajado de costurera y camarera. La familia pertenecía a la Iglesia Episcopaliana de Estados Unidos, una rama de la Iglesia Anglicana de Inglaterra. El muchacho nació en el empobrecido y populoso barrio de Harlem, morada tradicional de los neoyorkinos de raza negra que ocupa la parte superior de la isla de Manhattan, pero su infancia transcurrió en el cercano Bronx Sur, un barrio de inmigrantes multiétnico que por entonces acogía a europeos orientales y puertorriqueños, y en el que, con los juegos callejeros y los trabajos que realizaba para los pequeños comercios del vecindario, aprendió algo de español y de yiddish judío. El pandillismo y la delincuencia, omnipresentes en el barrio, parece que no interfirieron en su infancia y su primera juventud.

Powell cursó la educación secundaria en una escuela pública municipal, y aunque, como él mismo ha reconocido, no se destacaba por sus calificaciones académicas ni por su afición a los libros, el estímulo de su hermana mayor, quien sí era una estudiante aplicada, le hizo tomarse más en serio su formación y aspirar a la universidad. Así, en 1954 se matriculó en el City College de Nueva York (CCNY) y se decantó por la especialidad de Geología. Con todo, debía de no seguir teniendo una idea clara sobre a qué dedicarse en la vida, ya que cuando conoció a unos compañeros de aula de su misma raza que lucían el uniforme militar, se sintió tan impresionado que le nació la vocación por lo castrense. Décadas después iba a afirmar que en aquellos años él anhelaba “la disciplina, la estructura, la camaradería, el sentimiento de pertenecer a algo”, y todo eso lo encontró en la milicia.

La consecuencia de este descubrimiento vital fue que pasó a simultanear los estudios en el CCNY con los cursos que impartía el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales en la Reserva (ROTC), y aunque en 1958 terminó aquellos con la diplomatura que le avalaba como geólogo, su futuro profesional ya lo tenía decidido en el Ejército. En 1956 completó su primera instrucción militar en los Fusileros de Pershing con el rango de alférez en la reserva, y en 1957 fue ascendido a subteniente e inscrito en el curso para oficiales de infantería en Fort Benning, Georgia, con el objeto de adquirir la instrucción adecuada por quien aspiraba a ser un soldado profesional. Terminada esta capacitación, en diciembre de 1958 recibió su primer destino en la III División Acorazada, que estaba acantonada en Gelnhausen, Alemania Occidental. En 1959 ganó el ascenso a teniente y hasta 1960 sirvió como jefe de pelotón con el 2º Batallón de Fusileros del 48º Regimiento de Infantería dentro del Mando de Combate B de la III División, en el puesto de avanzada de Coleman Kaserne, en el estado de Hessen.

Tras su vuelta a Estados Unidos, recibió adiestramiento de mayor dureza y especialización en las fuerzas aerotransportadas y en los Rangers, el afamado cuerpo de élite del Ejército de Tierra. En 1961 se hallaba destinado en Fort Devon, Massachusetts, cuando conoció a la que hizo su esposa pocos meses más tarde, ya en 1962, Alma Vivian Johnson, una joven de color especializada en patologías del oído que trabajaba en una institución dedicada al tratamiento de la sordera en Boston, y perteneciente a una familia sureña de muy buena posición. La pareja se casó en Birmingham, Alabama, de donde era natural ella, y después iba a tener tres retoños, un varón, Michael (quien empezó como militar siguiendo los pasos de su padre antes de que un accidente le obligara a colgar el uniforme, tras lo cual se labró una carrera en el mundo del derecho que le abrió las puertas de la alta función pública en la justicia federal) y dos chicas, Linda y Annemarie.


2. Laureado de guerra y oficial bajo sospecha en Vietnam

Powell adquirió una temprana experiencia de combate en Vietnam, lugar de destino de muchos compañeros de generación y primer capítulo relevante de un historial cuajado de servicios de armas y de condecoraciones que le iba a conducir, cosa inimaginable para un oficial afroamericano de bajo rango de principios de los años sesenta, a la cúspide de las Fuerzas Armadas de su país. En 1962, estando recién casado, recibió su bautismo de fuego en el país asiático con las fuerzas especiales, cuando aún quedaban tres años para que Estados Unidos empezara a librar la guerra a gran escala y de manera no encubierta para sostener al régimen derechista de Saigón frente a los embates de la guerrilla comunista sudvietnamita y de su aliado, el Ejército norvietnamita.

En 1963, en el curso de una misión de reconocimiento en la jungla y ostentando el rango de capitán, Powell pisó una trampa de pica de bambú, de las que solía tender embozadas bajo la hojarasca el Viet-Cong sudvietnamita, que le provocó una infección en el pie derecho; evacuado al hospital de campaña, la herida sanó con rapidez. Aunque no grave, la lesión de guerra fue suficiente para hacerle merecedor de la insignia del Corazón Púrpura. Powell fue declarado apto de nuevo para el servicio, si bien por un tiempo anduvo con una leve cojera y sus superiores prefirieron asignarle a un puesto administrativo en la retaguardia. Tras un largo período de permiso en Estados Unidos, que destinó a capacitarse en estrategias de combate, en julio de 1968 inició su segundo servicio en Vietnam, que duró algo más de un año y en el que desempeñó funciones de oficial de operaciones con el rango de mayor —obtenido en 1966—, alternando las tareas de despacho con las misiones en el frente. En uno y otro terreno vivió sendas peripecias de muy diferente naturaleza, una honrosa, la otra controversial.

En el primer caso, estando de campaña, Powell salió ileso de un accidente de helicóptero cuando el aparato en el que viajaba se estrelló en una maniobra de aterrizaje; con unas cuantas heridas superficiales, pudo sacar a rastras del helicóptero en llamas a tres compañeros que estaban en peor estado que él y que no podían escapar por sí mismos, entre ellos su superior al mando. Por este acto valeroso mereció la Medalla del Soldado, y hasta que fue licenciado y devuelto a casa en septiembre de 1969 recibió un segundo Corazón Púrpura, una Estrella de Bronce y la Legión del Mérito.

Por otro lado, en diciembre de 1968, siendo asistente adjunto y jefe de operaciones del comandante de la XXIII División de Infantería —más conocida como División Americal, con cuartel general en Chu Lai—, general Charles Gettys, Powell asumió el cometido de evaluar una carta enviada por un soldado de la 11ª Brigada de Infantería Ligera, encuadrada en la División, al comandante en jefe de la fuerza expedicionaria en Vietnam del Sur, general Creighton Abrams, en la que su autor acusaba a diversas unidades de la División de cometer sistemáticamente actos de brutalidad gratuita contra civiles en las zonas de operaciones. Powell despachó el asunto respondiendo al remitente que las informaciones sobre crueldades cometidas por personal de la División Americal no tenían fundamento, que lo más que podían constatarse eran “incidentes aislados” y que, por lo que a él respectaba, las relaciones entre la tropa estadounidense y los paisanos eran “excelentes”.

Se daba la particularidad de que de la 11ª Brigada de Infantería era la compañía al mando del teniente William Calley, que meses antes, en marzo de 1968, había perpetrado la infame matanza de 347 campesinos, casi todos ancianos, mujeres y niños, en la aldea de My Lai. En marzo de 1969, los rumores generalizados sobre la comisión de una masacre en My Lai fueron confirmados en la denuncia oficial elevada al alto mando por otro soldado, que obligó al Ejército a tomar cartas en el asunto y a designar un inspector general para investigar los hechos y depurar responsabilidades. El escándalo estalló en otoño en la sociedad civil y la opinión pública estadounidense quedó conmocionada. Entonces, Powell y otros oficiales intermedios fueron acusados de haber intentado echar tierra sobre este crimen masivo que suscitaba penosos interrogantes sobre el tipo de guerra que se estaba librando en Vietnam.

En septiembre de 1969 a Calley se le abrió una corte marcial que le terminaría declarando culpable, pero para entonces Powell ya se había distanciado de los altos oficiales destacados en Vietnam que esgrimieron la causa de la defensa del teniente. En su autobiografía My American Journal, publicada en 1995, Powell rememora este vergonzante episodio de la guerra de Vietnam y, en un claro intento de despejar cualquier sombra de duda sobre su papel en el esclarecimiento de lo sucedido en My Lai, destaca el punto de que en marzo de 1969 colaboró con las indagaciones del inspector general facilitando los partes de operaciones de la 11ª Brigada de Infantería correspondientes a marzo de 1968, y concretamente confirmando que el día de la masacre, el 16 de marzo, los archivos bajo su custodia tenían constancia de que el enemigo había sufrido 128 bajas, un balance inusualmente alto para una sola jornada y que bien podía dar fundamento a la versión de una masacre de civiles en My Lai. Según algunos comentaristas, con estas explicaciones, Powell llega a sugerir en su libro que contribuyó a desvelar el crimen cometido por el teniente Calley sus hombres.


3. Asesor de políticas de defensa y estratega en el Pentágono y el Gobierno

Precisamente en septiembre de 1969, Powell se desligó de tan escabroso asunto al ser desmovilizado y enviado de vuelta a Estados Unidos, dentro de la retirada paulatina del contingente expedicionario puesta en marcha por la Administración Nixon y coincidiendo con el arranque de la estrategia de la vietnamización del conflicto. Tras Vietnam, Powell se desenganchó temporalmente del servicio activo para estudiar en la célebre Escuela de Comando y Estado Mayor General de Fort Leavenworth, Kansas, donde se graduó como el segundo de su promoción entre 1.200 oficiales alumnos. No obstante, deseaba tener un currículum académico superior con un pie en lo civil, que complementara su perfil cuartelero de oficial al mando de tropa y le calificara para prestar servicios en el Departamento de Defensa y el Gobierno federal. En ese sentido, parece que su experiencia de guerra en Vietnam despertó en él un interés especial por las cuestiones de estrategia y política militares.

Así, tras concluir su formación puramente castrense en Fort Leavenworth, se sentó en las aulas de la afamada Universidad George Washington de la capital federal, donde alcanzó el socorrido Máster en Administración de Empresas (MBA) en 1971, meses después de adquirir el grado de teniente coronel. Simultáneamente, se procuró una beca muy codiciada entre sus colegas de armas, la White House Fellow adscrita a la Oficina de Administración y Presupuestos, con la que la Casa Blanca descubría a jóvenes promesas en diversas ramas y profesiones. En esta oficina ejecutiva de Washington, Powell tuvo por subdirector y por director, respectivamente, a Frank Carlucci y Caspar Weinberger, dos altos funcionarios del Gobierno federal, futuros secretarios de Defensa, que tomaron debida nota de las aptitudes y la dedicación mostradas por aquel aún joven oficial de color. Ciertamente, el paso de Powell por la Oficina de Administración y Presupuestos, aunque efímero, iba a tener repercusiones decisivas en su carrera ascendente a unos años vista.

Entre 1973 y 1974, antes de empezar a recibir los cometidos de intendencia y asesoría militares en las altas instancias del Ejército y el Gobierno que sin duda ambicionaba, Powell tuvo encomendado un servicio ingrato en el extranjero, la comandancia del 32º Regimiento de Infantería, apostado en Corea del Sur, que estaba sumido en graves problemas de indisciplina con un trasfondo de enfrentamientos raciales. Poco antes de llegar él a la unidad, soldados negros del regimiento habían protagonizado un motín en el curso del cual propinaron una paliza a su oficial blanco. Según parece, Powell restableció la disciplina con presteza, mandando a prisión a algunos de los revoltosos y expulsando del regimiento a otros.

De nuevo, los superiores de Powell quedaron muy gratamente impresionados por cómo se desenvolvía en situaciones y cometidos dispares entre sí. Una vez de vuelta en Estados Unidos, el Departamento de Defensa le seleccionó para su plantilla de oficiales con mando operativo y en 1976, coincidiendo con su ascenso a coronel, le brindó el acceso a la Escuela Nacional de Guerra, en Washington D. C., un centro muy prestigioso que tradicionalmente ha formado a las élites militares de Estados Unidos y al personal de análisis del Pentágono. Al cabo de unos meses, Powell estaba listo para comandar grandes unidades militares con un alto grado de preparación para el combate, así que fue puesto al mando de la 2ª Brigada de la archiconocida CI División Aerotransportada, con base en Fort Campbell, Kentucky.

En 1977 fue nombrado asistente en la Subsecretaría de Defensa, en la época en que el departamento lo encabezaba Harold Brown y regía la Administración demócrata de Jimmy Carter. Dos años después, alcanzó el generalato y pasó a asistir al secretario de Energía del Gobierno, Charles Duncan. En 1981 los republicanos, de la mano de Ronald Reagan, retornaron al Ejecutivo y para Powell sonó la hora de desempeñar puestos de mayor responsabilidad. Aún con el galón de general de brigada, fue promovido a subcomandante de operaciones de la IV División de Infantería en Fort Carson, Colorado, y luego al mando adjunto en Fort Leavenworth. En 1983, su antiguo jefe en la Oficina de Administración y Presupuestos de la Casa Blanca, Weinberger, que ahora fungía al frente del Pentágono, le trajo a Washington para asistirle como asesor militar. El primero de agosto de aquel año recibió la estrella de general de división.

En el sanctasanctórum de la defensa de Estados Unidos, Powell demostró poseer una visión integral de la política exterior y de los retos e intereses internacionales de Estados Unidos, así como una capacidad para formular concepciones estratégicas susceptibles de ser implementadas en las doctrinas de defensa. A esta época se remonta la elaboración de la que en la década siguiente iba a conocerse como la Doctrina Powell, si bien entonces su formulación estaba asociada a los enfoques de Guerra Fría de que hacía gala el secretario Weinberger, anticomunista radical y uno de los paladines de la revolución conservadora reaganiana, partidario de mantener la confrontación estratégica con la URSS. Según la doctrina en cuestión, inspirada en las enseñanzas de la guerra de Vietnam, Estados Unidos debía evitar intervenir militarmente en los conflictos internacionales a menos que estuviera en juego un interés nacional vital y con la condición de que los objetivos de la operación estuvieran bien definidos y pudiesen ser alcanzados sin lugar a dudas, lo que eventualmente podría requerir un despliegue bélico aplastante, que hiciera imposible la derrota.

Precisamente, la malhadada misión de pacificación de los marines en Líbano en 1983, que hubo de ser evacuada a principios de 1984 a raíz de la muerte de 241 soldados en el atentando con camión bomba contra el hotel de Beirut que los alojaba, disgustó a Powell, que la vio como el paradigma de operaciones exteriores que el Ejército de Estados Unidos nunca debería realizar, según se desprende de los comentarios sobre el particular hechos en entrevistas periodísticas. Por el contrario, la invasión de la isla caribeña de Granada sólo dos días después del desastre de Beirut, el 25 de octubre de 1983, que supuso un paseo militar y el cumplimiento de los objetivos políticos (la remoción, ilegal, claro está, de un gobierno marxista), sí constituyó un buen ejemplo de lo que Powell proponía.

En mayo de 1986 el Ejército le reclamó para el servicio activo, esta vez en Europa, y concretamente en un país que ya conocía, Alemania. En julio fue promovido a teniente general y acto seguido recibió el despacho de comandante del V Cuerpo de Ejército. Con cuartel general en Frankfurt, el V Cuerpo de Ejército estaba asignado al mando aliado de la OTAN y gozaba de la consideración de ser la columna vertebral de la defensa de Europa Occidental, al incluir dos poderosas unidades de combate, la I División Acorazada y la I División de Infantería. Powell asumió la misión de poner a punto un plan de defensa de las regiones de Hessen y el sur de Renania a lo largo del río Fulda que fuera capaz de frustrar una hipotética ofensiva de las divisiones acorazadas soviéticas, desplegadas prácticamente a tiro de piedra al otro lado del telón de acero. De nuevo, los que apreciaban sus cualidades en Washington demandaron su presencia allí, tal que en diciembre de 1986 Powell recibió su primer nombramiento en el organigrama de la Oficina Ejecutiva de la Casa Blanca, el de asesor presidencial adjunto de Seguridad Nacional, teniendo como superior inmediato a Frank Carlucci.


4. Consejero de seguridad nacional en el gabinete Reagan; la sombra del escándalo Irangate

Cuando el 3 de noviembre de 1987 Weinberger dimitió como secretario de Defensa por representar un claro obstáculo a los deseos de Reagan de alcanzar con el dirigente soviético Mijaíl Gorbachov un acuerdo sobre misiles nucleares de alcance intermedio, Carlucci, veterano del Pentágono y de la CIA pero últimamente identificado con el secretario de Estado, George Shultz, luego desligado de los halcones de la administración que habían salido desacreditados por el escándalo Irangate, o Iran-Contra, se presentó como el candidato natural para ocupar la vacancia abierta al frente del Pentágono. Entonces, Carlucci se encargó de que su protegido, Powell, tomara el puesto que él liberaba en la Casa Blanca; así, el 5 de noviembre, el militar neoyorkino se convirtió en el nuevo asesor de seguridad nacional del presidente Reagan. Pocas semanas después, Powell se estrenó en la alta política internacional como miembro de la delegación estadounidense encabezada por Shultz que preparó con su equivalente soviética los detalles del histórico tratado de eliminación de armas nucleares de alcance intermedio (INF), que fue firmado por Reagan y Gorbachov en Washington el 8 de diciembre. Los observadores adjudicaron a Powell un papel muy importante en el trabajo diplomático que despejó los obstáculos para llegar al tratado INF.

Antes de adquirir este puesto preclaro, Powell figuró en la retahíla de altos funcionarios llamados a testificar ante la comisión especial, presidida por el senador John Tower, que llevó el escrutinio público del asunto Irangate. Como Weinberger, el general declaró desconocer que el anterior asesor de seguridad nacional, el almirante John Poindexter, y su mano derecha, el coronel Oliver North, hubiesen urdido una trama para, a través de la CIA e Israel, vender misiles antitanque y antiaéreos al Irán jomeinista con el fin de propiciar la liberación de los rehenes estadounidenses en manos de las milicias proiraníes de Líbano, para luego desviar las ganancias obtenidas a la financiación encubierta de la guerrilla contrasandinista nicaragüense. Como en el asunto de My Lai veinte años atrás, a la hora de analizar los entresijos del Irangate los reportajes de prensa suelen endosarse a Powell bastante más conocimiento del que quiere admitir. Dado que era el principal ayudante militar de Weinberger en la época en que tuvieron lugar los hechos, este enfoque acusatorio sostiene que Powell tenía que conocer forzosamente todos los detalles de una operación de tráfico de armas no autorizada que involucraba al Departamento de Defensa; eso, como mínimo, ya que no pocos trabajos de investigación periodísticos de aquel entonces le incluyeron entre los artífices de este andamiaje rigurosamente encubierto.

Consejero de uniforme con ideas propias y pruritos de independiente en medio de las luchas de influencia entre el ala dura instalada en los aparatos de defensa y de inteligencia, y los pragmáticos del Departamento de Estado, en el seno del Consejo Nacional de Seguridad Powell no tuvo ambages en exponer opiniones contracorriente, como su escepticismo con el nivel de armamento y la financiación de la Contra que combatía al régimen izquierdista de Managua, ya que aquella le parecía meramente un “ejército mercenario sin ningún futuro político”. En este sentido, se le presupone al Powell de aquellos años una visión desideologizada y posibilista en el tratamiento de unos conflictos centroamericanos que, como la realidad sobre el terreno se encargaba tozudamente de mostrar, no tenían ya una solución militar. Aunque también es cierto que Powell —y aquí, el estudio de este personaje con una ideología de contornos borrosos topa de nuevo con la contradicción— cumplió celosamente su papel de emisario, presionando a los gobiernos de Guatemala, El Salvador y Honduras para que no dejaran de reconocer y de respaldar a la Contra, justamente lo contrario de lo marcado en el proceso de paz de Esquipulas. La oposición demócrata criticó duramente aquellas visitas de Powell, al que acusó de comportarse como un “procónsul” ante los gobiernos centroamericanos.

En un ámbito de consideración global, Powell, sin duda, se amoldó mejor que otros consejeros y funcionarios de la Casa Blanca al nuevo ambiente que empezó a respirarse en las relaciones entre los bloques occidental y oriental, a rebufo de la Perestroika de Gorbachov y de las propuestas del líder soviético sobre desarme estratégico y convencional, y de ir liquidando los escenarios de enfrentamiento de la Guerra Fría. El intelectual y articulado Powell presentaba una línea pragmática que encajaba bien con el talante de la nueva administración de George Bush, el vicepresidente con Reagan que retuvo el poder para los republicanos en las elecciones de noviembre de 1988. Respetado por doquier y sin enemigos conocidos, a Powell sus superiores le tenían reservado el más brillante colofón a su carrera militar en 1989.


5. Salto al vértice de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos

Después de ceder la consejería de seguridad nacional al general Brent Scowcroft en el cambio de Gobierno en enero, y de añadir la cuarta estrella de general a sus charreteras, Powell fue nombrado, primero, comandante en jefe de las fuerzas continentales del Ejército con base en Fort McPherson, cerca de Atlanta, Georgia, empleo que le proporcionó el mando sobre todo el dispositivo de defensa terrestre de Estados Unidos, y luego, el 10 de agosto, presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor o el Estado Mayor Conjunto, esto es, el coordinador de los estados mayores del Ejército, la Fuerza Aérea, la Armada y el Cuerpo de Marines; se trataba del puesto más elevado en la jerarquía de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos y únicamente estaba supeditado al jefe supremo, que no era otro que el propio presidente de Estados Unidos. Además, el cargo llevaba implícita la consejería principal del inquilino de la Casa Blanca en cuestiones militares.

Obtenida la preceptiva confirmación senatorial, el 1 de octubre de 1989 Powell asumió la jefatura del Estado Mayor Conjunto en sustitución del almirante William Crowe, convirtiéndose no sólo en el primer titular del puesto de raza negra, sino también, con 52 años, en el más joven. Motivo adicional para el pasmo de la opinión pública era el hecho de que no se tratara de un aristócrata del Ejército que hubiese pasado por academias emblemáticas como West Point o Annapolis. En los cuatro años siguientes, Powell lidió con tres guerras que envolvieron a su país y dirigió las grandes transformaciones experimentadas por las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, en un período de mudanzas históricas en el sistema internacional, con los sucesivos tratados de desarme convencional (CFE) y nuclear (START), las disoluciones del bloque del Este primero y de la URSS después, la unificación de Alemania y el comienzo de la reestructuración completa de la OTAN.

Así, por las manos de Powell pasaron la aplicación de los recortes presupuestarios de defensa, la reducción del contingente de tropas en Europa, la jubilación de material de guerra obsoleto o incluido en las partidas de desarme a las que Estados Unidos se comprometió por el Tratado CFE de 1990, y la puesta en marcha de nuevos programas de armamento y estrategias militares que ponían el acento en la superioridad cualitativa, basada en la tecnología punta, frente al concepto cuantitativo clásico, todo ello con el fin de cubrir las necesidades de seguridad nacional en un mundo que cambiaba rápidamente y que empezaba a mostrar todo un nuevo elenco de situaciones de riesgo, las cuales iban a convertirse unos años más tarde en sólidas amenazas.

Al poco de posesionarse de la jefatura del Estado Mayor Conjunto, Powell recibió del presidente Bush la orden de preparar la invasión de Panamá, país de mucha importancia estratégica para Estados Unidos. Ejecutada el 20 de diciembre de 1989 por 24.000 soldados, la Operación Causa Justa (Just Cause), aunque ilegal a la luz del derecho internacional y condenada por doquier como un flagrante ejercicio de injerencia en un país soberano, fue celebrada en Washington como un éxito total, al cumplir las metas políticas, que eran derrocar y capturar al dictador Manuel Antonio Noriega y poner en su lugar al líder de la oposición democrática y legítimo presidente electo, Guillermo Endara, y llevarse a cabo con un número muy limitado de bajas propias (23 muertos).


6. Jefe de operaciones en la guerra del Golfo y aclamación como un héroe nacional

Para Powell, todo fueron felicitaciones por la fulminante campaña panameña, pero su prestigio iba a alcanzar el cenit durante la crisis y la guerra con Irak, a raíz de la invasión del emirato de Kuwait el 2 de agosto de 1990 por el Ejército de Saddam Hussein. Con él como comandante coordinador de las operaciones desde Washington y con el general, también cuatriestrellado, Norman Schwarzkopf como comandante del cuerpo expedicionario en el Golfo, más de medio millón de soldados estadounidenses tomaron parte en las operaciones Escudo del Desierto (Desert Shield), centrada en la defensa disuasoria de Arabia Saudí, y Tormenta del Desierto (Desert Storm), que fue la campaña bélica propiamente dicha a partir del 17 de enero de 1991, con sus fases de asalto aéreo sobre Irak y, desde el 24 de marzo, de invasión terrestre de Kuwait. La aplastante superioridad de la coalición internacional liderada por Estados Unidos decidió el desenlace de la guerra en cuestión de horas una vez iniciada la ofensiva terrestre: el 27 de marzo la ciudad de Kuwait fue liberada y en la siguiente jornada cesaron las hostilidades con la derrota total del Ejército irakí, replegado a la desbandada.

Powell salió de este conflicto convertido en una celebridad pública, ya que los estadounidenses se familiarizaron con sus ruedas de prensa en el Pentágono y sus explicaciones del curso de las operaciones frente a un mapa, a la vez que consagrado como un as de la estrategia militar, ya que la exitosa campaña irakí fue presentada como el epítome de su doctrina: un extraordinario ejemplo de despliegue de recursos bélicos, cuantitativos y cualitativos, que ponía el énfasis en la guerra desde el aire con el empleo de la aviación y los misiles de crucero inteligentes, para infligir una derrota total al enemigo, conseguir los objetivos políticos (se entiende que los contenidos exactamente en los mandatos de la ONU, es decir, la exigencia de la restauración del statu quo en Kuwait, puesto que Saddam siguió en el poder y además con ánimo de desafío) y tener un mínimo de bajas propias: en esa guerra murieron 293 soldados norteamericanos, de los que tan sólo la mitad fueron caídos en combate.

Claro que en todo este alarde de guerra del futuro importó mucho menos el ahorro de bajas al enemigo, así que el lado irakí sufrió por lo menos cien veces más de muertos, entre ellos un mínimo de 10.000 civiles no combatientes como resultado de los bombardeos a las ciudades, lo que en la jerga de Powell y sus colegas uniformados eran los lamentables pero inevitables “daños colaterales”. El caso fue que Powell nunca se mostró como un belicista ni se dejó llevar por las fanfarrias de exaltación patriótica que siguieron a la rendición irakí, hasta el punto de que la prensa le bautizó como el “guerrero reluctante”. Es sabido que Powell aconsejó a Bush que ordenara la terminación de los combates en el momento en que el Ejército irakí, sumido en el caos, desocupara Kuwait, cuando nada impedía a las tropas de la coalición tomar Basora, seguir hasta Bagdad y, probablemente, pegarle el tiro de gracia a Saddam, que era precisamente lo que le habría gustado al general Schwarzkopf. Hoy, existe la convicción de que en 1991 al dictador irakí se le permitió seguir al frente por consideraciones estratégicas relacionadas con la unidad del país árabe y el control por una autoridad central de los campos petroleros de las provincias kurdas del norte y shiíes del sur.

En todo momento serio y contenido, la actuación de Powell durante la campaña de Irak fue la propia del soldado profesional que ejecuta sin vacilar las decisiones tomadas por la autoridad civil y que cuando tiene que hacer uso de la fuerza no escatima la contundencia, por más que la intensidad del fuego contra un enemigo pobremente armado y sin intención de plantear batalla le infligiera un número innecesariamente elevado de bajas. En reconocimiento a los servicios prestados a la nación, el 3 de julio de 1991 Bush impuso a Powell la Medalla presidencial de la Libertad, condecoración civil a la que siguieron las medallas presidencial de los Ciudadanos, de Oro del Congreso, de la Secretaría de Estado al Servicio Distinguido y de la Secretaría de Energía también al Servicio Distinguido, amén del título de caballero de honor de la Orden de Bath que le impuso la reina de Inglaterra y una segunda Medalla presidencial de la Libertad, ésta colocada el 30 de septiembre de 1993 por el nuevo presidente, Bill Clinton.

En enero de 1993 Powell fue confirmado en sus funciones por la flamante Administración demócrata, semanas después de comenzar la operación militar de carácter humanitario Devolver la Esperanza (Restore Hope) en el avispero de Somalia, llamada a naufragar estrepitosamente y a convertirse en ejemplo de manual antitético de la Doctrina Powell. El general nunca vio muy clara la presencia estadounidense en el país africano, a la vez que disuadió a Clinton de desatar una campaña de bombardeos aéreos contra los serbios de Bosnia por considerarla inefectiva, a menos que fuera seguida de un despliegue masivo de tropas de tierra, escenario que fue descartado por la Casa Blanca por el temor a su coste humano.

Para su fortuna, Powell no tuvo que dar explicaciones por el domingo negro del 3 de octubre de 1993, cuando 18 soldados de operaciones especiales fueron abatidos en Mogadiscio por milicianos leales al señor de la guerra Muhammad Farah Aydid, porque dos días antes terminó su ejercicio al frente del Estado Mayor Conjunto, siendo sustituido por el John Shalikashvili, hasta ahora el comandante supremo de la OTAN en Europa. Dicho sea de paso que en febrero anterior trascendió un fuerte desacuerdo entre Powell y Clinton por la determinación del presidente de suspender la ley discriminatoria que prohibía a los homosexuales formar parte de las Fuerzas Armadas. Se aseguró entonces que Powell estaba considerando adelantar su retiro como protesta por la política de la Casa Blanca sobre el particular.


7. Colgadura del uniforme y entrada en la política con tentaciones presidenciales

Culminada su carrera militar y agotados los galones que podía añadir a su uniforme, Powell, a la edad de 56 años, se dio de baja del Ejército y comenzó su andadura como civil. Por de pronto, rehusó hablar de aspiraciones políticas y únicamente confirmó que iba a continuar en la vida pública, por ejemplo dando conferencias —universidades, asociaciones y organismos de toda especie se rifaban sus participaciones—, y a concentrarse en escribir su citado libro de memorias, My American Journal, por el que le pagaron seis millones de dólares en el contrato de autor y que se convirtió en un éxito rotundo de ventas en 1995. En septiembre de 1994 hizo una inesperada reaparición en la política internacional como integrante, junto con el ex presidente Carter y el senador demócrata Sam Nunn, del equipo de mediadores que en nombre de la Administración Clinton negociaron en Puerto Príncipe con la junta militar de Haití el abandono del poder por ésta y la no obstaculización de la ocupación militar estadounidense, llamada a reponer por la fuerza al presidente legítimo, Jean-Bertrand Aristide.

A los ojos de una gran mayoría de estadounidenses, Powell era un héroe nacional que aunaba a su impresionante historial castrense y de servicios a la patria un dechado de virtudes, no vistas en abundancia entre la clase política, como podían ser la rectitud, la integridad, la solvencia y la modestia. Para aquellos miembros de la comunidad afroamericana y, en general, para las minorías étnicas que aspiraban a mayores cotas de integración y respetabilidad en el sistema social de un Estado al que eran leales, Powell brindaba un muy notable ejemplo de, aparentemente, hasta dónde se podía llegar, con tesón y con fe en uno mismo, en un país cuyos puestos de élite seguían dominados por la mayoría blanca de ascendiente europeo. Powell era sacado a colación en los sermones de aleccionamiento a los jóvenes y, en resumidas cuentas, venía a encarnar el sueño americano.

Gozando de un raro carisma que suscitaba aprobaciones independientemente de la orientación electoral del simpatizante, después de publicar su autobiografía Powell fue tentado a convertirse en el Eisenhower de color, a pesar de desconocerse su ideología y su opinión sobre virtualmente todas las cuestiones sociales y económicas. Su faceta neutra facilitaba que se le ubicase tanto en el ala centrista del Partido Republicano como en el ala moderada del Partido Demócrata (como dato añadido, Carter y el reverendo Jesse Jackson eran dos personalidades demócratas que le venían tributando públicas simpatías y amistad), una ubicuidad que él mismo reconoció en una entrevista en septiembre de 1995, si bien entonces apostilló que sus preferencias apuntaban al primero de los campos.

Ciertamente, los guiños para que lanzara su postulación presidencial le fueron realizados con insistencia desde el campo republicano, donde había sectores que no tenían mucha confianza en que precandidatos como el senador Bob Dole pudieran ser capaces de rentabilizar unas circunstancias propicias —la acumulación de errores por el Gobierno demócrata en política interior y exterior, y la mayoría republicana en ambas cámaras del Congreso desde las legislativas de 1994— y vencer a Clinton en su aspiración a la reelección en noviembre de 1996. Fuera de la dicotomía partidista, había quienes adjudicaban a Powell una estatura moral capaz de reparar, desde la Casa Blanca, las fracturas detectadas en la unidad del país y apaciguar las tensiones sociales, estando fresco en la memoria el violento estallido racial en Los Ángeles en abril y mayo de 1992, que se saldó con 58 muertos. Powell siempre había afirmado que, para él, la raza “no era un problema”, pero también se trataba de un admirador de Martin Luther King.

A lo largo de 1995 el ex general se ocupó de ir desgranando sus opiniones en aquellos temas que definen el repertorio habitual de propuestas y contrapropuestas en las campañas electorales de Estados Unidos. Powell se perfiló como un conservador pragmático, cristiano practicante pero sin discurso religioso, que, un poco paradójicamente, compartía algunas de las inquietudes del establishment liberal, tan detestado por la derecha radical, de reminiscencias reaganianas, que en ese momento marcaba la pauta en el Partido Republicano. Así, Powell se mostró partidario de la discriminación positiva (affirmative action) para abrir puertas a las minorías raciales, de un cierto control sobre las armas de fuego de uso personal y de una política fiscal ciertamente regresiva, pero con “conciencia social”. Apoyaba la pena de muerte, pero se desmarcaba de la ortodoxia conservadora con su defensa del derecho al aborto. Sobre política exterior, sostenía la necesidad de llevar las cosas con más coherencia y firmeza de criterio, todo lo contrario a como lo estaba haciendo la Administración Clinton.

Powell invirtió unos cuantos meses en deshojar la margarita sobre su candidatura y el 8 de noviembre de 1995, finalmente, dijo que no, arguyendo que deseaba preservar la intimidad de su familia. Entonces, la prensa aventuró que su esposa le había convencido de que, siendo negro, corría riesgos físicos adicionales en una aventura presidencial. El anuncio satisfizo al ala ultra del partido de la oposición, pero desconsoló a su legión de seguidores, persuadidos como estaban de que su ídolo habría ganado la nominación republicana y luego batido a Clinton. Sobre este futurible, los sondeos de opinión eran contundentes en señalar al ex general como un contrincante peligrosísimo para Clinton en el caso de que decidiera lanzarse a la arena. Al tiempo que su rechazo cortés, que le mereció los reproches de excesiva cautela e incluso de pusilanimidad, Powell anunció su incorporación a las filas republicanas y su disposición a trabajar para "hacer que el partido de Lincoln se aproxime de nuevo al espíritu de Lincoln".


8. Reclutado para la plataforma republicana de Bush y concesión de la Secretaría de Estado

A comienzos de 1997, Powell seguía recorriendo el país dando charlas y conferencias, a cual más lucrativa, permitiéndole amasar una fortuna, y sentándose en las juntas corporativas de universidades y fundaciones cuando, junto con su esposa Alma, puso en marcha America’s Promise-The Alliance for Youth, una ONG caritativa dedicada a formar en valores educativos y sociales a jóvenes sin horizonte escolar susceptibles de caer en la marginalidad y la delincuencia, y a fomentar el voluntariado social. En abril de ese año Powell se apuntó un sensacional éxito de imagen y demostró tener un poder de convocatoria que para sí quisieran políticos de toda la vida al conseguir reunir en Filadelfia, en la llamada Cumbre para el Futuro de América, al matrimonio Clinton, al vicepresidente Gore, a los ex presidentes Carter y Gerald Ford, y a la ex primera dama Nancy Reagan, amén de a una pléyade de gobernadores estatales, alcaldes, ejecutivos de grandes empresas, dirigentes de iglesias, activistas sociales y estrellas del espectáculo. Todos ellos fueron instados por el anfitrión a sumarse a su cruzada para el socorro de los muchachos desarraigados y a detener los procesos de disgregación social desde la infancia mediante donaciones y acciones constructivas.

Las preocupaciones sociales de Powell fueron ensalzadas por sus siempre numerosísimos admiradores, mientras que la defensa del ámbito privado de los individuos en libertad de conciencia de que había hecho gala quedó expuesta de nuevo en 1998 con su oposición a que Clinton pudiera ser destituido por el Congreso a raíz del escándalo de su relación extramarital con la becaria Monica Lewinsky, añadiendo que la nación tenía “asuntos más serios” de que ocuparse.

En 2000 tocaba celebrar elecciones generales y no faltaron quienes emplazaron a Powell a que se presentara a las primarias republicanas, pero la cuestión de la aspiración a la presidencia estaba definitivamente zanjada. En enero de aquel año, Powell formaba parte de la junta directiva de la compañía de servicios telemáticos America Online (AOL) cuando se anunció su fusión con el gigante de la comunicación Time-Warner. La operación lanzó otra de esas nubes oscuras que han amagado con manchar la pretendidamente inmaculada trayectoria del ex general, ya que uno de los miembros republicanos de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) que dio luz verde a la fusión empresarial no era otro que Michael Powell, quien sumó su votó a sabiendas de que su padre tenía reservado en AOL un paquete de participación de capital por valor de 320.000 dólares cotizando en bolsa. El 11 de enero, el mismo día de la aprobación, Powell dimitió de la junta de AOL y se dispuso a ejercer sus opciones sobre acciones, negocio financiero que debió generarle unos beneficios realmente pingües, quizá de hasta nueve millones de dólares.

En la primavera, Powell se subió a la plataforma presidencial del precandidato republicano con más posibilidades, George W. Bush, hijo del ex presidente y gobernador de Texas, quien se rodeó de otros rostros conocidos de la administración de su padre y de anteriores republicanas; de hecho, muchos interpretaron que Bush no anunció su aspiración hasta estar seguro de que Powell descartaba la suya. El ex general fue una de las estrellas de la Convención Nacional Republicana que el 3 de agosto, en Filadelfia, proclamó a Bush candidato. Su intervención del 31 de julio, centrada en las cuestiones sociales y perfectamente compatible con la noción caritativa del “conservadurismo compasivo” esbozada por Bush, fue muy aplaudida. Los medios coincidieron en señalar a Powell como un guiño de centroderecha lanzado por Bush y su gente más afín a los electores que, no simpatizando con los demócratas, podía causarles temor el fuerte regusto a derecha pura y dura que emanaba de la candidatura republicana.

Bush se impuso sobre Al Gore en las ajustadísimas y accidentadas (y con una sombra de sospecha, al tener que dirimir la victoria nada menos que el Tribunal Supremo Federal, dominado por los magistrados conservadores, al mes largo de la cita con las urnas) elecciones del 7 de noviembre. Se había conjeturado con que Powell sería un excelente secretario de Defensa, pero el 16 de diciembre Bush le nominó para la Secretaría de Estado. Dado que el escogido para dirigir el Pentágono era un antiguo halcón de la Guerra Fría, Donald Rumsfeld, que ya había ocupado el puesto entre 1975 y 1977 en la Administración Ford, el nombramiento de Powell al frente de la política exterior se vio como el contrapeso del pragmatismo y la moderación, un reparto de roles que recordaba al dúo Weinberger-Shultz de la época de Reagan. Powell se estrenó en sus funciones el 20 de enero de 2001 como los demás miembros del Ejecutivo; sólo dos días después, su hijo Michael fue designado por Bush presidente de la FCC.


9. Una opción moderada mal ubicada entre radicalismos de derecha

La llegada del primer afroamericano a la Secretaría de Estado de Estados Unidos despertó amplias expectativas en la comunidad internacional, donde se percibía con aprensión el programa exterior de Bush, que pregonaba el repliegue defensivo y el unilateralismo a la hora de manejar las situaciones internacionales. La Doctrina Powell, con su pregón de un intervencionismo militar selectivo y cuidadosamente meditado con criterios de racionalidad para asegurar la victoria en todos los aspectos, que implicaba el rechazo a que Estados Unidos se comportara como el policía o el bombero apagafuegos del mundo, guiaba parte de aquel planteamiento.

Pero el núcleo del poder instalado en la Casa Blanca no esperó mucho para exhibir una forma de ejercer el unilateralismo a la hora de salvaguardar la seguridad y los intereses nacionales que era sustancialmente diferente de la presentada en la campaña electoral: lejos de acomodarse en la pasividad contentiva y en la inhibición desconfiada, Estados Unidos abrazó un activismo exterior trufado de consideraciones ideológicas. Ello condujo, primero, a la impugnación o el boicot sistemáticos de las fórmulas multilaterales y de los compromisos asumidos en esos ámbitos, y, segundo, principalmente a raíz de los catastróficos atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, a la sustitución del aislacionismo por el belicismo y el intervencionismo sin conceder excesiva importancia a las consultas previas entre estrados y los legalismos, con el consiguiente estremecimiento del sistema de relaciones y el derecho internacionales.

En efecto, Powell, heredero a su manera del multilateralismo matizado de la administración de Bush padre, desentonó a las primeras de cambio en el Consejo Nacional de Seguridad, donde estaba rodeado de personajes de una línea ideológica que no era la suya: el ya presentado secretario de Defensa Rumsfeld; el vicepresidente Richard Cheney, un republicano del ala más conservadora que fuera secretario de Defensa con Bush padre; la asesora de seguridad nacional Condoleezza Rice, una experta en temas heredados de la Guerra Fría como Rusia y el balance estratégico que no desdeñaba el unilateralismo armado, y que también era afroamericana; y, el fiscal general John Ashcroft, un servidor público polémico por su radicalismo derechista y su aproximación religiosa a la pena capital y el aborto, apoyando la primera con el mismo ardor con que condenaba el segundo. Powell entró en una pugna, sólo a veces soterrada, con Rumsfeld, quien, sin ser amonestado por Bush, no tuvo ambages en entrometerse en el ámbito diplomático del primero, generando muchas disonancias que sembraron desconcierto y malestar en los aliados y socios europeos. Powell dejó una agradable estampa de posibilismo y de disposición al diálogo entre iguales en sus primeras visitas a las capitales de la Unión Europea (UE), donde se le prefería con mucho a Rumsfeld, tachado de desabrido y arrogante.

La Comisión Europea y los gobiernos de la UE más comprometidos con la línea de autonomía europea, como el francés y el alemán, esperaban que Powell fuera un emisario con un mandato político fuerte, capaz de negociar acuerdos para resolver la constelación de contenciosos y divergencias que separaban a la UE y Estados Unidos, desde el programa de Defensa Nacional Antimisiles (NMD) y los planes de la UE de avanzar hacia una política común de defensa, hasta las serias pugnas comerciales en los capítulos agrícola, cárnico, del acero o de productos transgénicos, pasando por la decisión de Washington de desligarse del Protocolo de Kyoto de 1997 sobre la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y la forma de afrontar la crisis de Oriente Próximo.

En el primer tramo de 2001, Powell desempeñó con fruición su misión de ahuyentador de suspicacias y temores, y de forjador de respaldos a las políticas de su gobierno, aunque con resultados decepcionantes. Los desencuentros con los europeos no hicieron más que crecer, mientras que China y Rusia no fueron persuadidos de que la NMD (emprendida pero no avanzada más allá de su fase experimental bajo Clinton), de la que la actual administración iba a desarrollar la versión completa no obstante su coste desorbitado, no representaba una amenaza contra ellos ni tampoco era el principio de un rearme general, sino que respondía a la necesidad objetiva de asegurar la inviolabilidad del territorio de Estados Unidos frente a ataques de misiles de países “irresponsables” y “fracasados” (desde el año anterior hacía fortuna la expresión rogue states, o estados bribones), o de organizaciones terroristas con acceso a armas de destrucción masiva, cual podría ser el caso de Al Qaeda.

Transcurridos unos meses desde la toma de posesión, resultaba evidente que Powell no sólo estaba viendo socavada su labor diplomática por las interferencias de Rumsfeld, sino que Bush le estaba marginando en el diseño de la política exterior en beneficio de Rice, quien, según opinaban los observadores, ganaba de largo a su colega de raza en ambición política y en contundencia de discurso. Rice se convirtió en la sombra de Bush en sus desplazamientos internacionales y en sus encuentros con los estadistas. La influencia principal de la asesora de seguridad nacional se percibió en la decisión del Departamento de Estado de cambiar la política de Clinton de diálogo con Corea del Norte por otra de confrontación, que puso en un brete a la posibilista sunshine policy del presidente surcoreano y premio Nobel de la Paz Kim Dae Jung. Washington acusó a las claras al imprevisible gobierno estalinista de Pyongyang, que desde 1994 estaba sometido a un régimen subsidiado de control sobre su programa nuclear, de contribuir a la proliferación mundial de armas de destrucción masiva, sobre todo en tecnología de cohetes. En este frente, Powell recomendó negociaciones directas y coordinación con los aliados asiáticos, pero no fue escuchado.

En cuanto al conflicto de Oriente Próximo, fuera de control desde el estallido de la intifada de las Mezquitas en octubre de 2000, el papel mediador estadounidense que correspondía jugar a la oficina de Powell quedó completamente arruinado por el activismo del siempre poderoso lobby judío de Estados Unidos y, sobre todo, por la omnipresencia de un grupo de altos funcionarios y asesores del Departamento de Defensa, varios de ellos mismos de ascendencia judía, que estaban empapados de un sionismo maximalista y de una hostilidad visceral a lo palestino. A la cabeza del grupo estaban dos ideólogos de la llamada escuela neoconservadora, caracterizada por su extremismo derechista y su nacionalismo mesiánico: el subsecretario de Defensa Paul Wolfowitz, quien no ocultaba su desprecio por la ONU como organismo responsable de la paz y la seguridad en el mundo, y que abogaba por no escatimar las bazas del poderío militar de Estados Unidos, y el presidente (luego sólo miembro) del Comité Asesor de Políticas de Defensa del Pentágono, Richard Perle, otro veterano de la época reaganiana, portador del sórdido apodo de Príncipe de las Tinieblas y considerado un visionario de la reordenación geopolítica de Oriente Próximo bajo la batuta de la superpotencia norteamericana.

Bajo la influencia de los círculos neoconservador de Wolfowitz y neorrealista (teóricamente más pragmático) de Rumsfeld, Bush y su Administración fueron asumiendo el lenguaje y los análisis del Gobierno israelí y dejaron a los territorios palestinos autónomos y ocupados a merced de la maquinaria de guerra de Israel, que se afanaba en destruir las capacidades terroristas de los grupos radicales palestinos, las cuales, supuestamente, ni la OLP ni la Autoridad Nacional Palestina (ANP) bajo la presidencia de Yasser Arafat estaban en condiciones de impedir.

El mensaje transmitido por Washington al Gobierno derechista de Ariel Sharon fue que mientras durase el presente estado de violencia, Israel estaba en su derecho a tener sepultado el proceso de paz y a responder adecuadamente a las barbaridades del terrorismo palestino, por más que la coyuntura era aprovechada para demoler las infraestructuras de la ANP y expandir los asentamientos de colonos, entre otros hechos consumados inaceptables para la comunidad internacional. Powell, por ejemplo, censuró la política israelí de asesinatos selectivos de líderes políticos y militares de las organizaciones palestinas extremistas, pero en ésta y otras reconvenciones tendía a ser desautorizado por otros altos miembros del Ejecutivo que, invariablemente, respaldaban a Sharon.

Hasta que la crisis de Irak llamó a rebato y al cierre de filas en la Administración estadounidense, en la segunda mitad de 2002, dio la impresión de que Powell y la Secretaría de Estado fueron arrastrados a la vorágine de decisiones unilaterales de la Casa Blanca en el terreno internacional, en muchas de las cuales el titular de la diplomacia pareció asentir con reluctancia y poca fe. Caben destacar las siguientes: el abandono de la pendiente ratificación del Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares (CTBT) de 1996; la retirada oficial del Tratado de Antimisiles Balísticos (ABM) de 1972, por hallársele incompatible con la NMD, cuyo despliegue a partir de 2004 fue autorizado por Bush en diciembre de 2002; la no ratificación tampoco e incluso —hecho sin precedentes— la retirada de la firma del Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998; la obstaculización de la aprobación de un protocolo de verificación in situ concebido para hacer efectiva la Convención sobre prohibición total de Armas Biológicas (BWC) de 1972; la resistencia también a someterse a los controles de verificación de la Convención de prohibición total de Armas Químicas (CWC) de 1993; y, la negativa a firmar el Tratado de Minas Anti-Personal de 1997, amén de la ya citada ruptura con el Protocolo de Kyoto.

Paulatinamente, Powell fue amoldándose al rol, claramente no entusiasta pero disciplinadamente firme, de mero portavoz de las tesis de dureza de la Casa Blanca, sin que el público tuviera muy claro cuánto de lo que él decía lo decía convencido y cuánto únicamente por lealtad al Gobierno al que servía, y eso cuando Bush, Rice o Rumsfeld no le escamoteaban el protagonismo mediático que por el cargo le correspondía.

Powell, que procedía de la tradición realista en el manejo de las relaciones internacionales, en la línea de un James Baker, no pudo divulgar, y mucho menos desarrollar, las ideas propias de política exterior que pudiera tener, y tuvo que tragarse píldoras tan amargas como la que sin duda le debió parecer la instrucción de Bush de que no encabezara la delegación nacional en la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, a celebrar en Durban, Sudáfrica, a comienzos de septiembre de 2001, foro en el que iban a discutirse los problemas que afectaban a los miembros de su raza en diversas partes del mundo. Luego, durante la conferencia, Powell cursó la orden presidencial a los delegados estadounidenses de que regresaran a casa como señal de protesta porque en el borrador de la declaración se tildaba a Israel de país “racista” por el trato que dispensaba a los palestinos. En estas semanas, amigos y personas allegadas a Powell reconocieron que éste se sentía “frustrado”, pero no consideraban probable su dimisión por ser incompatible con el sentido del deber y el acatamiento a la superioridad, tan acendrados en el ex militar.


10. Efímera recuperación de lustre a fuer de la diplomacia antiterrorista

La conmoción provocada por los atentados que el 11 de septiembre de 2001 perpetró contra Nueva York y Washington la organización Al Qaeda del integrista saudí Osama bin Laden, enemigo declarado de Estados Unidos desde hacía un lustro, devolvió parte de la prestancia perdida a Powell, aunque esta resurrección terminó resultando efímera. Contrastando con la desaparición de escena de Cheney, recluido por razones de seguridad, y con las comparecencias un tanto aturulladas de Bush, que en un error garrafal empleó el término “cruzada”, antipático para los musulmanes, para referirse a su proclamada declaración de guerra al terrorismo internacional, y que bautizó a la operación militar en ciernes como Justicia Infinita (Infinite Justice), expresión que sonó a demasiado revanchista y personal y que fue sustituida a los pocos días por la más integradora de Libertad Duradera (Enduring Freedom), el secretario de Estado exudó serenidad y control, una proyección que resultó balsámica para la traumatizada y angustiada ciudadanía de su país.

La guerra que Estados Unidos se planteaba lanzar en Afganistán para descabezar a Al Qaeda y de paso para destruir al régimen político que le daba cobijo, el de los fanáticos fundamentalistas talibán que lideraba el mullah Mohammad Omar, requería una intensa actividad diplomática y la formación de una alianza de amplio espectro, similar a la fraguada cuando la crisis del Golfo en 1990, y aquí, Powell, contrario al aislacionismo por principio, podía sentirse vindicado. Su tarea le fue muy facilitada por el hecho de que los atentados habían levantado una ola de solidaridad casi universal con Estados Unidos, así que se concentró en explorar si cabía reclutar a Siria e Irán para el esfuerzo antiterrorista y en obtener el máximo nivel de apoyos, logísticos, políticos y diplomáticos, entre los países musulmanes moderados.

Una misión particularmente sensible, en octubre, ya comenzados los bombardeos aéreos en Afganistán, fue convencer al dictador pakistaní, general Pervez Musharraf, de que debía romper completamente los lazos con los talibán y cooperar en firme con los esfuerzos antiterroristas, objetivo que mayormente fue alcanzado, no obstante colocarse a Musharraf en una delicadísima situación interna por el virulento rechazo que estos planes concitaban en la oposición política islamista. Entre noviembre y diciembre la campaña afgana cerró su primera fase con la conquista de Kabul por los aliados locales de la Alianza del Norte, el derrumbe del régimen talibán, la eliminación de muchos combatientes extranjeros y miembros de Al Qaeda y la instalación en el poder de las autoridades interinas elegidas en la conferencia internacional de Bonn, con el proestadounidense Hamid Karzai a la cabeza.

Al comenzar 2002, el público percibió que la estrella de Powell empezaba a declinar de nuevo a la par que tomaba altura el vuelo de los halcones de la Oficina Ejecutiva del Presidente y el Pentágono, quienes, galvanizados por el éxito en Afganistán (si bien los talibán supervivientes pudieron reorganizarse y lanzar contraataques de tipo partisano que prolongaron en el país asiático un estado de inseguridad o de guerra de baja intensidad, además de que los dos trofeos más buscados, bin Laden y el mullah Omar, consiguieron evadir el cerco militar), presionaron denodadamente para que Irak fuese el siguiente objetivo a batir.

En relación con la operación en Afganistán, el secretario de estado contrapuso su parecer al de Bush y los extremistas de la Casa Blanca al demandar que se aplicara la Convención de Ginebra a los cientos de detenidos sin cargos, asistencia legal ni hábeas corpus, presuntamente talibán o miembros de Al Qaeda, que habían ido a parar a la prisión de la base de Guantánamo en Cuba. Powell tampoco creía que debiera dárseles el estatus de prisioneros de guerra, pero consideraba procedente que fueran cubiertos por la Convención de Ginebra hasta que un tribunal determinara su situación legal. En su limbo jurídico, a los presos de Guantánamo, sometidos a unas medidas de incomunicación física y sensorial que encendieron una polémica internacional por lo que pudieran suponer de maltrato y de formas de tortura, la administración Bush les había adjudicado la condición de “combatientes ilegales” recluidos en un ámbito de extraterritorialidad, lo que les privaba de las garantías jurídicas tanto internacionales como estadounidenses.


11. Gestión poco eficiente en el conflicto palestino-israelí

Cabe dudar de que la invasión de Irak para desarmar por la fuerza y derrocar a Saddam Hussein llenara de contento o que incluso entrara en los planes de Powell, que tenía bajo su responsabilidad el cuidado de la coalición internacional contra el terrorismo, en la que tomaban parte varios países árabes y musulmanes cuya permanencia era fundamental por obvias razones políticas y en aras de un combate más efectivo contra Al Qaeda. Y sin embargo, fue el propio secretario de Estado el encargado de plantear a las claras la amenaza de su país al régimen de Bagdad, el 8 de noviembre de 2001, cuando, sin pelos en la lengua, señaló a Irak como el siguiente objetivo de la maquinaria de guerra de Libertad Duradera, en cuanto terminaran las operaciones de Afganistán.

Ciertamente, los planteamientos belicistas de la Administración Bush fueron ganando ímpetu a lo largo de 2002, mientras seguía sin encararse debidamente el conflicto de Palestina. El 29 de enero, el presidente, en su discurso anual sobre el estado de la Unión, acuñó el concepto del “eje del mal”, que formaban tres países, Irak, Irán y Corea del Norte, puestos en el punto de mira por contribuir irresponsablemente a la proliferación mundial de armas de destrucción masiva, poseer en grado incierto esas mismas armas con aviesas intenciones, fomentar el terrorismo internacional y, en definitiva, entrañar un grave peligro para la paz y la seguridad globales. Si algo en Oriente Próximo obsesionaba a la Administración Bush era Irak, no el conflicto palestino-israelí, donde la implicación de antaño basada en una diplomacia activa, enérgica con la parte israelí si era necesario, y en la asunción del principio de la retirada de los territorios ocupados en la guerra de 1967 como condición para una paz justa fue sustituida por un enfoque maniqueo según el cual Arafat y su gente eran el mal que había que sacar del proscenio y el Gobierno de Tel Aviv poco menos que el bien, o al menos la parte victimizada, en cuyo respaldo y justificación nada debía escatimarse.

La espiral de violencia y de desafíos a la comunidad internacional alcanzó su paroxismo en marzo y abril de 2002 con el acorralamiento de Arafat en su semiderruido cuartel de Ramallah por los tanques israelíes y con la masacre de un número incierto pero elevado de palestinos en la invadida ciudad autónoma de Jenín, con el consiguiente escándalo internacional. Sólo entonces salió de su letargo el Departamento de Estado y se abrió la oportunidad para el lucimiento de Powell, de cuya actuación hasta ahora en el conflicto de Oriente Próximo no podía decirse que fuera siquiera un pálido reflejo del trabajo desarrollado por predecesores en el cargo como Henry Kissinger en los años setenta con Nixon y Ford, o James Baker en los noventa con Bush padre. Kissinger y Baker eran dos nombres asociados al continuo baile de idas y venidas por la región característico de la shuttle diplomacy, que con Powell se había desvanecido.

Lo que a muchos