Turquía se hace indispensable
Turquía es una pieza esencial en esta crisis de refugiados. Por tres motivos. Primero, porque este país acoge a más de dos millones de refugiados sirios. Segundo, porque parece que este número seguirá aumentando. Sin ir más lejos, más de 50.000 sirios, la mayoría provenientes de Alepo, cruzaron la frontera turca en poco más de dos semanas huyendo de los bombardeos rusos. Tercero, porque se ha convertido en un hub migratorio, siendo la principal plataforma desde la que sirios, afganos e irakíes intentan acceder al territorio de la UE en un momento en que otras vías de acceso, como Libia, no solo son más lejanas, sino también más peligrosas.
El número de sirios, y de otros colectivos, que intentan llegar a Europa a través de Turquía ha aumentado exponencialmente en 2015. La dinámica del conflicto en Siria, concretamente el hecho de que se perciba como una guerra sin fin y el altísimo nivel de destrucción causado tras cuatro años de violencia, ha contribuido a que muchos sirios piensen que no van a poder volver a su país en un futuro cercano –algo parecido sucede con los afganos– y que piensen que, si han de ser refugiados de por vida, quizás les sea más fácil reconstruir su vida en Europa que en los países que les han dado cobijo hasta ahora. Aunque con intensidad y matices distintos, las condiciones de acogida en Turquía, Líbano, Jordania e Irak se han deteriorado en los últimos meses debido al estrés presupuestario, a la fragilidad de los mecanismos de protección social, a un mercado laboral precario y a una tensión social creciente. Para los afganos es todavía más evidente, ya que los gobiernos de Irán y Pakistán, dos países donde habían encontrado refugio hasta ahora, les están invitando a irse.
Añadamos que para el Gobierno turco la vigilancia de sus fronteras occidentales es menos prioritaria, sobre todo en comparación con las amenazas que se proyectan desde Siria y en pleno espiral de violencia con el PKK. Además, la desesperación de estos refugiados se ha convertido en un suculento negocio (desde la venta de embarcaciones, motores y chalecos a la falsificación de pasaportes) para grupos mafiosos, pero también para comerciantes convencionales. Y, no menos importante, que muchos sirios creen que la posibilidad de llegar a Europa es ahora o nunca. El anuncio de la construcción de la valla en Hungría, la ausencia de canales seguros para acceder a territorio europeo (por ejemplo, a través de visados humanitarios y planes ambiciosos de reasentamiento) y señales por parte europea de que está desbordada han contribuido a generar la percepción de que las puertas de Europa estarán abiertas por poco tiempo.
Paradójicamente, una crisis de refugiados que hasta ahora había sido una carga para el Gobierno turco se ha convertido en una oportunidad. Turquía puede pedir ahora a sus socios europeos que asuman parte de la responsabilidad y que lo hagan haciéndose cargo de los costes de la acogida. Hasta ahora Turquía se ha gastado 6.000 millones de euros de su presupuesto construyendo los campos y garantizando servicios sociales básicos para unos refugiados a los que proporciona escolarización y atención médica. Pero no es solo una cuestión de dinero. Si los europeos quieren que Turquía coopere todavía más en materia de vigilancia de fronteras y de readmisión, desde Ankara se pide a cambio una exención de visados para los ciudadanos turcos (algo que ya se estaba negociando y que, si se atiende a las demandas turcas, tendría que acelerarse). Y, ya puestos, que se reactive el proceso de negociaciones para la integración de Turquía en la UE, que lleva años en situación de parálisis. Todos estos temas se abordaron en el Consejo Europeo de octubre de 2015. Pero hay algo más y que nunca se pondrá por escrito en las negociaciones: Erdogan ve esta crisis como una oportunidad para rehabilitarse internacionalmente y resarcirse de las críticas que políticos y medios de comunicación europeos han hecho de su forma de gobernar. No hay duda de que con esta crisis Turquía ha empezado a cotizar al alza en el mercado político e institucional europeo. Y, aunque de forma menos evidente, algo parecido sucede en Ankara. El «anclaje europeo» empieza a recuperar valor en una Turquía que se siente amenazada y aislada. Los bombardeos y el despliegue de tropas rusas en Siria han tensado las relaciones entre Ankara y Moscú, y Oriente Medio no es el espacio de proyección política y económica que Turquía había imaginado en 2011.
Este «redescubrimiento mutuo» puede ser una condición necesaria, pero en ningún caso suficiente para que se produzca una revitalización sostenida del proceso de adhesión a la Unión Europea. En Turquía se ha percibido la oferta de descongelar las negociaciones como una maniobra desesperada y poco sincera. Y en muchos países europeos se ven las exigencias turcas como un chantaje. No parece la mejor base sobre la que restaurar la confianza. Además, en varios países europeos partidos y movimientos de ultraderecha se están fortaleciendo aprovechando la crisis de refugiados. Los grupos que agitan el miedo a la «invasión» y a la «islamización» del viejo continente difícilmente aplaudirán un acercamiento de Turquía a la UE. Finalmente, la situación en Siria está contribuyendo a polarizar y tensionar todavía más la situación política y social en Turquía. Y este clima de tensión no ayudará a generar una mayoría social y política en la UE que defienda abiertamente la necesidad de integrar Turquía.
Turquía y la UE no están viviendo una luna de miel, pero sí que han redescubierto que están condenadas a entenderse. La capacidad de la UE para responder a las necesidades de Turquía, por un lado, y la evolución de la situación política en Turquía tras las elecciones del 1 de noviembre, por el otro, van a definir si este redescubrimiento puede traducirse en un acercamiento real.