Joseph Kabila
Presidente de la República (2001-2019)
Joseph Kabila Es el mayor de la decena de hijos tenidos con sus tres esposas por Laurent-Désiré Kabila, líder de la triunfante rebelión contra el régimen de Mobutu Sese Seko en otoño de 1996 y presidente de la República Democrática del Congo (RDC) desde mayo de 1997 hasta su asesinato en enero de 2001. Las dramáticas circunstancias que encumbraron a Kabila júnior a la jefatura de un país desgarrado por una contienda doblemente civil e internacional -no en vano, ha sido llamada la "primera guerra mundial africana"- descubrieron a un hombre sin apenas biografía, cuyos únicos rasgos destacables eran su juventud, su circunspección y su perfil enigmático.
Es preciso rastrear las andanzas de Kabila padre, veterano de las revueltas lumumbistas y antimobutistas a lo largo de tres décadas, para hilvanar conjeturas sobre el hijo, cuyo nacimiento se suele remontar tanto a 1972 como a 1971 y 1968. El caso es que entre finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, Laurent Kabila, cuando no se encontraba fuera de la región adiestrándose en tácticas guerrilleras, repartía sus actividades subversivas y contrabandistas entre Tanzania, Uganda, Kenya, la región congoleña de Kivu y su bastión natal al nordeste de la región meridional de Shaba, la antigua provincia de Katanga. Se desconocen sus ubicaciones precisas en este período, cuando menos las de sus tres esposas reconocidas, y tampoco se ha facilitado la fecha exacta del nacimiento de Joseph.
Según el Gobierno congoleño, la madre, Sifa Maanya, que al menos hasta el último momento de la vida de su marido vivía en Kinshasa apartada de los medios de comunicación, es una bango-bango nacida en el este del país y con los papeles en regla. La aclaración es pertinente toda vez que la Constitución mobutista, aún en vigor, exige la nacionalidad congoleña a los padres del jefe del Estado. En Kinshasa se da por cierto que Maanya era una tutsi de origen rwandés a la que Kabila, un baluba autóctono, conoció en los años del exilio, y no debe olvidarse que tras la rebelión contra Kabila en 1998 los tutsis locales o foráneos fueron presentados por los medios gubernamentales como enemigos del Congo. Otro rumor apunta a que Joseph no es un hijo biológico, sino adoptado.
Sea como fuere, el joven recibió educación escolar en Tanzania, instrucción militar en Rwanda y una incipiente formación universitaria en Uganda antes de venir a finales de 1996 al entonces Zaire en las filas de la Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo-Zaire (AFDL) que encabezaba su padre. Se sugiere que desempeñó importantes funciones de enlace en Kisangani entre los rebeldes congoleños, por lo demás una heteróclita coalición de opositores políticos y tribales, y los auténticos artífices de la invasión, los gobiernos de Uganda y Rwanda, que asistieron decisivamente a la AFDL con pertrechos y tropas regulares.
En concreto, se ha citado a Kabila a las órdenes del coronel tutsi del Ejército rwandés James Kabare, estratega de las operaciones ofensivas contra las fuerzas mobutistas y que tras la toma de Kinshasa en mayo de 1997 fue nombrado por Kabila padre jefe del Estado Mayor de las nuevas Fuerzas Armadas Congoleñas (FAC).
La instrucción y círculo de contactos de Joseph Kabila se inscriben, pues, en la órbita anglófona del África Oriental. Entre los escasos apuntes personales divulgados consta su buen desenvolvimiento en los idiomas inglés y swahili, su limitado francés y su desconocimiento del lingala, lengua bantú comúnmente hablada en el área de Kinshasa y en el Bajo Congo. Se sabe también que no está casado, pero que convive con una joven de Goma con la que tuvo una hija meses antes de suceder a su padre, así como que tiene un hermano y una hermana consanguíneos, ella su melliza y estudiante en Estados Unidos.
En abril de 1998 Joseph fue enviado a China para recibir instrucción militar durante un trimestre y a la vuelta le fue conferido el galón de general y el despacho de jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra. Esta promoción fue inmediatamente después de la expulsión por su padre en junio y en julio de los oficiales rwandeses y ugandeses que le habían ayudado decisivamente en el derrocamiento de Mobutu y después ocupado algunos puestos clave de la administración, con Kabare a la cabeza, pero que ahora le resultaban un estorbo para su línea de Gobierno marcadamente nacionalista y neolumumbista.
La reacción de los poderes de Kigali y Kampala con el protegido de la víspera, que había insatisfecho sus expectativas de acabar con las incursiones de exiliados hutus y otros opositores desde territorio congoleño, fue organizar una nueva insurrección que aunó a algunos colectivos étnicos reclutados para el alzamiento de 1996 y ahora desencantados con la katanguización o la promoción sectaria de personas y familiares del terruño de Kabila, así como a desertores del primer Gobierno kabilista y antiguos mobutistas.
La invasión de esta nueva Alianza rebelde, sostenida sin disimulos por los Ejércitos rwandés y ugandés, comenzó el 3 de agosto de 1998. Joseph Kabila participó en la conducción de las operaciones militares coordinándose con los mandos de los contingentes expedicionarios enviados por Zimbabwe, Angola y Namibia en auxilio de Kinshasa, y subordinado a los sucesivos comandantes en jefe de las FAC, Célestin Kifwa, Faustin Munene y Sylvestre Lwecha. Durante más de dos años, mientras la segunda guerra de liberación del Congo se empantanaba en un galimatías de partes combatientes, matanzas étnicas, turbias economías de depredación y conferencias de paz fracasadas, Joseph Kabila continuó siendo un personaje ignorado por la población.
Gentes que le conocieron en aquellos años han explicado en entrevistas que se trataba de una persona tímida, taciturna, poco habladora y austera en grado sumo. Resaltan su condición de hombre de la milicia, acostumbrado a la vida cuartelera y a una disciplina muy sobria que excluía las apariciones en la vida civil, o el consumo de tabaco y alcohol; esto es, que en cuanto a carácter era exactamente la antítesis de su padre. También se ha indicado que, contrariamente a lo que pudiera pensarse considerando su juventud y apellido, entonces era un comandante respetado por méritos propios por el alto mando de las FAC. También hay indicios de una participación en lucrativos negocios en nombre de su padre y compartidos con un sobrino del presidente de Zimbabwe, Robert Mugabe.
Su trayectoria podría haber continuado por los vericuetos más discretos de no acontecer el magnicidio del 16 de enero de 2001. Ese día Laurent Kabila fue mortalmente herido en el palacio presidencial de Kinshasa en un confuso tiroteo iniciado por un guardaespaldas de confianza, que fue abatido en el acto. Con un fondo de incertidumbres y sospechas sobre lo que se estaba ventilando en la cúpula del régimen, y sin reconocer aún el Gobierno la muerte de Kabila, el día 17 Joseph, que según parece no se encontraba en la capital en el momento del atentado, fue elevado a la jefatura del Estado en funciones como cabeza del Gobierno y las FAC.
El 20 las autoridades certificaron un óbito que todo el mundo daba por cierto y al día siguiente se celebraron los funerales de Estado con la presencia dominante y el semblante inescrutable del nuevo jefe de la nación. Se habló de figura efímera de transición sin ambiciones de poder y de marioneta de los verdaderos hombres fuertes del país, destacando al ministro del Interior, Gaëtan Kakudji, primo del fallecido, alto exponente del clan katangueño de Manono y considerado el número dos del régimen, al edecán y coronel Eddy Kapend, quien con su comparencia en las horas posteriores al asesinato pareció proyectarse como un candidato a la sucesión, y al mismo general Lwecha.
Pero el 26 de enero Kabila prestó juramento como presidente titular y en las semanas siguientes aquella impresión de futilidad fue borrándose a medida que de sus disposiciones emanaba una autoridad real y autónoma, si bien, obviamente, apoyada en la experiencia y el caché político de las personalidades del "círculo íntimo" del régimen. Sectores de la oposición civil de Kinshasa denunciaron lo insólito de una sucesión entre padre e hijo en un sistema republicano y la señalaron como la perfecta demostración del grado de sectarismo y cerrazón democrática de un sistema no representativo del pueblo congoleño y desacreditado por la falta de libertades.
Los comentaristas africanos apuntaron además que si Kabila era de veras el nuevo líder de la RDC, se trataba de un líder ciertamente inusual, dado que la cultura política de la región apela a una relación ambigua entre el presidente y las masas populares, combinando elementos carismáticos, populistas, paternalistas y represivos. Esa tradición, cada uno con su estilo e ideología, la habían seguido bien Mobutu y Laurent Kabila, pero Joseph Kabila parecía hecho de otra pasta. No se sabía muy bien como podría legitimarse ante el grueso de una población que no le conocía, sobre todo los habitantes de Kinshasa y el populoso Bajo Congo, sin las preceptivas concesiones demagógicas en actos de multitudes o acciones concretas tendentes a implantar un sistema de libertades y pluralismo.
Kabila se convirtió en el cuarto presidente desde la independencia en 1960 en un momento de fuertes presiones exteriores, de las que no eran ajenas los aliados y protectores africanos, para que Kinshasa facilitara una salida negociada al conflicto y la retirada de los diversos ejércitos extranjeros, admitiendo a las facciones rebeldes como interlocutoras directas tanto en lo militar como en lo político. Su padre, que siempre insistió en que su país tan sólo era víctima de las apetencias imperialistas rwando-ugandesas, se había negado a hacer concesiones a las guerrillas domésticas y puesto trabas al despliegue de una fuerza de interposición de la ONU, la MONUC.
Su desaparición, nunca satisfactoriamente esclarecida pese a la versión oficial de que había sido víctima de una simple venganza personal sin mediar motivaciones políticas o complots de cualesquiera procedencia (sobre esta categoría de versiones, los observadores apuntaron tanto a un golpe de palacio orquestado por Kapend y Lwecha como a una conspiración participada por los gobiernos de Uganda, Rwanda y Angola), pareció abrir un vericueto nuevo para el curso de la guerra, pero muy pocos esperaban cambios con carácter inmediato.
Por un lado, se señalaba que los notables que habían formulado las políticas desde 1998 seguían firmemente al timón con todas las declaraciones de lealtad al nuevo jefe que fueran menester, y por otro lado se planteaban interrogantes sobre las propias habilidades políticas de un joven de trayectoria básicamente castrense para lidiar con el extremadamente complicado conflicto que asolaba su país, con la actuación simultánea de países amigos, países enemigos, países mediadores de talante neutral, fuerzas de oposición armadas, partidos de la oposición civil, países occidentales (en particular Estados Unidos, Francia y Bélgica, los tres tempranamente decepcionados con Laurent Kabila) y organismos internacionales (la ONU, la Organización para la Unidad Africana -OUA- y la Comunidad de Desarrollo del África Meridional -SADC-, en cuyo nombre se habían producido las intervenciones de zimbabwos, angoleños y namibios).
A falta de una comunicación pública, las intenciones que pudiera albergar Kabila más a largo plazo sobre la política interna, la economía (en estado calamitoso), la situación de los Derechos Humanos (virtualmente aniquilados en las zonas de combates y bajo el control de la alianza rwando-ugandesa) y la conducción estratégica de la guerra, con todas sus implicaciones militares, políticas, comerciales y financieras, constituían una incógnita, aunque sobre el último capítulo sectores implicados y observadores externos daban por seguros más flexibilidad y posibilismo.
A los tres aliados de Kinshasa, así como a los dos padrinos de los rebeldes, les urgía una distensión para retirar tropas por razones tanto políticas (impopularidad de la aventura congoleña entre sus opiniones públicas) como económicas (costes militares insoportables para las arcas estatales). Los mediadores de la región, con el ex presidente botswano Quett Masire a la cabeza, dudaron de que la situación pudiera clarificarse pronto, ya que, aunque refractaria a una solución negociada, la postura de Kabila padre al menos estuvo perfilada.
Las tres rebeliones prougandesas que dominaban todo el nordeste del país anunciaron el 17 de enero en Kampala su aglutinación en un Frente de Liberación del Congo (FLC). Consistían en una de las dos facciones en que se había dividido el Reagrupamiento Congoleño por la Democracia (RCD) original, el RCD-Kisangani (también denominado RCD-Movimiento de Liberación), el más consistente Movimiento de Liberación del Congo (MLC) de Jean-Pierre Bemba y el marginal RCD-Nacionales (RCD-N), éste un grupo de dudoso pedigrí guerrillero y más parecido a una banda de saqueadores. El RCD-Goma, sostenido por Rwanda, se mantuvo fuera.
El FLC anunció la contención de sus operaciones militares hasta ver los pasos que tomaba Kabila, con el que, empero, no se hicieron muchas expectativas y al que negaron reconocimiento. Por contra, algunos comentaristas indicaron que los vínculos de años con los liderazgos ugandés y rwandés prefiguraban a Kabila como un conciliador ante los sañudos enemigos del presente.
Lo que estaba en juego era la aplicación de los acuerdos de Lusaka de julio de 1999, ignorados por Kabila padre, que establecían un detallado calendario para la desmovilización de los contendientes, la retirada de todas las fuerzas extranjeras y su reemplazo por los 5.500 hombres de la MONUC. De entrada, la guerra siguió su curso, con los rebeldes y las FAC regateándose territorios con ofensivas y escaramuzas, convencidos de que por el momento los respectivos patrones exteriores mantendrían, e incluso incrementarían, sus fuertes contingentes militares hasta que se aclarase el curso de los acontecimientos.
En las semanas posteriores a su ascensión, Kabila, parco en alocuciones, siguió sin poner sobre la mesa otras cartas que la expulsión de los "agresores extranjeros" con "disciplina, cohesión y unidad", y llamamientos a los rebeldes para sumarse a un proceso de reconciliación nacional basado en el espíritu y la letra de los acuerdos de Lusaka. Las hostilidades no cesaron, pero tomó cuerpo una urgencia general por acabar con el presente estado de cosas, demasiado violentas y demasiado caóticas para todas las partes en conflicto.
Kabila realizó visitas de presentación y acercamiento a París, Washington, la sede de la ONU en Nueva York y Bruselas entre el 31 de enero y el 3 de febrero, y en todas dejó una imagen positiva en sus anfitriones, respectivamente, el presidente Jacques Chirac, el secretario de Estado Colin Powell, el secretario general Kofi Annan y el primer ministro Guy Verhofstadt, los cuales apreciaron en su huésped una voluntad de apertura política y paz civil. Más llamativo aún fue su temprano encuentro con el presidente rwandés Paul Kagame en la misma sede de la ONU.
Desde la cumbre del 15 de febrero de los jefes de Estado y cabezas de facción signatarios de los acuerdos de Lusaka, que significó el debut de Kabila en la escena diplomática regional y la revitalización de los compromisos, los gobiernos concernidos insistieron en que estaban listos para hacer concesiones sobre el terreno que facilitaran el diálogo.
La perspectiva se consolidó el 26 de febrero cuando comenzaron a desplegarse los primeros soldados de la MONUC (el 20 de abril entraron en la estratégica Kisangani, plaza fuerte de las dos ramas de la RCD). En los meses siguientes los contingentes zimbabwo, angoleño, namibio, rwandés y ugandés fueron retirándose, primero de las líneas de los frentes para su neutralización y después de la misma RDC de regreso a sus países, en un proceso que debía concluir a finales de agosto de 2001.
De hecho, Kabila lanzó una campaña internacional para la normalización de su país, reuniéndose con todos los presidentes vecinos y regresando a la ONU, en mayo, para exponer su visión de una RDC unida, soberana, democrática y pacificada.
El personal diplomático de la ONU que se reunió con él declaró haber encontrado a un jefe de Estado dinámico y con ideas claras, pero se dividió entre los que subrayaron su reconocimiento de la imposibilidad de un desenlace militar a la guerra y la necesidad de un diálogo intercongoleño como solución democrática para los males que azotaban el país, y entre los que no apreciaron compromisos concretos de liberalización del régimen ni mayor flexibilidad con las demandas de seguridad interna de Uganda, Rwanda y Burundi. Kabila incluso se quejó de la lentitud en el despliegue y el escaso tamaño de la MONUC, a la que calificó de "misión de broma".
El 4 de julio Kabila sostuvo en Dar es Salam a instancias del presidente tanzano, Benjamin Mkapa, unos significativos encuentros cara a cara y por separado con el presidente ugandés, Yoweri Museveni, y con el líder del RCD-Kisangani, Ernest Wamba dia Wamba, algo a lo que su padre se había negado siempre. El 30 de junio recibió a Verhofstadt en Kinshasa coincidiendo con el 41º aniversario de la independencia, visita que prenunció el final de una década de desencuentros con Bélgica y certificó el abandono del nacionalismo lumumbista, hostil a las potencias occidentales y alejado del mundo francófono, inaugurado por su padre.
No menos sorpresa causaron sus prontas demostraciones de independencia en el mando. El 28 de febrero Kapend y otros oficiales de seguridad fueron arrestados en conexión con las investigaciones del magnicidio. Y el 14 de abril anunció un nuevo Gobierno que excluía a estrechos colaboradores de su padre: los ministros Kakudji, Abdolaye Yerodia (Educación), Mawampanga Mwana Nanga (Explotaciones Agrícolas) y Dominique Sakombi (Comunicaciones).
A caballo entre la reconducción del conflicto bélico y la asunción de principios elementales de los Derechos Humanos, en junio de 2001 la RDC firmó y ratificó la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño, y Kabila lanzó una campaña nacional, financiada por la UNICEF, para desmovilizar y prevenir el reclutamiento de soldados menores de 18 años en las FAC.
(Cobertura informativa hasta 11/7/2001)