Jimmy Carter
Presidente (1977-1981)
El demócrata Jimmy Carter llegó en 1977 a la Presidencia de Estados Unidos transmitiendo una imagen de honestidad y decidido a hacer de los derechos humanos una consideración integral de la política exterior de su país. La aplicación de este principio ético a las relaciones con la URSS afectó a la distensión nixoniana y, junto con la invasión soviética de Afganistán y la decisión de desplegar los euromisiles de la OTAN pese al tratado SALT II de limitación de armamento nuclear estratégico, condujo sin desearlo a una segunda Guerra Fría en 1979. Carter apadrinó los Acuerdos de Camp David (1978) que sellaron la paz entre Israel y Egipto, accedió a entregar a Panamá la soberanía del Canal (1977) y estableció relaciones diplomáticas con China Popular (1979), pero la debacle en Irán —el derrocamiento del sha por la Revolución Islámica y la crisis de los rehenes de la Embajada en Teherán— agudizó su imagen de debilidad. Acuciado además por la segunda crisis del petróleo y la estanflación, el mandatario perdió la reelección ante el republicano Ronald Reagan en 1980.
Tras dejar la Casa Blanca, Carter se mantuvo activo internacionalmente como mediador de conflictos, promotor de la democracia y monitor electoral, labor sobresaliente que le hizo merecedor del Premio Nobel de la Paz en 2002. Tanto o más importante que esta dedicación humanitaria desde la vertiente política fue el empeño que el Centro Carter, en coordinación con la OMS, puso en la prevención, tratamiento y erradicación de enfermedades parásito-infecciosas en África y Asia: el balance de estas campañas sanitarias contra las por él llamadas dolencias "innecesarias", con millones de personas salvadas del sufrimiento, la discapacidad y la muerte, ha sido excepcionalmente positivo. Por ejemplo, la virtual supresión global de la enfermedad del gusano de Guinea o dracunculiasis (del millón de casos conocidos a finales de la década de los ochenta se ha pasado a apenas 12 diagnosticados en 2022, por lo que ya se habla de la segunda enfermedad humana en ser erradicada después de la viruela) es atribuida en buena medida a los denodados esfuerzos de la ONG del ex presidente.
El 18 de febrero de 2023 el Centro Carter anunció que su fundador, casi centenario y muy frágil de salud tras una serie de ingresos hospitalarios por diversas dolencias, había decidido permanecer el tiempo que le quedaba de vida en su hogar de Plains, Georgia, en compañía de su familia y bajo cuidados paliativos, sin intervención médica adicional. En ese momento, a sus 98 años, Carter era el tercer jefe de Estado o de Gobierno retirado más longevo del mundo.
(Texto actualizado hasta 1 marzo 2023)
1. De oficial de submarinos y cultivador de cacahuetes a gobernador de Georgia
2. Elección presidencial en 1976 en un contexto de depresión nacional
3. La agenda exterior: la prédica de los derechos humanos y los límites de la Guerra Fría
4. Los retos de la gestión doméstica: la crisis de la energía y la stagflation
5. Derrota electoral ante Reagan en 1980
6. Un ex presidente de alto perfil: la labor del Centro Carter y el Nobel de la Paz
7. Acopio de reconocimientos y producción bibliográfica
1. De oficial de submarinos y cultivador de cacahuetes a gobernador de Georgia
El primogénito de un próspero tendero de confesión baptista, tras pasar por la high school de su pueblo natal, Plains, en el sudoeste agrícola de Georgia, James Earl Carter estudió en el Georgia Southwestern College (hoy, Georgia Southwestern State University) de Americus y el Georgia Institute of Technology de la capital del estado, Atlanta, entre 1941 y 1943. A continuación, en el ecuador de la Segunda Guerra Mundial, fue admitido en la Academia Naval de Annapolis, por la que se graduó en 1946. Ese mismo año, a los 21, contrajo matrimonio con Rosalynn Smith, una paisana de Plains y amiga desde la infancia, que acababa de salir de la adolescencia. La joven pareja iba a alumbrar cuatro retoños: Jack (1947), James (1950), Jeff (1952) y Amy Lynn (1967).
Durante siete años, Carter desarrolló una actividad exclusivamente militar en las dotaciones de varios buques de superficie y submarinos de la Armada estadounidense que realizaban misiones tanto en el Atlántico como en el Pacífico, desde 1950 de nuevo un océano en zafarrancho de combate por el estallido de la Guerra de Corea. Primero, sirvió como operario de comunicaciones e instructor en los acorazados USS Wyoming y USS Mississippi, fondeados en la base de Norfolk, Virginia. A últimos de 1948, tras superar un curso de especialización en la Escuela de Submarinos de la Armada en New London, Connecticut, fue asignado a la tripulación del USS Pomfret, un submarino convencional pero famoso por sus grandes prestaciones con base en Pearl Harbor, Hawaii, a bordo del cual patrulló la costa china y sirvió como oficial de comunicaciones, sónar, equipos electrónicos y de la sala de torpedos.
En 1949 Carter recibió el ascenso a teniente en grado júnior y dos años después le fue encomendado un despacho de oficial ingeniero en tierra, en los astilleros de la Armada en Groton, Connecticut, donde inspeccionó las pruebas previas a la botadura del USS Barracuda, un submarino de nueva clase concebido específicamente para cazar a los sumergibles soviéticos. Una vez aprobada la zarpa del Barracuda, Carter se integró en la oficialidad de a bordo. En 1952, con el galón de teniente de navío, se enroló en el novísimo programa de propulsión submarina nuclear que comandaba el entonces capitán, luego almirante, Hyman Rickover, quien le destacó en las instalaciones de I+D naval que la Comisión Nacional de Energía Atómica tenía en Schenectady, Nueva York, y en Washington DC; allí, Carter participó en el diseño y desarrollo de los reactores pensados para las diversas unidades de la Armada que iban a contar con propulsión nuclear.
Carter se hallaba a gusto en la Armada y estaba decidido a hacer carrera en la más alta oficialidad naval, a ser posible vinculado a los flamantes submarinos nucleares de la flota. En particular, se estaba preparando para ser el oficial ingeniero jefe del USS Seawolf, llamado a convertirse en el segundo submarino nuclear de Estados Unidos tras el célebre USS Nautilus. En julio de 1953, cuando la construcción del Seawolf estaba a punto de concluir, el marino recibió la noticia de la muerte de su padre tocayo. A James Carter sénior lo mató a los 58 años un cáncer de páncreas, enfermedad que iban a desarrollar con el mismo mortal desenlace la madre, Lillian Gordy Carter, una enfermera voluntaria en el Cuerpo de Paz, y los tres hermanos menores, Gloria, Ruth y Billy: los cuatro fallecerían respectivamente en 1983, 1990, 1983 y 1988. Semejante concentración de fatalidad en la familia Carter generó en su momento la lógica impresión de una predisposición hereditaria a esta mortal afección.
La pérdida del padre tuvo un efecto determinante en la vida del marinero Carter. Solicitó la licencia de la Armada (si bien hasta 1961, por propia voluntad, no obtuvo el pase a la reserva pasiva) y junto con su esposa Rosalynn se asentó en Plains para retomar y expandir el negocio de su progenitor, que orientó a la plantación y comercialización de cacahuetes. Este cultivo estaba muy extendido en el sureño condado de Sumter y era la base de uno de los alimentos más populares de Estados Unidos, la mantequilla de cacahuete. La bonanza de la granja cacahuetera, convertida ya en una potente industria local, proporcionó a Carter, aún treintañero, un sustancioso capital con el que financiar sus apetencias políticas, que canalizó en el Partido Demócrata. En su patria chica, Carter comenzó a labrarse una reputación de servidor público como presidente de la Junta Escolar del Condado, miembro de la Autoridad Hospitalaria, miembro de la Junta Bibliotecaria, presidente de la Corporación para el Desarrollo de Plains, presidente de la Asociación para el Desarrollo de Georgia y director de la Asociación para la Mejora del Cultivo en Georgia, entre otras participaciones comunales y sectoriales.
La carrera política del futuro presidente arrancó en las elecciones a la Asamblea General de Georgia de noviembre de 1962, en plena era kennedyana, cuando ganó el escaño por el 14 Distrito en el Senado estatal. Dos años después obtuvo la reelección, pero en 1966 declinó optar a la tercera legislatura (su escaño senatorial fue disputado y conquistado por un primo carnal, Hugh Carter) para postularse a la Cámara de Representantes de Estados Unidos, aunque pronto cambio de idea y decidió lanzar su candidatura a gobernador del estado, una plaza inamovible de los demócratas desde 1872, donde, con la legislación entonces vigente, no podía optar a la reelección el popularísimo Carl Sanders. En esta primera tentativa, Carter cayó derrotado en la primaria demócrata del 14 de septiembre de 1966: con el 20,9% de los votos quedó tercero por detrás del favorito, Ellis Arnall, y de su principal competidor, Lester Maddox, quien luego resultó vencedor en la segunda vuelta.
El cultivador de Plains volvió a intentarlo en la edición de 1970, esta vez con éxito. El 3 de noviembre, tras imponerse en la primaria demócrata a Sanders y causar sensación con sus vehementes críticas a las trazas de segregacionismo de los ciudadanos negros que perduraban en el estado sureño, Carter venció a su oponente del Partido Republicano, Hal Suit, con el 59,3% de los votos, de manera que el 12 de enero de 1971 tomó posesión como el 76º gobernador de Georgia.
En sus cuatro años de mandato ejecutivo en Atlanta, Carter se implicó a fondo en la supresión de barreras raciales al acceso de sus paisanos de color a los escalafones medios y altos de la función pública estatal y en el cumplimiento efectivo de las leyes de derechos civiles aprobadas bajo la Administración de Lyndon Johnson. Su talante liberal quedó manifiesto también en una serie de reformas que beneficiaron a diversos colectivos sociales en situación de desventaja. Su acendrada fe baptista no le impedía apoyar el aborto legal, derecho reconocido a nivel federal por el Tribunal Supremo en 1973, aunque a título particular no aprobaba esta práctica. En cuanto a la pena de muerte, el gobernador no bloqueó la nueva regulación aprobada por la Asamblea de Georgia en 1973, aunque él habría preferido abolir definitivamente el castigo capital y reemplazarlo en el código penal del estado por la cadena perpetua. Con los años, el rechazo de Carter a la pena de muerte iba a hacerse más nítido.
Su frustrada aspiración en 1972 a vicepresidente en la candidatura presidencial de su colega de Dakota del Sur, George McGovern (no obstante haberle criticado por considerarle demasiado escorado a la izquierda), quien no superó la Convención Nacional Demócrata de aquel año, estimuló aún más las ambiciones políticas del gobernador georgiano. En 1974 Carter se puso al frente de las campañas electorales del partido en varios estados y en diciembre de ese año anunció que era candidato a la nominación demócrata para las elecciones presidenciales de 1976.
2. Elección presidencial en 1976 en un contexto de depresión nacional
Liberado de sus funciones gubernativas el 14 de enero de 1975, cuando traspasó el testigo en Atlanta a George Busbee, Carter abrió una campaña proselitista de fuerte sabor popular que incidía en el estilo informal del candidato, imán para las cámaras con su omnipresente sonrisa, y en los mensajes alentadores. El pretendiente sureño moduló su discurso de persuasión baptista al gusto de las clases medias trabajadoras y las minorías raciales, quienes vieron en él un ejemplo del americano hecho a sí mismo, sin privilegios de cuna, autodidacta y sin nada que ver con el sospechoso establishment federal, tan envuelto en oscurantismo y mendacidad en los últimos tiempos bajo las administraciones republicanas de Richard Nixon y Gerald Ford.
Carter se presentaba como el honest man, positivo, risueño y de moralidad rectilínea, capaz de reponer la dignidad nacional y de restablecer la confianza en el gran gobierno, gravemente quebrantadas tras los sucesivos traumas y sobresaltos de la guerra de Vietnam, el shock del dólar, la crisis del petróleo y el escándalo Watergate. La desazón del pueblo estadounidense la remontaban los sociólogos hasta los magnicidios de John Kennedy en 1963 y de su hermano Robert y Martin Luther King en 1968. Además, el demócrata estaba decidido a cambiar, mejorándola, la imagen que el mundo tenía de su país.
Carter, que quiso que se le siguiera llamado por su nombre familiar, Jimmy, remontó con inesperada facilidad su principal hándicap de partida, su escasísimo conocimiento por el público nacional, que él transformó en ventaja, la de la fresh face, atractiva en un ambiente de hastío y malestar. Nada más arrancar el proceso de primarias del Partido Demócrata, donde le salieron cerca de una veintena de contrincantes, Carter se puso en cabeza ganando los tradicionales caucuses de Iowa y la primaria de New Hampshire. En los meses siguientes, Carter fue acumulando delegados y descolocando a sus principales competidores: George Wallace —el famoso gobernador de Alabama, antiguo adalid de la segregación, quien no pudo sostenerse en los estados del profundo sur, su teórico feudo—, Jerry Brown, Mo Udall, Scoop Jackson y Frank Church.
Brown, gobernador de California, y Church, senador por Idaho, pusieron en marcha el movimiento ABC, de Anybody But Carter (Cualquiera Menos Carter), en la creencia de que el de Georgia representaba un ala conservadora del partido, religiosa y rural, mal casada con el progresismo liberal de la costa oeste y el voto trabajador de los grandes centros urbanos y fabriles del norte y el este. Las bases del partido lo veían de otra manera, así que a la Convención Nacional Demócrata, clausurada en Nueva York el 15 de julio de 1976, Carter llegó ganador con un 40,2% de votos populares y un 74,5% de compromisarios. Junto con él fue nominado para acompañarle en la postulación a vicepresidente Walter Mondale, el gobernador de Minnesota, un político de profundas convicciones liberales. En las elecciones del 2 de noviembre Carter iba a verse las caras con el presidente Ford, que aspiraba a la reelección.
El candidato demócrata comenzó la campaña presidencial muy por delante en los sondeos del titular republicano, un gobernante con una personalidad un tanto discreta y no carismática, que invitaba a infravalorar sus aptitudes como estadista, y al que estaba pasando factura su controvertido perdón presidencial a su predecesor Nixon, el cual quedó así exonerado de una eventual persecución judicial por cualesquiera delitos cometidos en el caso Watergate. En el transcurso de las semanas, Ford, a pesar de sus célebres meteduras de pata, consiguió recortar su desventaja, beneficiado al parecer por la promesa de su adversario, que a muchos les pareció poco patriótica, de indultar completamente a los prófugos de la Guerra de Vietnam, en especial si se trataba de objetores religiosos de conciencia, y también por una sorprendente entrevista concedida a la revista Playboy, donde el lector regular de la Biblia se confesaba candorosamente con estas palabras: "He mirado a muchas mujeres con lujuria. He cometido adulterio en mi corazón muchas veces. Dios sabe que lo voy a hacer y me perdona".
La campaña terminó antes de que la recuperación de Ford fuera a más y pudiera invertir las tornas. Al final, la elección resultó ser la más cerrada en 60 años: el demócrata se proclamó presidente con el 50,1% de los votos populares y 297 votos electorales correspondientes a 23 estados, mientras que Ford perdió la partida con un 48% de sufragios populares, 240 populares y 27 estados en su cuenta. Carter barrió en los estados del sur, que no habían dado un presidente desde la elección de Zachary Taylor en 1848, se impuso por poco en Nueva York, Texas y Pensilvania, y decantó de su lado, decisivamente y por muy estrechos márgenes, Wisconsin y Ohio. A grandes pinceladas, la mitad oriental del país estuvo con Carter. En cuanto a las minorías étnicas, sobre todo los afroamericanos, apostaron por él de manera masiva. En las simultáneas elecciones al Congreso, el Partido Demócrata obtuvo unas confortables mayorías de 291 congresistas y 61 senadores.
El 20 de enero de 1977 Carter prestó juramento en Washington como el 39º presidente de Estados Unidos. En el Gabinete demócrata, además de Mondale, tomaron posesión Cyrus Vance como secretario de Estado, Harold Brown en la Secretaría de Defensa, Griffin Bell en la Fiscalía General y Michael Blumenthal en el Tesoro. Zbigniew Brzezinski, un reputado geoestratega de origen polaco y con fama de duro en la actitud frente a la URSS, recibió el puesto más influyente de la Oficina Ejecutiva presidencial, la consejería de seguridad nacional. En la opinión pública causó sensación el nombramiento como embajador ante las Naciones Unidas de Andrew Young, un congresista por Georgia y pastor protestante que se convirtió así en el afroamericano en alcanzar el puesto más relevante hasta la fecha en la rama ejecutiva federal. Otro representante de la raza negra, Patricia Harris, fue la primera ministra de color, en tanto que secretaria de Vivienda y Desarrollo Urbano.
Las primeras decisiones de Carter fueron firmar la amnistía para los prófugos de Vietnam, reducir los gastos suntuarios y la plantilla de la Casa Blanca (para que su oficina dejara de ser una "Presidencia imperial"), y recortar el presupuesto de defensa en seis millones de dólares. El flamante presidente presentó asimismo las líneas maestras de su plan nacional para el ahorro de energía, cuya crisis, en un impactante discurso televisado el 18 de abril, calificó de "problema sin precedentes en nuestra historia" y, con excepción de la prevención de la guerra, "el mayor reto a que el país va a hacer frente en el curso de nuestras vidas".
3. La agenda exterior: la prédica de los derechos humanos y los límites de la Guerra Fría
Las convicciones religiosas y las preocupaciones éticas pautaron la ejecutoria presidencial de Carter, que fue moderadamente conservadora en lo moral, marcadamente progresista en lo social y, especialmente en la política exterior, oscilante entre el voluntarismo idealista y las dudas que le producía el abrazo del realismo político exigible a todo hombre de Estado, máxime en una época en que las relaciones internacionales estaban ceñidas por los rígidos corsés de la Guerra Fría.
En octubre de 1977 el presidente añadió su firma al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, adoptado por la ONU en 1966 pero vigente solo desde 1976. En diciembre de 1978, con motivo del trigésimo aniversario de la firma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Carter fue enfático sobre su forma de ver las cosas: "Los derechos humanos son el alma de nuestra política exterior, porque los derechos humanos son en verdad el alma de nuestro sentido de nación". Por lo menos hasta 1979, cuando la inestabilidad y el conflicto se adueñaron de varias casillas sensibles del tablero de ajedrez mundial —trastornos, la Revolución Iraní el primero de todos, que se tradujeron en un retroceso de las posiciones estratégicas de Estados Unidos—, predominó en Carter el discurso humanitario y moralizante. A partir de ahí, adquirieron relieve modos de actuar más convencionales de la superpotencia, mientras perdía consistencia la invocación humanitaria del comienzo del mandato y se evaporaba otra promesa de la campaña de 1976, que Estados Unidos gastaría menos en Defensa y vendería menos armas al extranjero.
De manera harto inusual en un mandatario de la nación norteamericana, Carter tendió a criticar a las dictaduras que infestaban América Latina y que se situaban en la órbita de intereses de Estados Unidos, llegando en algunos casos a vincular el mantenimiento de la cooperación militar y las ayudas económicas al cese de sus políticas represivas. Las reprensiones alcanzaron a aliados despóticos de Asia, como Filipinas y Corea del Sur, y no dejaron de fustigar al aislado apartheid sudafricano. La vecina Rhodesia, donde la minoría blanca se resistía a permitir una verdadera democracia multirracial, fue objeto de sanciones. En cuanto a la política de los bloques, Carter urgió a la URSS y sus satélites europeos a cumplir los compromisos en materia de derechos humanos adquiridos por la firma del Acta de Helsinki de 1975, postura novedosa que provocó una auténtica conmoción en Moscú y que tuvo mucho que ver en la crisis de la détente, la distensión de la Guerra Fría, en el año clave de 1979. Mayor continuidad con la política exterior de Nixon se apreció en la mediación del proceso negociado abierto por Israel y Egipto, que produjo sus frutos pacificadores en el cuatrienio presidencial, así como en el reconocimiento de la China Popular.
Nuevo enfoque de la política latinoamericana
Carter podía criticar a la URSS por sus atropellos de los derechos humanos, pero, y he aquí un rasgo que acentuaba la singularidad de su estilo y rompía con otra tradición de todos los inquilinos de la Casa Blanca desde Harry Truman, no pasaba por anticomunista. El nuevo mandatario, a diferencia de sus predecesores, demócratas incluidos, no se mostraba obsesionado con la contención del comunismo, aunque salía a juzgar a los soviéticos con una vara que fácilmente podía aplicarse a su propio país por su respaldo a regímenes depredadores a lo largo y ancho del planeta. Esta aparente falta de prejuicios ideológicos en Carter se manifestó a las claras en su notable acercamiento, ya en el primer año del mandato, 1977, a la Cuba de Fidel Castro, con la que acordó establecer relaciones de tipo consular (30 de mayo), siendo el resultado la apertura en las capitales respectivas de unas "secciones de intereses" (1 de septiembre). Washington, además, restauró los vuelos chárter desde Florida y eliminó algunos capítulos del bloqueo económico a la isla, vigente desde la crisis de los misiles de 1962.
Los gestos de buena voluntad de Carter para con La Habana fueron totalmente unilaterales y no incidieron en contrapartidas, como podía ser una liberalización política del régimen comunista, lo que desde luego no entraba en los planes de Castro. En abril de 1980 el dictador caribeño puso en aprietos a su vecino del norte al abrir la espita de la fuga por mar de decenas de miles de cubanos que, desbordando las restricciones migratorias, ansiaban alcanzar Florida por desafección a la Revolución, para escapar de las privaciones económicas o para reunirse con sus familiares. Fue la estampida de los marielitos, que obligó a las autoridades marítimas estadounidenses a poner en marcha un vasto dispositivo de rescate y acogida de la llamada Flotilla de la Libertad. La crisis de Mariel situó a la Administración Carter ante el compromiso de aceptar a todos los que arribaban a las costas de Florida, entre los que había cierto número de delincuentes comunes, para no traicionar su discurso humanitario garantista y satisfacer al influyente lobby de los exiliados anticastristas, nada contentos con las medidas de distensión adoptadas en 1977.
Altamente simbólicos de la actitud de Carter hacia sus vecinos del sur fueron los acuerdos adoptados el 7 de septiembre de 1977, al cabo de trece años de complejas negociaciones, con el Gobierno de Panamá. Los históricos Tratados Torrijos-Carter, firmados en la sede de la OEA en Washington por el presidente anfitrión y el entonces hombre fuerte de Panamá, el general Omar Torrijos, establecieron la restitución a la soberanía panameña, tras siete décadas de control civil y militar estadounidense, del Canal interoceánico y su Zona circundante en un proceso por etapas que debía culminar a últimos de 1999.
Los Tratados, poco apreciados por la opinión pública y rechazados por el Partido Republicano, superaron la ratificación por el Congreso, donde los demócratas renovaron la mayoría bicameral en las legislativas de mitad del mandato de noviembre de 1978, y entraron en vigor el 1 de octubre de 1979, día en que se aplicó la primera fase de la transferencia de soberanía con la abolición de la Zona del Canal y su conversión en las Áreas Revertidas del Canal de Panamá, de soberanía compartida. Previamente, en junio de 1978, Carter viajó al país del istmo en respuesta a la invitación cursada por Torrijos y el presidente nominal de la república, Basilio Lakas, visita que aprovechó para reunirse con los líderes mexicano, José López Portillo, venezolano, Carlos Andrés Pérez, colombiano, Alfonso López Michelsen, costarricense, Rodrigo Carazo, y jamaicano, Michael Manley. La primera dama, Rosalynn Carter, asistió a la política hemisférica de su marido como emisaria presidencial en gira por varios países del subcontinente.
En mayo de 1978 Carter ejerció unas insólitas presiones democráticas a uno de los países más próximos de su esfera regional de influencias, la República Dominicana, donde el presidente socialcristiano y antiguo servidor de la dictadura trujillista, Joaquín Balaguer, intentó imponer sin ahorro de violencia un escandaloso pucherazo electoral, siguiendo con la práctica fraudulenta desde su subida al poder en 1966. Carter advirtió a Balaguer que si violaba las reglas de la OEA tendría que atenerse a las consecuencias en las relaciones bilaterales. El mandatario dominicano reculó y cedió el Gobierno al legítimo ganador de los comicios, el socialdemócrata Antonio Guzmán. Aún en el Caribe, en septiembre de 1979 Carter indultó a cuatro independentistas puertorriqueños que cumplían cadena perpetua por unos delitos de subversión y terrorismo cometidos en los años cincuenta.
Las dictaduras militares del Cono Sur, brutales violadoras de los derechos humanos, fueron amonestadas por la Casa Blanca, que dejó de emitir mensajes de comprensión condescendiente, habituales bajo las pasadas administraciones republicanas. Con el Chile del general Augusto Pinochet, las relaciones entraron en una etapa de gran frialdad a raíz del asesinato en Washington por agentes del régimen militar del ex canciller socialista Orlando Letelier en septiembre de 1976. Todo sugiere que las presiones ejercidas desde Washington empujaron a Pinochet a moderar un tanto la represión interior y a emprender un proceso constituyente. En el área andina, las reconvenciones se concentraron sobre el Gobierno de facto ultraderechista del general Hugo Banzer.
En julio de 1979 la Administración Carter no movió un dedo para salvar al dictador más leal a Estados Unidos de todo el continente, Anastasio Somoza de Nicaragua, último vástago de una dinastía familiar que desde la década de los treinta había regido el país centroamericano como una hacienda particular, con el sostén y el favoritismo de administraciones republicanas y demócratas por igual. Los abrumadores abusos de la tiranía somocista habían alzado a todo el país en contra suya y, puesto que su crédito político se había reducido a cero, el viejo capataz ya no servía bien a los intereses de los patrones norteños. Tras el triunfo de la Revolución Nicaragüense, protagonizada por la guerrilla izquierdista del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), Washington aceptó reconocer diplomáticamente y apoyar económicamente a la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, en la creencia de que esta coalición de fuerzas antisomocistas, donde el FSLN llevaba la voz cantante, traería a Nicaragua un modelo político de democracia liberal.
La pronta evolución del nuevo poder de Managua hacia un Gobierno básicamente sandinista comprometido con expropiaciones revolucionarias y próximo al socialismo cubano, unido a la posposición de las prometidas elecciones, fue una decepción a la vez que una alarma geopolítica. Aunque el consejero de seguridad nacional Brzezinski advocaba el abandono de las complacencias con los regímenes dictatoriales de derecha —en la misma Centroamérica el ultrarrepresivo régimen de Guatemala tenía suspendida la ayuda militar desde 1977—, no existía una estrategia coherente de apuesta por las transiciones democráticas en América Latina, y la consolidación en 1980 de un Gobierno de izquierda radical en Nicaragua obligó a revisar todo el planteamiento.
La nueva realidad nicaragüense tuvo un impacto fundamental en la postura con respecto al vecino El Salvador, escenario de una cruda guerra civil en la que se enfrentaban una guerrilla con sustrato comunista, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), y un Ejército nacional dividido en tendencias políticas, algunas de las cuales estaban conchabadas con los escuadrones de la muerte de extrema derecha, responsables de miles de ejecuciones extrajudiciales; entre tanto, el poder político se hallaba precariamente en manos de una Junta cívico-militar presa de sus propias contradicciones. En diciembre de 1980, la violación y asesinato por la Guardia Nacional salvadoreña de cuatro monjas misioneras estadounidenses airó a Carter, que ordenó la suspensión de toda la ayuda económica y militar. El castigo solo duró unos días.
En enero de 1981, con Carter a punto de abandonar la Casa Blanca, las dudas sobre si había que auxiliar a gran escala a los militares salvadoreños quedaron definitivamente zanjadas cuando el ímpetu de la ofensiva general del FMLN amenazaba con hundir a la Junta que presidía el democristiano Napoleón Duarte. En vísperas de la asunción presidencial de Ronald Reagan, el Pentágono comenzó el envío masivo de armamento moderno al Ejército de El Salvador.
Crisis en la distensión con la URSS
En un momento en que proliferaban las disidencias políticas en el Estado soviético (el caso más famoso, el del físico nuclear y Premio Nobel de la Paz Andrei Sajárov), el Kremlin reaccionó con patente desagrado ante las iniciales requisitorias humanitarias de Carter, que, aconsejado por Brzezinski, otorgó la mayor importancia a la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) y el Proceso de Helsinki de 1975, cuyo Decálogo trataba de respeto a los derechos de las personas tanto como de no injerencia, integridad territorial de los estados e intangibilidad de las fronteras. Las denuncias de Washington incidían en prácticas coercitivas y vejatorias de los disidentes como el exilio interior y el tratamiento psiquiátrico.
El triunvirato que entonces conducía el Gobierno comunista, el secretario general Leonid Brezhnev, el primer ministro Aleksei Kosygin y el ministro de Exteriores Andrei Gromyko, consideró la postura del presidente estadounidense una intolerable intromisión en los asuntos internos de la URSS, y por extensión de los países de su jurisdicción. Para Moscú, los alegatos, casi homiléticos, de Carter eran una cuña desconcertante en el alto grado de distensión trabajosamente alcanzado desde 1963 en las relaciones entre las superpotencias, que bajo la égida de Nixon y Kissinger se habían regido por la coexistencia pacífica, la evitación de la confrontación directa, los encuentros en la cumbre, la cimentación del estatus quo en Europa, las iniciativas de diálogo y cooperación en múltiples campos, y los tratados de limitación y prohibición (PTBT, OST, TNP, SALT I, ABM) en la categoría nuclear de las armas de destrucción masiva. Algunos aliados europeos, particularmente el canciller socialdemócrata alemán Helmut Schmidt, mostraron malestar por el nuevo tono fiscalizador y moralizante de los norteamericanos con los soviéticos.
La URSS no se mantuvo quieta y respondió con una serie de acciones que pretendían reafirmar e incluso aumentar su peso estratégico en el mundo bipolar, socavando la distensión en mayor medida que la nueva doctrina exterior de Carter y Brzezinski, y obligando al presidente, en el último año largo de su mandato, a adoptar una política de mayor firmeza, pasando de las palabras a los hechos. Por una parte, los soviéticos, resueltos a acceder a nuevas fuentes de materias primas, a obtener puertos francos para su flota y a colocar gobiernos de obediencia marxista ortodoxa en el Tercer Mundo, lanzaron una serie de envites políticos, económicos y militares de envergadura en varios países de África, Oriente Medio y el océano Índico (casos de Angola, Zaire, Etiopía, Yemen del Sur, Siria y, el más aparatoso de todos, Afganistán), que llenaron de estupor a los estadounidenses.
No menos importante, Moscú, ya en 1977, comenzó a instalar misiles nucleares SS-20 de alcance intermedio (IRBM) en territorio de sus aliados europeos del Pacto de Varsovia. El despliegue soviético alarmó sobremanera a las capitales occidentales, pues la OTAN no disponía de unas armas de destrucción masiva comparables (misiles balísticos de unos 5.000 km de alcance y montados sobre lanzaderas móviles) en el teatro de operaciones europeo, déficit que se añadía a su tradicional desventaja en armamento convencional. Además, la URSS estaba haciendo rápidos progresos en la categoría de misiles de largo alcance intercontinentales (ICBM) o estratégicos, en particular los de múltiples cabezas de reentrada independiente (MIRV), lo que, en conjunto, apuntaba a un desequilibrio en el balance de fuerzas favorable al bloque del Este.
El 12 de diciembre de 1979, el secretario de Estado Vance y sus colegas de la OTAN aprobaron en Bruselas la Double Track Decision, por la que se aprobaba la modernización del arsenal de vectores de alcance intermedio con el despliegue de los nuevos misiles balísticos Pershing II y BGM-109G GLCM de crucero (los llamados euromisiles, que generaron una fenomenal polémica en Alemania y el Reino Unido), al tiempo que se ofrecía a los soviéticos negociaciones de desarme específicas que hicieran innecesarios esos despliegues. Para entonces, Carter ya había silenciado sus apelaciones a la URSS en lo tocante a los derechos humanos para no poner en peligro la firma, con Brezhnev en Viena el 18 de junio anterior, del Tratado SALT II, que ponía límites al número de cabezas nucleares MIRV y vectores intercontinentales disparados por tierra, mar y aire. Pero no dejó de advertir a los soviéticos contra sus aventuras geopolíticas en África y Asia.
Tan solo doce días después de la doble decisión de la OTAN, el ambiente internacional se caldeó considerablemente por la intervención a gran escala del Ejército soviético de Afganistán, donde el Gobierno comunista local, instalado mediante un golpe de Estado en 1978, estaba al borde del colapso por las luchas intestinas entre las dos facciones comunistas y la rebelión general de la oposición islámica, los muyahidín. Estos, desde julio anterior y por orden de Carter, venían recibiendo asistencia directa a través de un programa encubierto organizado por la CIA y del que el público no tenía la menor idea. De manera que hasta la invasión de diciembre de 1979, la opinión pública nacional e internacional consideraba que Carter, recién arrastrado además al peligroso cenagal del secuestro de la Embajada en Teherán y peleando en casa contra la crisis energética, no era más que un observador pasivo del órdago soviético en el país centroasiático.
Frente al despliegue del Ejército soviético en Afganistán (que incluyó el asesinato del presidente díscolo, Hafizullah Amin, y su sustitución por un dirigente dócil a los designios del Kremlin, Babrak Karmal), Carter reaccionó con inesperada dureza, si bien entonces la percepción fue más bien de debilidad: decretó el embargo de cereales y de alta tecnología a la URSS, solicitó al Congreso la suspensión de la ratificación del SALT II, llamó a consultas al embajador Thomas Watson y, en una medida sin precedentes que generó una encendida controversia internacional, ordenó la no participación de los atletas estadounidenses en los Juegos Olímpicos del verano de 1980 en Moscú, boicot de represalia que secundaron, con mayor o menor convicción, un importante número de países.
Además, el 23 de enero de 1980, en su último discurso sobre el estado de la Unión, el presidente formuló la que iba a ser conocida como la Doctrina Carter, a saber, que "cualquier intento por una fuerza exterior de obtener el control de la región del Golfo Pérsico será considerado como un asalto a los intereses vitales de Estados Unidos", y que "tal asalto será repelido por todos los medios que sean necesarios, incluyendo la fuerza militar". Quien durante la campaña electoral había expresado su negativa a utilizar armas nucleares salvo en legítima defensa, en 1977 había mandado retirar los misiles de Corea del Sur y en 1978 había suspendido la producción de la bomba de neutrones, ya no descartaba el empleo de la bomba atómica en crisis no circunscritas a la protección del territorio nacional de Estados Unidos y los de sus aliados de Europa Occidental y Extremo Oriente.
Para Carter, que encontró en este asunto las actitudes reticentes o tibias de líderes occidentales como la británica Margaret Thatcher y el francés Valéry Giscard d’Estaing, se trataba de tomar medidas contra lo que cabía interpretar como un movimiento de expansión del imperio soviético hacia el sur, buscando la salida a un "océano de aguas cálidas", aunque para entonces, las dos orillas del estrecho de Bab-el-Mandeb, puerta del mar Rojo, con Yemen del Sur en la costa septentrional y Etiopía en la meridional, ya estaban bajo el control de Moscú.
En su último año de mandato, Carter apostó firmemente por la contención y derrota soviéticas en Afganistán, poniendo en marcha un vasto operativo de hostigamiento guerrillero que empleaba a los muyahidín (tanto afganos como extranjeros, reclutados para la empresa bélica) como fuerza de choque y que involucró a las chequeras y los servicios secretos de Arabia Saudí y el Pakistán del presidente-general Mohammad Zia ul-Haq, un celoso islamista y anticomunista. Paralelamente, Carter dispuso la elaboración de planes de contingencia por si la URSS se atrevía a invadir Polonia —que había visitado en diciembre de 1977— para aplastar el movimiento obrero y la contestación del sindicato Solidaridad contra el Gobierno comunista de Varsovia.
Aunque culminaba el proceso abierto por Nixon en su histórico viaje a Beijing de 1972, la normalización de los tratos con la República Popular China se inscribió también en una gran maniobra de acordonado de la URSS. El 1 de enero de 1979, justo después de producirse el triunfo total de la línea comunista pragmática de Deng Xiaoping en la lucha interna por el control de la era postmaoísta, los dos gigantes continentales establecieron plenas relaciones diplomáticas y comerciales.
Automáticamente, Estados Unidos dejó de reconocer a la República de China, Taiwán, conforme a la política, universalizada por la ONU (que en 1971 había admitido a Beijing y expulsado a Taipei), de que gobierno legítimo de China solo podía haber uno, aunque siguió manteniendo relaciones comerciales y culturales con el Gobierno isleño del Kuomintang, cuya soberanía autónoma de facto asumía. Semanas después del establecimiento de las relaciones diplomáticas, Carter brindó un cálido recibimiento a Deng, en la primera visita de un máximo dirigente chino a Estados Unidos, y el 1 de enero de 1980 el presidente, puenteando al Senado, decretó la revocación del Tratado de Defensa Mutua entre Estados Unidos y la República de China.
Oriente Medio: paz en Camp David y descalabro en Irán
En la primera fase de su mandato, antes de tener que lidiar con el doble desafío de la revolución en Irán y la invasión soviética de Afganistán, Carter disfrutó de un protagonismo positivo en el conflicto de Oriente Medio. La histórica —y traumática en el mundo árabe— visita del presidente egipcio Anwar al-Sadat a Jerusalén en noviembre de 1977 abrió las puertas a un acuerdo de paz egipcio-israelí, cuatro años después de que los dos países se enfrentaran por última vez en la Guerra de Yom Kippur.
El Departamento de Estado quería que el problema palestino fuera incluido en la transacción y demandó a Israel la evacuación de los territorios de Cisjordania y Gaza, ocupados desde la Guerra de los Seis Días de 1967. El secretario Vance tampoco veía con buenos ojos el formato negociador escogido por Sadat y el primer ministro israelí, Menahem Begin, para ventilar sus diferencias mediante conversaciones estrictamente bilaterales. Carter y Vance apostaban por el marco multilateral, al hilo del proceso abierto por la Conferencia internacional de Ginebra de 1973. Ya el 16 de marzo de 1977, en una alocución que sentó un precedente en la política de Estados Unidos para Oriente Medio y que causó sobresalto en Israel, Carter abogó públicamente por la creación de una "patria palestina" que no necesariamente tendría que integrarse en una entidad confederal con la Jordania del rey Hussein. En enero de 1978 el norteamericano viajó a Assuán para ser informado por Sadat de lo que se traía entre manos con los israelíes. Pero los meses fueron transcurriendo y los frutos no llegaban.
En agosto de 1978 Carter, en un intento de romper el punto muerto en que se hallaban las conversaciones bilaterales, envió a Vance a la región con una propuesta a Sadat y Begin para reunirse con él en su residencia de descanso de Camp David, Maryland, donde los tres se encerrarían hasta conseguir un arreglo La cita tripartita comenzó el 5 de septiembre y en ella Carter se empleó a fondo para arrancar un consenso a sus reticentes huéspedes.
Las negociaciones fueron maratonianas y el 17 de septiembre, finalmente, alumbraron un doble acuerdo: un Marco para la Paz en Oriente Medio, por el que Israel, en asunción de la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, se comprometía a otorgar a los habitantes de los Territorios Ocupados de Cisjordania y Gaza una "autonomía plena" y una "autoridad del autogobierno" que funcionarían durante un período de transición de cinco años en paralelo a la evacuación de las tropas y los funcionarios civiles israelíes; y un Marco para la Conclusión de un Tratado de Paz entre Egipto e Israel, que incluía la devolución de la península del Sinaí, ocupada desde 1967, el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas, medidas de desmilitarización fronteriza y garantías de navegación del Canal de Suez, el golfo de Áqaba y el estrecho de Tirán. Al día siguiente, 18 de septiembre, Carter llevaba a Sadat y Begin al Congreso de Washington para anunciar triunfalmente los Acuerdos de Camp David.
El Tratado de Paz egipcio-israelí lo firmaron Begin y Sadat el 26 de marzo de 1979 en el césped de la Casa Blanca, tras lo cual se fundieron con un exultante Carter en un triangular y fotogénico cruce de manos. Días atrás, el norteamericano los había visitado por separado en El Cairo, Tel Aviv y Jerusalén para cerciorarse de que el rais y el primer ministro no se arrugarían en el último momento y para fijar los detalles de la histórica ceremonia.
Sin embargo, la otra previsión de Camp David, la autonomía palestina, quedó en letra muerta por el boicot de la OLP de Yasser Arafat y el conjunto del mundo árabe, aferrados al Estado palestino independiente, y por la actitud obstruccionista y la estrechez conceptual de Israel, que nunca mostró voluntad de dar atribuciones y capacidades de gobierno a los palestinos. Además, los Acuerdos de Camp David no decían una palabra sobre el estatus de Jerusalén, con su parte occidental integrada en el Estado judío y la parte oriental ocupada por su Ejército desde 1967, que era el meollo del conflicto. De todas maneras, Carter se llevó ese año, 1979, un ramillete de premios por haber cerrado las puertas a una quinta guerra entre Egipto e Israel, luego de las contiendas de 1948-1949, 1956, 1967 y 1973.
En julio de 1980 el Parlamento israelí, contrariando a Estados Unidos, estableció por ley que Jerusalén era la capital única e indivisible de Israel. Con su abstención, Estados Unidos permitió la aprobación por el Consejo de Seguridad de la ONU de una resolución de condena a un acto unilateral que suponía la anexión de hecho de la Ciudad Santa en su integridad por el Estado de Israel. Sin abandonar la zona, el 9 de mayo de 1977 Carter sostuvo en Ginebra una cumbre inédita con el presidente de Siria, Hafez al-Assad, un caudillo árabe de la línea radical que encabezó el boicot al proceso de Camp David.
Por la época de los Acuerdos de Camp David, Carter se acercaba al peor revés de sus cuatro años en la Casa Blanca. Un drama de incalculables consecuencias estaba teniendo lugar en Irán, donde el sha Mohammad Reza Pahlavi, el mas poderoso aliado y cliente de Estados Unidos en Oriente Medio, gendarme militar del golfo Pérsico al servicio de los intereses occidentales —junto con los saudíes, estos en el pilar económico— y señor absoluto de una monarquía modernizadora pero intolerante y despiadada, se encontraba contra las cuerdas por el embate de un vasto movimiento popular de repudio en el que aunaban fuerzas los sectores laicos liberales y democráticos, las izquierdas nacionalistas y republicanas y el shiísmo militante de los ayatolás políticos, cuyo líder indiscutible era Ruhollah Jomeini.
El 31 de diciembre de 1977, con el país convulsionado ya por las manifestaciones y el contador de víctimas de la represión en marcha, Carter devolvió al sha la visita prestada a Washington en noviembre anterior para demostrar que las relaciones irano-estadounidenses seguían caracterizadas por la excelencia y la solidaridad. En aquella ocasión, el huésped cubrió de elogios a su anfitrión, llamándole "líder de suprema sabiduría" e "isla de estabilidad" en una región minada por el conflicto. A lo largo de 1978, la maquinaria represiva del sha alcanzó unas cotas inauditas de violencia y las masacres de manifestantes inermes adquirieron una trágica cotidianidad. En Washington, algunos miembros de la Administración empezaron a deslizar sus simpatías por la oposición iraní de corte laico y progresista.
Carter, asesorado por Brzezinski, se negaba a cortar los suministros de armas a las Fuerzas Armadas Imperiales, pese a la evidencia de que parte de ese moderno arsenal se estaba empleando para ahogar en sangre la revolución en ciernes, revolución que la comunidad de inteligencia no vio venir a tiempo. A diferencia de lo que poco después iba a pasarle a Somoza, otro factótum de Estados Unidos en una región sensible del globo, la Casa Blanca, muy pendiente de las maniobras soviéticas en el vecino Afganistán, no se resignaba a ver caer al acosado monarca Pahlavi. Por lo menos de cara al público, Carter hizo con el sha una clamorosa excepción en su política exigente sobre los derechos humanos, aunque sí le urgió a que brindara concesiones políticas a la oposición, cosa que el monarca en efecto hizo, aunque a desgana, con alcance limitado y ya demasiado tarde para él.
Prácticamente hasta el final, Washington continuó enviando desvaídos mensajes de apoyo y señales contradictorias al régimen persa, pero, como le estaba sucediendo también al nicaragüense, su situación ya no era defendible de los procesos revolucionarios que su propia naturaleza tiránica había desatado. En enero y febrero de 1979 la Casa Blanca fue un testigo prácticamente silente del triunfo de la Revolución en Irán: el sha marchó al exilio, Jomeini retornó del mismo, la Guardia Imperial se desintegró, el Ejército se declaró neutral y el Gobierno contemporizador de Shapur Bajtiar sucumbió al revolucionario de Mehdi Bazargan. Los últimos vestigios de la monarquía fueron liquidados y el 1 de abril Jomeini proclamó la República Islámica de Irán.
Carter se encontró, por tanto, con la instalación en Teherán de un régimen radical que muy pronto quedó bajo el control completo de los sectores shiíes clericales y que exudaba hostilidad hacia Estados Unidos. Las implicaciones geopolíticas eran enormes, pero por de pronto el mayor de sus problemas resultó ser el destronado monarca iraní, quien emprendió una peregrinación internacional en busca de un exilio seguro. Cuando el sha llamó a las puertas de Estados Unidos para recibir un tratamiento quirúrgico contra el cáncer que padecía, Carter al principio se negó a acogerle. Sin embargo, el 22 de octubre, a petición del banquero David Rockefeller, el presidente, con apatía, permitió al sha ingresar temporalmente en un hospital de Nueva York.
La baja clínica del sha, mal recibida por la opinión pública norteamericana, se prolongaba más de lo esperado, y en estas circunstancias tuvo lugar el 4 de noviembre de 1979 el asalto y captura de la Embajada de Estados Unidos en Teherán por unos 400 estudiantes islámicos a los que las fuerzas del orden iraníes no pusieron impedimentos. Asegurando obrar en nombre del imán Jomeini, los estudiantes hicieron 66 rehenes entre el personal de la legación diplomática (a trece de ellos, negros y mujeres, los pusieron en libertad al cabo de unos días) y plantearon al Gobierno del país agredido cuatro exigencias a guisa de ultimátum: la extradición del sha para ser juzgado y, eventualmente, ejecutado; la transferencia al Estado iraní de toda su fortuna y posesiones en el exilio; una admisión de culpabilidad y la disculpa de Estados Unidos por haber respaldado al régimen depuesto; y la promesa por la superpotencia de no interferir en los asuntos de Irán en el futuro.
Carter se negó a satisfacer cualquiera de las demandas y, al contrario, aplicó a Irán dos medidas de presión: el boicot a sus exportaciones de petróleo (proclamación del 12 de noviembre) y el bloqueo de todas las propiedades, reservas de oro y depósitos bancarios de la República Islámica en Estados Unidos (orden ejecutiva del 14 de noviembre). Ahora bien, el Departamento de Estado presionó al sha para que se fuera, ofreciéndole como destino alternativo Panamá, cosa que el incómodo huésped, enfermo en estado terminal, se avino a hacer el 15 de diciembre. La crisis de los rehenes, que amenazaba con reventar su aspiración reeleccionista en 1980, empujó a Carter a tomar una decisión altamente arriesgada: imponer un desenlace militar con la llamada Operación Eagle Claw, protagonizada por soldados de unidades especiales.
En la madrugada del 25 de abril de 1980, en el día 174 de la crisis, y jornadas después de imponer a Irán mediante sendas órdenes ejecutivas un embargo y un boicot comerciales totales, y de romper (7 de abril) las relaciones diplomáticas, el presidente dejaba atónita a la nación con un doloroso anuncio televisado: horas antes, una operación militar de rescate de los rehenes había terminado en fracaso. La misión no solo no había logrado sus objetivos, sino que había costado las vidas de ocho militares norteamericanos (más, como se supo después, la de un colaborador civil iraní).
En su lacónica alocución, Carter apenas reveló detalles de lo que había sucedido. En la operación intervinieron ocho helicópteros de asalto y seis aviones de transporte de tropas y repostaje. Tres de los primeros aparatos presentaron fallos técnicos en la primera fase de la misión, teóricamente la menos complicada, mientras sobrevolaban el desierto de Kavir, que encontraron envuelto en una tormenta de arena: uno hubo de regresar al portaaviones Nimitz, base de la maniobra; otro helicóptero fue abandonado a mitad de camino antes de llegar al lugar del encuentro, un punto desolado del este de Irán cuyo nombre clave era Desert One; y un tercero quedó inoperativo en el mismo Desert One. Planteada esta situación, Carter decidió cancelar la operación, pero al despegar de vuelta a la base, otro de los helicópteros se estrelló contra uno de los aviones cisterna, causando las nueve bajas. Mermados de combustible y dañados por la metralla de la explosión, los restantes cuatro helicópteros fueron abandonados y las dotaciones supervivientes regresaron a bordo de los aviones.
Carter recalcó que la malhadada misión había sido de carácter "humanitario" y no había estado "dirigida contra Irán y el pueblo de Irán". También asumió toda la responsabilidad por el desastre, aunque el coste político fue cargado a los hombros de Cyrus Vance, quien en realidad había manifestado sus dudas sobre el éxito de una operación tan extremadamente compleja y arriesgada, y que además podía arruinar la solución diplomática: el secretario de Estado, del que ya se conocía su falta de sintonía con el consejero Brzezinski, hizo pública su dimisión el 28 de abril y Carter lo reemplazó por Edmund Muskie. El presidente canceló los planes de una segunda tentativa de rescate militar, ya imposible porque los rehenes de la Embajada fueron diseminados en grupos escondidos en distintos puntos de la geografía iraní, y depositó todas sus esperanzas en unas negociaciones discretas. Sin embargo, muy probablemente ya entones se dio cuenta de que el colosal desaguisado iraní había herido de muerte su postulación reeleccionista en noviembre, hecha oficial el 4 de diciembre del año anterior.
4. Los retos de la gestión doméstica: la crisis de la energía y la stagflation
En su programa electoral de 1976, Carter propuso una nueva política nacional sobre energía para reducir en lo posible la abrumadora dependencia que la economía tenía del petróleo, cuya crisis de 1973 (desatada por la decisión de los miembros árabes de la OPEP de embargar las ventas de crudo a los países favorables a Israel, castigo al que siguió una estrategia de producción a la baja y precios del barril al alza) había generado una espiral inflacionista y malogrado el crecimiento económico. Esta situación había obligado a las administraciones Nixon y Ford a mantener una política de control de los precios del petróleo de producción nacional y, durante un tiempo, de la gasolina.
Aspectos fundamentales del Plan Nacional de la Energía, que Carter aplicó por etapas tras posesionarse del Despacho Oval mientras formulaba advertencias catastrofistas sobre un agotamiento a medio plazo de los suministros internacionales de petróleo de no reducirse drásticamente la demanda doméstica, eran el mantenimiento de los controles de los precios del petróleo no importado y el gas natural, la creación del Departamento de Energía, con la misión de elaborar una estrategia de ahorro y consumo responsable, y la apuesta por energías renovables como la solar (para dar ejemplo, la Casa Blanca instaló en su tejado paneles solares) y la eólica, cuyo desarrollo entonces solo era incipiente.
Las preocupaciones por el déficit energético y la contaminación ambiental condujeron a la aprobación por el Congreso en 1978 de la National Energy Act (NEA), paquete legislativo que incluía normas específicas para la regulación del sistema eléctrico, la eficiencia del consumo en los hogares, el trato fiscal ventajoso de las renovables, el uso de combustibles fósiles en la industria y la producción de gas natural. Fuera de la legislación, desde mayo de 1977 el Consejo de Calidad Medioambiental (CEQ), una división de la Oficina Ejecutiva de la Casa Blanca, estaba elaborando por mandato del presidente un informe con proyecciones de futuro sobre los problemas de la escasez energética, la explotación abusiva de los recursos naturales, las emisiones contaminantes, la reducción de la diversidad biológica y la superpoblación humana. Dicho informe iba a ser presentado en 1980 bajo el título de The Global 2000 Report to the President.
El voluntarioso proceder de Carter en el terreno energético se estrelló a principios de 1979 con otra de las consecuencias perniciosas que la caída del sha acarreó a la superpotencia. Como resultado de las huelgas masivas en la industrial petrolera iraní antes del triunfo de la Revolución, las exportaciones de crudo a Estados Unidos habían quedado interrumpidas. Una vez instalado el Gobierno revolucionario, los suministros se reanudaron, pero en un volumen mucho menor que antes. La OPEP propició el encarecimiento del precio del barril y un gran país importador como Estados Unidos se encontró, por segunda vez en un lustro, con que no podía satisfacer su demanda interna, de la que solo la mitad podía ser cubierta por la producción nacional.
Los ciudadanos empezaron a encontrarse con serios problemas de desabastecimiento en las gasolineras y el 28 de marzo, para avinagrar más el ambiente, se produjo la fusión del reactor y el escape radioactivo de la central nuclear Three Mile Island de Harrisburg, Pensilvania, accidente de angustiosa gravedad que reabrió el debate sobre la oportunidad o no de confiar en la energía nuclear para reducir la dependencia del petróleo. El 5 de abril, Carter, en respuesta al agravamiento de la penuria energética y el enfado creciente de la población, anunció la desregulación gradual de los precios del petróleo producido en casa, liberalización que por de pronto no sirvió para mejorar gran cosa el abasto de combustibles pero que de inmediato encareció el consumo.
El 10 de julio de 1979 el presidente reconoció que Estados Unidos padecía una escasez nacional de energía. Cinco días después, hizo una disertación, valorada por la prensa como el "discurso del malestar", donde diagnosticaba una "crisis de confianza" en el futuro del país y planteaba una serie de medidas para superar la crisis, desde la recomendación de regular a la baja los termostatos en los hogares al anuncio de la reducción de las importaciones de petróleo mediante la aplicación de cuotas nacionales (sobre todo a los países árabes de la OPEP), pasando por el racionamiento de la gasolina (que solicitaría al Congreso) y la producción a la mayor escala posible de carburantes sintéticos. Las inversiones públicas, enormemente dispendiosas, que estas actuaciones requerían serían financiadas con un nuevo impuesto a los beneficios de capital. Acto seguido, el presidente abrió una crisis en su Gabinete, pidiendo a todos sus miembros que le presentaran la dimisión y, una vez producidas las mismas, aceptando las de cinco. Uno de los cesados fue el secretario del Tesoro, Blumenthal, al que tomó el relevo el presidente de la Reserva Federal, William Miller.
Llegada la crisis de los rehenes en el mes de noviembre, al mandatario le costó menos decretar el cese de las importaciones de petróleo de Irán porque iba en la línea estratégica marcada en julio y porque se trataba de impedir un posible chantaje petrolero de Teherán. 1979 terminó con un crecimiento del PIB ralentizado al 3,2% (dos puntos menos que el año anterior), una inflación de dos dígitos (el 11,3%, casi el doble que dos años atrás) y una tasa de desempleo en diciembre del 6%, aunque esta variable, la única positiva, invirtió su tendencia a partir de ahora. En junio de 1980, con la crisis de la gasolina ya encarrilada, Carter firmó la Energy Security Act, que legislaba en los ámbitos de los combustibles sintéticos, los basados en biomasa y alcohol, y las diversas energías renovables. En septiembre siguiente, Irak, con el beneplácito de Washington, invadía Irán y la producción petrolera del golfo Pérsico se redujo aún más.
La calamitosa operación de rescate de los rehenes en Irán y la crisis de los balseros cubanos, ambas en abril de 1980, las encajó Carter cuando su popularidad ya estaba por los suelos, con índices de aprobación por debajo del 30%, cota de disfavor no alcanzada por ningún presidente antes que él. En el último año y medio, el presidente venía siendo atacado sistemáticamente desde medios políticos y periodísticos, donde se impuso la convicción, a todas luces exagerada —varias decisiones graves y categóricas tomadas en este período no la avalaban— de que Carter era la viva estampa de la debilidad y la pusilanimidad.
Esta machacona noción se agarraba a cualquier episodio, sustancial o anecdótico, que no dejara al presidente en situación airosa. Varios sucesos sirvieron: el pintoresco "ataque del conejo asesino", en abril de 1979, cuando Carter aseguró haber hecho frente con su remo a un conejo de pantano furibundo que intentó subirse a su barca mientras pescaba en Georgia —bizarra escena que un fotógrafo de la Casa Blanca capturó con su cámara—; el supuesto intento de asesinato, en mayo siguiente, por un disminuido psíquico que fue detenido con una pistola de fogueo en el estadio de Los Ángeles donde minutos después el mandatario iba a dar un discurso; o el desfallecimiento momentáneo del Carter corredor mientras participaba en una carrera campestre de 10 km en el Parque Nacional Catoctin Mountain, en septiembre de 1979.
El público hacía recuento de las desventuras exteriores y caseras bajo el mandato de Carter, que en el segundo terreno se quedó sin argumentos precisamente en el año de la reelección, 1980. En esos doce meses, culminando unas tendencias que —las dos primeras— no habían hecho más que empeorar desde 1977, Estados Unidos experimentó una contracción económica del 0,3%, una inflación del 13,5% y una tasa de paro al finalizar el año del 7,2%.
En el segundo trimestre de 1980, la producción retrocedió un 7,8%. Fue la contracción intertrimestral más severa desde la Gran Depresión de los años treinta, si bien la recesión para el conjunto del año acabó siendo más suave que la de 1974-1975. Los elevados tipos de interés fijados por la Reserva Federal para domeñar la escalada de los precios, sin parangón desde el final de la Segunda Guerra Mundial, estaban detrás de esta coyuntura. 1980 iba a pasar a la historia económica de Estados Unidos como el del peor índice de la miseria (el paro y la inflación sumados, al que el propio Carter se había referido en 1976, cuando dicho índice era mucho menos malo, como una poderosa razón para negar a un presidente en ejercicio el derecho a postularse de nuevo), y los republicanos denunciaron el déficit creciente del presupuesto federal, en el que detectaban demasiados gastos y demasiados impuestos.
5. Derrota electoral frente a Reagan en 1980
El 13 de agosto de 1980 la Convención Nacional Demócrata, con algazara más sobreactuada de lo acostumbrado en estos casos, proclamó a Carter en Nueva York candidato del partido para las elecciones presidenciales del 4 de noviembre, en las que iba a medirse con el republicano Ronald Reagan, popular antiguo actor de Hollywood y gobernador de California. Carter se impuso en la primaria demócrata al senador Ted Kennedy, peso pesado del partido y estandarte de su ala más liberal, situado a su izquierda. El superviviente de los hermanos Kennedy venía encabezando una verdadera rebelión en el Congreso contra varias de las actuaciones del Ejecutivo, consideradas antisociales, como la reforma de la Seguridad Social (el sistema público de pensiones), que, con el objeto de hacerla solvente hasta 2030, había supuesto una drástica subida de las cotizaciones en nómina.
Tras el letal mazazo que había supuesto la fallida operación de rescate de los rehenes y el empeoramiento de las cifras económicas, Carter no pudo librar más que a la defensiva su campaña contra Reagan, quien prometía un renacer nacional y una nueva era conservadora basados en un fuerte incremento de los gastos de Defensa, la restauración de la respetabilidad militar de Estados Unidos en el mundo y de la superioridad armamentística sobre la URSS, el equilibrio de las cuentas federales y la supresión de la inflación mediante un programa económico de la escuela neoliberal del supply-side, para la que la panacea residía en la bajada general de los impuestos. El presidente presentó a su adversario como un peligroso radical de extrema derecha dispuesto a abandonar a su suerte a las minorías y los colectivos sociales más desfavorecidos, pero el republicano tuvo más éxito explotando los punto flacos de su Administración. Reagan no tuvo reparos en ridiculizar con nervio populista a Carter, pintándole de lamentable coleccionista de fracasos.
El 4 de noviembre de 1980 Carter fue machacado por Reagan, nuevo presidente de Estados Unidos con el 50,7% de los votos populares y el 90,9% de los votos electorales. El demócrata reunió el 41% de los votos populares, pero la aritmética electoral fue particularmente agraviante en la parte que contaba del sistema electoral estadounidense: solo sacó 49 electores, los de los estados de Georgia (su patria chica), Minnesota (el terruño de Mondale, que repetía para vicepresidente), Maryland, Virginia Occidental, Rhode Island y Hawaii, más el Distrito de Columbia. Ni siquiera Massachusetts, kennedyana y liberal por antonomasia, optó por Carter. En realidad, Carter marcó en noviembre de 1980 varios hitos electorales negativos, entre ellos, la peor derrota de un titular de cualquier partido desde 1932 y el del primer titular demócrata que no superaba la reválida desde 1888. Además, los republicanos ganaron la mayoría en el Senado, lo que no sucedía desde 1954.
El 20 de enero de 1981, minutos después de jurar Reagan como presidente, los 52 rehenes fueron liberados por Irán tras 444 días de cautiverio. El feliz desenlace se había producido al cabo de unas negociaciones secretas en Argel entre representantes diplomáticos de los dos gobiernos. El acuerdo final se alcanzó el 19 de enero y en él, Carter, a cambio de la libertad inmediata de los prisioneros, aceptaba revocar, también de manera inmediata, las sanciones económicas impuestas desde el comienzo de la crisis. Carter, al final, cumplió su promesa de repatriar a sus compatriotas sanos y salvos, pero el régimen de Jomeini, a modo de castigo simbólico, no quiso mandar de vuelta a los rehenes hasta una vez terminada su presidencia. Reagan reconoció que todo el mérito correspondía a su predecesor, así que pidió a Carter que fuera a reunirse con los liberados en un hospital de la Fuerza Área en Wiesbaden, Alemania Occidental, luego de ser desembarcados en la Base Aérea de Rhein-Main.
6. Un ex presidente de alto perfil: la labor humanitaria del Centro Carter y el Nobel de la Paz
Tras dejar la Casa Blanca, el matrimonio Carter retornó a su granja de Plains, que encontró sumida en las deudas por una mala gestión del fideicomiso que, para evitar cualquier posibilidad de conflicto de intereses, la había administrado en los cuatro años anteriores. Carter, a diferencia de otros ex presidentes que, antes y desp